Otra generación perdida

Otra generación perdida. Fernando Sánchez Dragó

Fue Hemingway, en París era una fiesta, quien incorporó ese latiguillo a la historia de la literatura. El primero que lo utilizó en muy distinto contexto fue el dueño de un taller al que Gertrude Stein había llevado su coche para reparar una avería. La definición, que hizo fortuna, fue aplicada por la autora citada al grupo de escritores norteamericanos que alcanzó su mayoría de edad en los convulsos años de la primera guerra mundial: el propio Hemingway, que había nacido en 1899, y Scott Fitzgerald, Steinbeck, Sylvia Beach, Faulkner, John Dos Passos, Ezra Pound, Eliot y otros que tal bailaban, por lo general fuera de la pista de las convenciones. Muchos de ellos acabaron en París a comienzos de la tercera década del siglo. La verdad es que muy perdidos no estaban, aunque en aquel momento, desarbolados por las experiencias y consecuencias de la guerra, lo pareciese, pues cuatro de ellos –Faulkner, Steinbeck, Eliot y Hemingway– recibieron el Nobel. Henry Miller, que tenía unos cuantos años más y que también andaba por allí en las mismas fechas, hacía rancho aparte en compañía de Lawrence Durrell, Alfred Perlès, Anaïs Nin y gentes así, y no pasó a formar parte de la nómina de esa generación.

Vienen estas consideraciones, en lo que a mí respecta, a cuento de mi propia generación y de cómo la muerte de casi todos sus miembros –el último en caer ha sido Jesús Quintero– me convierte en fúnebre y postrer portavoz de la misma, que también es por ello una generación perdida. Les aseguro que impresiona sentirse así.

Ando ya, como Quevedo, en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos.

La cosecha del Ángel Exterminador ha sido copiosa en los años del vuelo rasante de los virus de la pandemia y lo sigue siendo ahora en su postrimería. Nunca mejor dicho. Se han muerto, se me han muerto, se nos han muerto, los conmilitones del grupo que nació, grosso modo, al término de la guerra civil, que braceó en sus círculos concéntricos, que quedó marcado por ellas y contra ellos, en la mayor parte de los casos, se sublevó, y que saltó al ruedo ibérico en la crisis política del 56, en el volcánico oleaje del mayo francés y en la bulliciosa efervescencia de la ya legendaria Transición.

Paso lista…

Han muerto casi todos los amigos con los que en los años cincuenta y sesenta fui a la cárcel o me llevaron a ella: Jorge Semprún, Javier Pradera, Enrique Múgica, Javier Muguerza, Julián Marcos, Julio Diamante, Alberto Saoner, Jaime Maestro, Chicho Sánchez Ferlosio, Ángel Sánchez-Gijón, Antonio López-Campillo… Et alii.

Han muerto los que formaban parte de lo que yo di en llamar “un grupo de Bloomsbury” español, aglutinado en mi programa de TVE “El mundo por montera” y al calor gnóstico de los cursos de verano de la Complutense que durante veinte años dirigí en El Escorial: Luis Eduardo Aute, Antonio Escohotado, José María Poveda, André Malby, Francisco de Oleza… Sigue en pie, aunque quizá precario (Dios no lo quiera), porque en estos días cumple nada menos que noventa años, Fernando Arrabal.

Yo le voy a la zaga, pegado a sus talones y, como diría Bergamín, que recurrió a Becquer para titular su último libro de poemas, Esperando la mano de nieve.

Lo dicho… El tiempo nos ha convertido en otra generación perdida. ¿Acaso hay alguna que no lo sea?

Sic transit.

Escribo esta columna en vísperas del día de Todos los Santos. Enseguida llega el de Difuntos. Viejas palabras que no han de dejar de sonar. Detesto Halloween. Voy a vacíar para mi hijo pequeño, que quiere disfrazarse de cubo de Rubik. una calabaza, le abriré unos ojos, le pondré una boca y dentro meteré una vela.

Que no se apague.

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