Pinganillos

Pinganillos. Victor Aguilrre

En el siglo XVIII y en el XVII y en el XVI y desde mucho antes hablaba el vizcaíno su lengua natal y no se entendía con el maragato que le llevaba pesos de oro castellanos desde Cacabelos; hablaba bable el leonés y departía malamente con el pastor orensano que conducía reses desde Rivadavia; en culta y repulida lengua galaico-portuguesa se expresaba el rey Alfonso X, llamado Sabio, en sus Cantigas de Santa María (1272 dC, ha llovido), y encontraba dificultad para comprender la letra y música de aquella obra el culto valenciano que usaba su idioma oriental para libros, negocios y vida de diario; no paraba el comerciante catalán de insistir al de Caravaca en que para prosperidad de ambos sería necesario adoptar algún idioma común, el de menos arraigo en los usos culturales y domésticos y, por ello mismo, más sencillo de asumir sin que a ninguno le salieran sarpullidos vernáculos. Total, como el castellano no era de nadie acabó siendo de todos, manera elegante y práctica que los antiguos encontraron de entenderse todos con todos sin necesidad de que cada cual renunciase a sus identidades de cuna y terruño. De tal modo, entendiéndose en castellano (lengua que las Américas convirtieron es español), nunca se preocupó el vasco de aprender gallego ni el catalán de saber euskera, ni el castellano ninguna otra lengua peninsular más que la suya hecha común. Y todos contentos y cada uno en su casa hablando lo que apeteciese.

Ahora, seis o siete siglos después, llega el progrerío de último rebufo a descubrir que España es un país culturalmente diverso, y se quedan tan orondos como gallina con huevo recién puesto. Es una de las manías del pseudoizquierdismo contemporáneo: descubrir la pólvora cada tres o cuatro años. Asombrados de su clarividencia igual que el gentilhombre de Molière se maravillaba al saberse hablador de prosa, han decidido dar marcha atrás en la historia y retrotraer la polémica a tiempos de Alfonso X. En vez de asumir con orgullo el logro (democrático, por cierto) de la lengua común, meten pinganillos en el Congreso de los diputados igual que años antes lo hicieran en el Senado, institución regionalista por antonomasia y, por ello mismo, la más acolchonada, siestera y banal de la estructura del Estado.

Como es natural, ese engreimiento adolescente y ese sacar pecho porque han resuelto el problema de la mojadura del agua vienen de perlas a las burguesías llamadas periféricas, más que satisfechas por la visualización de su poder entrópico sobre el funcionamiento normal de instituciones que deberían ser normales y no el teatrillo en que las están convirtiendo. La igualdad de los españoles, al carril. Los diputados tienen pinganillo y los demás, el vulgo votante y mirón, tiene karaoke en la tele cada vez que enchufe para enterarse de cómo van los asuntos parlamentarios.

Los idiomas, en estricta lectura racional de la historia, son superestructuras ideológicas y por tanto, en última instancia, elementos de dominación. Desde esa perspectiva, acordar por la fuerza del uso una lengua común para convivir sin quebranto es un éxito civilizatorio de primer nivel. Reivindicar lo común frente a lo particular es un acto de fe democrático en la medida en que se restan influencias del “poderoso inmediato”, disueltas en lo extenso popular del idioma que todo el mundo reconoce como propio en el más allá de lo arraigado por nacimiento. Un ejemplo indiscutido de lo anterior es el inglés como idioma universal contemporáneo.

En España, como las cosas suelen hacerse al revés porque nuestra actualidad es la más reaccionaria del planeta, el burgués catalán y el cacique gallego, el sabiniano euskaldún y las oligarquías forales van ganando fuerza en su tesón medievalístico con la enfervorizada escenificación de “su” diferencia; una obsesión atronadora contra el logro, tan antiguo pero mucho más moderno que ellos, de “una lengua que no es la de nuestros señores y de la que ningún señor pueda decir que es suya” (Diego Hurtado de Mendoza, Historia de la guerra de Las Alpujarras, 1627 –obra póstuma-; sobre el conflicto del habla de castellanos, moriscos y mozárabes).

Por último, utilizar las lenguas como instrumento de mercadeo político, de manipulación de las conciencias, de blindaje de poderes y privilegios e imposición de ideologías, es atentado directo contra esa diversidad y esa riqueza cultural de la sociedad española que la izquierda pubertaria acaba de descubrir y, por eso mismo, está dispuesta a malbaratar en cuanto demos vuelta a la esquina. No cabe otra que precaverse contra este desaguisado, fortalecer el espíritu crítico ante tanta irresponsabilidad y tantísima codicia de los socio-ingenieros del lenguaje. Y desde luego, armarse de paciencia. Porque esta gente tiene cuerda para largo.

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