Política y eugenesia: la biología como norma moral

Política y eugenesia: la biología como norma moral. Santiago Mondejar

Para Julian Huxley, una profunda reverencia hacia el proceso evolutivo, guiada por la ciencia, podía constituir una forma de humanismo que actuase como sustituto moderno de la religión¹. Si bien esta visión alcanzó notable influencia en su época, quedó desacreditada tras el nazismo, en la medida en que incluía necesariamente eutanasia y eugenesia al implicar necesariamente que la humanidad, al situarse a la vanguardia de la evolución, tenía no solo la capacidad, sino la misión de dirigir la mejora del acervo genético².

Aunque lo eugenésico nunca ha desaparecido del todo del horizonte político (entre 1935 y 1996, Suecia ejecutó un programa de esterilización forzada que afectó a unas 230.000 personas, basado en teorías eugenésicas y justificado por razones de higiene social y racial³), con la eclosión de la psicología evolutiva y la neurociencia moral se ha creado un marco de debate de nuevo cuño que atañe a cómo las diferencias en cognición, moralidad y orientación política pueden analizarse desde la perspectiva del posible rol de la eugenesia en el diseño de estrategias de dominio biopolítico, como la selección ideológica o la ingeniería social⁴.

Con todo, la cuestión se complica hasta el punto de hacerse virtualmente intratable cuando se usan de manera ambigua categorías que tienen una carga sociológica muy específica en determinadas geografías, pero connotaciones sensiblemente diferentes en otras. Esto es precisamente lo que ocurre cuando se transpone la idea estadounidense de raza sin discernir previamente si ésta es real, si importa, y si es lo mismo que cultura o etnicidad⁵.

Desde el ángulo de la interpretación radical de Donald Davidson, una traducción efectiva de raza requiere ir más allá de una equivalencia literal y entender su significado en el contexto original, aplicando el principio de caridad para encontrar palabras o explicaciones que reflejen su importancia social y cultural en el contexto al que se transpone⁶. Por supuesto, sólo es posible abordar seriamente este problema diferenciando entre su realidad metafísica, su construcción social y su relación con el racismo⁷.

Filosóficamente, la pregunta clave es: ¿existe la raza como algo real, o es solo una idea? En el contexto norteamericano, es claro que las razas son reales en un sentido social, puesto que las personas se identifican con ellas y las instituciones les dan carta de naturaleza⁸. Sin embargo, no son entidades biológicas fijas⁹. Los grupos raciales clasificados hoy no corresponden a categorías científicas pretéritas, sino que son construcciones sociales desarrolladas históricamente, que cambian según el tiempo, el lugar, y el marco ideológico¹⁰.

Pero es innegable que aunque no exista en el dominio natural, tiene efectos prácticos y sustantivos en la vida de las personas, y por consiguiente, la raza es real, aunque no tenga naturaleza material¹¹. Esto es: es real por sus consecuencias, más no por su esencia. Esta es precisamente la base del racismo, y de su utilidad para construir las categorías raciales existentes en la sociedad¹².

Bajo esta óptica, la cultura precede y configura la noción de raza; la raza, por el contrario, no determina la cultura¹³. Hogaño en Estados Unidos, como antaño en Alemania, esta categorización presupone implícitamente una jerarquía social, que instaura un ecosistema social que fragmenta la realidad en función de la raza¹⁴.

El problema se acentúa cuando la ambigüedad en el uso de los términos confunde el constructo social de raza por una presunta realidad biológica, imponiendo un determinismo genético que amalgama la identidad cultural, social, ideológica y política¹⁵. Una vez cruzada esta raya, se crea el riesgo de instrumentalizar teorías como la Moral Foundations Theory de Jonathan Haidt, y la hipótesis de endogamia política de David Skrbina, que en verdad toma prestada de Edward Croft Dutton¹⁶.

Jonathan Haidt, en su Moral Foundations Theory, propone que las orientaciones políticas no emergen de manera puramente racional ni de una deliberación consciente, sino que están influenciadas por la sensibilidad diferencial a un conjunto de seis fundamentos morales universales: cuidado/daño, justicia/engaño, lealtad/traición, autoridad/subversión, pureza/degradación y libertad/opresión¹⁷.

Estos fundamentos no son constructos arbitrarios: reflejan adaptaciones psicológicas que emergieron como parte del proceso de la evolución social humana, cuando la supervivencia y cohesión de los grupos dependían de la cooperación, la confianza y la regulación de conductas que podían amenazar la estabilidad comunitaria¹⁸.

Desde el punto de vista biológico, hay evidencia de que los trazos morales básicos poseen una raíz genética. Estudios con gemelos, tanto monocigóticos como dicigóticos, muestran que hasta un 50% de la variabilidad en actitudes políticas y morales puede atribuirse a la heredabilidad¹⁹.

Por ejemplo, la mayor sensibilidad de los conservadores hacia la autoridad, la tradición y la pureza parece correlacionarse con variantes genéticas ligadas a la regulación de la serotonina y la dopamina, sistemas neuroquímicos que afectan la percepción del riesgo, la aversión al asco y la propensión al conformismo grupal²⁰. En contraste, los izquierdistas, con mayor inclinación a los fundamentos de cuidado y justicia, mostrarían, según Haidt, una mayor apertura a la experimentación, asociada a variantes en genes relacionados con la plasticidad sináptica y la curiosidad cognitiva²¹.

Ahora bien. La genética por sí sola no determina rígidamente las posiciones morales ni las afiliaciones políticas. Aquí interviene la epigenética, entendida como el conjunto de mecanismos que regulan la expresión génica sin alterar la secuencia del ADN. Procesos como la metilación del ADN, las modificaciones de histonas y la regulación por ARN no codificante permiten que factores ambientales diversos modulen la activación o silenciamiento de predisposiciones biológicas latentes²².

De este modo, la tensión entre lo heredado y lo adquirido se resuelve en una interacción dinámica: la genética establece un “terreno de posibilidades” en la arquitectura moral, mientras que la epigenética y la cultura actúan como los horticultores que deciden qué simientes brotan y cómo se desarrollan²³. Así, las diferencias entre conservadores y progresistas no pueden entenderse solo como simples elecciones ideológicas, sino como expresiones fenotípicas de un cableado genómico ancestral moldeado por el entorno²⁴.

Abundando en esto último, David Skrbina plantea que la tendencia de individuos con afinidades ideológicas similares a formar parejas reproductivas podría reforzar predisposiciones psicológicas en ciertas familias o subpoblaciones, un fenómeno que denomina endogamia política²⁵. Aunque teóricamente posible, la complejidad poligénica de los rasgos psicológicos y la preponderancia de factores ambientales sugiere límites en su impacto real²⁶.

Estudios como los de Hatemi indican que las influencias genéticas en la orientación política son más bien modestas y están mediadas por el entorno social²⁷. Skrbina arguye que el criticismo a la eugenesia con base a su naturaleza de ingeniería racial es equivocado, ya que también puede ser vista como un simple principio biológico y social benevolente de selección orientado a mejorar la descendencia con fines sanitarios²⁸. Históricamente, sostiene Skrbina, hubo prácticas eugenésicas en la Antigua Atenas, Esparta (e.g. triage de neonatos) y Roma, donde se promovía la reproducción de los más aptos o la eliminación de descendencia con taras congénitas²⁹.

Pero Skrbina aduce que, por el contrario, en la era moderna la medicina ha reducido la mortalidad natural, permitiendo la supervivencia y proliferación de individuos con mutaciones perjudiciales. Según él, esto habría causado una crisis disgénica, con efectos nocivos en salud, inteligencia y fertilidad, lo cual apoya en investigaciones de Michael Lynch y Hermann Muller³⁰.

Según estos investigadores, indicadores clave como el descenso de la tasa de fertilidad, el aumento de obesidad, diabetes, trastornos psiquiátricos y la inversión del efecto Flynn (declive del nivel de inteligencia medido en algunas naciones) sugieren un deterioro genético paulatino³¹. A partir del escenario así dibujado, Skrbina propone un programa eugenésico contemporáneo basado en cuatro principios: la reproducción como privilegio, no derecho universal; el reconocimiento de la desigualdad natural y selección por mérito genético; una mayor efectividad en sociedades homogéneas; y la obligación recíproca entre individuos aptos y la comunidad.

Su estrategia incluye dividir la población en tres grupos: ancianos (mayores de 50 años, con derecho de reproducción limitados), adultos en edad reproductiva (16–50 años, sujetos a evaluación genética y cognitiva) e infancia (0–15 años, con desarrollo optimizado y evaluación temprana)³². El problema radica en estas son soluciones para problemas cuya formulación es espuria: las mutaciones dañinas no se acumulan exponencialmente, sino de forma lineal, a razón de 1 o 2 por generación³³.

Por lo tanto, atribuir fenómenos sociales complejos súbitos, como el auge del izquierdismo woke a mutaciones genéticas carece de base científica³⁴. Igualmente, la reducción de la mortalidad infantil (causada principalmente por enfermedades infecciosas y no por defectos genéticos), no ha generado un aumento descontrolado de mutaciones³⁵.

Asimismo, el rápido incremento de obesidad y diabetes se explica por factores ambientales y culturales, y no por carga mutacional³⁶. Del mismo modo, vincular la inteligencia o el efecto Flynn con mutaciones o mortalidad infantil delata falta de rigor y carencias de conocimientos genéticos³⁷.

Pero más allá de la debilidad de estos argumentos, un error recurrente en la aplicación de la psicología evolutiva y la eugenesia es la confusión entre lo descriptivo y lo normativo. Los potenciales descubrimientos sobre predisposiciones morales, endogamia política o acumulación de mutaciones no justifican éticamente la manipulación de individuos o poblaciones para favorecer ciertas ideologías o rasgos genéticos idealizados³⁸. Como apunta Kitcher (1985), derivar valores éticos de hechos biológicos incurre de pleno en la falacia naturalista: confunde lo que ocurre en la naturaleza con lo que debe ocurrir éticamente en la sociedad humana³⁹.

Por ejemplo, aunque Haidt identifica diferencias en fundamentos morales entre izquierdistas y derechistas, esto no implica que una orientación sea superior o deba ser promovida mediante políticas selectivas⁴⁰. La extrapolación de la endogamia política o la eugenesia hacia estrategias de dominio político es científicamente inviable y éticamente condenable. Los rasgos psicológicos y la orientación política son poligénicos y altamente influenciados por el entorno, lo que imposibilita predecir o manipular ideologías con precisión genética.

Además, cualquier intento de implementar políticas eugenésicas o de selección ideológica violaría derechos naturales fundamentales, y con ello la dignidad humana en sí. Como ya hemos indicado antes, la percepción del concepto de raza varía significativamente entre contextos culturales: si bien es cierto que en algunos países en la órbita norteamericana las clasificaciones raciales institucionalizadas han conferido al término un peso sociopolítico⁴¹ que amplifica el riesgo de malinterpretar hallazgos genéticos o psicológicos como determinantes raciales de la conducta, esto está lejos de ser habitual en otras culturas.

De ahí el imperativo de permitir que el conjunto de las ciencias devenga una esfera separada del poder; un terreno donde se libren luchas sociales y políticas. Pretender que los hallazgos científicos pueden presentarse neutral y autoritativamente mientras son utilizados para justificar actos contra la dignidad humana es un acto de complicidad⁴².

La eugenesia y otras teorías biológicas, lejos de ser inocuas, han sido históricamente herramientas de dominación: desde políticas racialistas hasta programas de exclusión y marginación de comunidades enteras. En consecuencia, los científicos tienen la obligación moral de reconocer que sus investigaciones pueden ser tergiversados y usados para legitimar planes ideológicos cuyo fin consolidar privilegios personales basados en jerarquías sociales⁴³.

Ignorarlo equivale a poner las ciencias al servicio del poder y la segregación. Por otra parte, pretender “seleccionar” individuos en clave genética o por inclinaciones ideológicas supuestamente derivadas de ella, no es solo científicamente naif, sino moralmente reprensible, por cuanto representa una forma de justificar la discriminación, negar la diversidad y subordinar la autonomía individual a un proyecto distópico.

Los rasgos humanos son complejos, poligénicos y moldeados por el entorno; cualquier intento de ingeniería social basada en la genética es, en la práctica, un proyecto político de control social. Las estrategias que buscan moldear la moralidad o los comportamientos colectivos, con o sin intervención genética, son formas de coerción y selección ideológica. Imponer una visión moral dominante destruye no sólo la pluralidad, sino que menoscaba todo aquello que hace humano al ser humano, y transforma las ciencias en instrumentos de manipulación.

La eugenesia ha sido históricamente presentada como un proyecto destinado a “mejorar” la especie humana mediante la selección de rasgos considerados deseables, pero un análisis ético riguroso evidencia su profunda insostenibilidad moral⁴⁴. Lejos de ser una abstracción teorética, la eugenesia ha tenido consecuencias históricas devastadoras, desde las esterilizaciones forzadas en Suecia hasta las políticas genocidas del nazismo, demostrando que cualquier defensa que ignore este pasado incurre en irresponsabilidad intelectual⁵².

Desde la perspectiva kantiana, la eugenesia fracasa con estrépito: su máxima, que propone eliminar a los considerados “débiles, enfermos o defectuosos” en beneficio de la sociedad, no puede universalizarse sin conducir a contradicciones lógicas y prácticas, ya que justificaría un ciclo perpetuo de violencia entre cualquier grupo que se autoproclame superior⁵³.

Además, reduce a los seres humanos a meros medios para un fin utilitario, ignorando la dignidad intrínseca de cada persona y violando el principio kantiano de tratar a los individuos como fines en sí mismos.

La pretensión eugenésica de identificar objetivamente los rasgos deseables refleja una arrogancia epistémica: tales criterios dependen de sesgos culturales, contextos históricos e intereses ideológicos, como lo muestran las clasificaciones arbitrarias de ciertos grupos étnicos o de personas pobres como ineptas, evidenciando la arbitrariedad y el autoritarismo inherentes a cualquier programa eugenésico.

Incluso las formas supuestamente benévolas de eugenesia, que buscarían incentivar la reproducción de los aptos, son lógicas precursoras del eugenismo negativo, pues cualquier intento de definir buenos genes requiere un cálculo instrumental que sacrifica derechos individuales en nombre del bien utilitario.

La historia evidencia por ende la hipocresía intelectual de muchos defensores de la eugenesia, que se eximieron a sí mismos y a sus grupos de sus propias reglas, aplicando su lógica coercitiva solo sobre los más vulnerables y no sobre quienes detentan el poder.

En última instancia, la moralidad y la civilización se definen por nuestra capacidad de superar la brutalidad de la naturaleza mediante la compasión y la protección al más débil, mientras que la eugenesia, al reemplazar estos valores con la lógica de la optimización posthumana, resquebraja los vínculos sociales y convierte a los más débiles en rémoras para la mejora genética entendida como un fin en sí misma, tal y como, según decíamos, elucubró Julian Huxley.


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