Morir de éxito es el final menos glorioso para una doctrina política. En vez de perecer en una lucha épica frente a una revolución o un adversario implacable, la idea que muere de éxito agota su ciclo vital y queda reducida a una cáscara vacía, a un flatus vocis que se pierde en el vacío. La idea de democracia es quizá el mejor ejemplo.
La democracia está en crisis, la democracia está enferma, la democracia está en peligro, repite un coro cada vez más numeroso de voces. A decir de algunos hemos cruzado ya el umbral hacia un nuevo régimen que, a falta de un término mejor, podemos denominar posdemocracia. En la hora actual el lustre y esplendor de la democracia – el menos malo de todos los regímenes, según dicen – se asemejaría al de una supernova: su brillo se intensifica antes de desaparecer.
¿Catastrofismo o clarividencia? ¿Caminamos realmente hacia el fin de la democracia? ¿En qué consiste la posdemocracia?
Sic transit gloria
No existe en el vocabulario político un término más socorrido y redundante que la palabra democracia. Desde el momento en que ésta es una doctrina incontestable, desde el momento en que absolutamente todos se proclaman demócratas, está claro que la democracia puede ser ya cualquier cosa. La democracia es hoy un significante vacío, una palabra cuya alta cotización oculta una flagrante indeterminación de contenido; más que como una definición funciona como un logo, como una marca o como un eslogan. En el plano individual, proclamarse demócrata equivale estrictamente a no decir nada. En el plano geopolítico, la apelación a la democracia – a la defensa de la democracia – forma parte de una militarización del pensamiento que se justifica por la lucha contra los “tiranos” y los “autócratas”. El valor normativo del término aplasta su valor descriptivo; el mundo queda dividido en dos campos: quién no está con nosotros está contra nosotros. Lo que permite pasar de contrabando una serie de prácticas imperialistas y hegemónicas, envueltas – eso sí – en la bandera del Bien.
¿Ha muerto la democracia? ¿Qué viene a ocupar su puesto?
Hablar de democracia y empezar por su obituario es ya un lugar común. El tema del fin de la democracia – de “como terminan las democracias” – está de moda. Y lo está en un doble sentido.
En primer lugar, proliferan las sirenas de alarma frente al auge del populismo, frente a los autócratas desafiantes y las llamadas “democracias iliberales”. Este es el registro favorito de los intelectuales sistémicos y los periodistas de servicio. Unos y otros se dedican a cubrir de denuestos a los líderes populistas, cuyo epítome es el archi-villano Donald Trump. Unos y otros se rasgan las vestiduras frente a lo que califican como “fake news” (tal vez porque ellos han perdido el monopolio de las mismas) y deploran la falta de educación de un electorado que, de manera contumaz, se empeña en votar por las opciones malditas. En esa línea, los politólogos exquisitos no dudan en afirmar que la idea del “votante racional” es sólo un mito y alientan con ello la desconfianza frente a la soberanía popular. Con ello, lo que en el fondo vienen a decir es una cosa muy sencilla: la democracia somos nosotros; es decir, el consenso liberal que en su doble vertiente – “progresista” y “conservadora” – ha gobernado occidente desde hace ocho décadas. Para estos guardianes del templo la democracia es necesariamente “una”: la democracia liberal.[1] De lo que se trata por tanto es de excluir a los indeseables. Para lo cual se desempolva la “paradoja de Popper” – “no hay tolerancia para los intolerantes” – y se le aplica varias vueltas de tuerca. En otras palabras: “restrinjamos la democracia para salvar la democracia. La nuestra”.
En segundo lugar, se encuentran los que denuncian la emergencia de nuevas formas de totalitarismo. Se alude con ello a una red de fenómenos que se refuerzan hasta hacer sistema y redundan en un desempoderamiento de la gente corriente. El poder del capitalismo corporativo, las elites financieras transnacionales, el régimen de control digital-numérico y la tiranía del algoritmo entran en esta ecuación. Diversos términos han sido propuestos para designar esta tendencia: los de “democracia administrada”, “totalitarismo invertido” y “gran reseteo” son algunos de ellos. Todos apuntan al mismo diagnóstico: nos adentramos en una era posdemocrática que se camufla por la sucesión de espectáculos electorales, por la exaltación de una “diversidad” impostada y por una proliferación de movimientos de oposición más o menos controlada. Signo de los tiempos: los cambios tienen lugar de forma más acelerada, pero también más imperceptible. Así es – con un suspiro más que con un estallido – como terminan las democracias.
Todos somos buenos, todos somos demócratas
La tesis sobre el fin de la democracia choca de entrada con dos obstáculos. El primero de ellos reside en la dificultad de concretar de qué hablamos exactamente cuando hablamos de democracia; dicho de otra manera: nos falta una definición incontestada de la misma. El segundo obstáculo consiste en negar la mayor, en aseverar que la democracia goza de fantástica salud, que vivimos en la edad de oro de la democracia, y que si así no lo vemos es porque las cosas son demasiado complejas y nosotros somos demasiado cortos.
Comencemos por el primer obstáculo. ¿Qué entendemos a día de hoy por democracia?
La democracia se presenta ante todo como un imperativo categórico universal, como una situación de beatitud política o como una etiqueta dispensada a modo de endoso o aprobación, independientemente de su contenido real. Pero ¿en qué consiste exactamente?
La expansión de la democracia como idea favorece la confusión sobre su contenido. Desaparecidas en las nieblas de la historia las legitimidades de derecho divino, dinásticas o carismáticas, está claro que cualquier poder – ya sea la más férrea dictadura – se asirá a la legitimidad democrática como la única posible. Todo gobierno asegura estar investido “desde abajo”, todos se presentan como emanación de la voluntad popular, todos se proclaman “demócratas” – al menos según el sentido etimológico de la palabra (demos–kratos) – aunque respondan a ideologías y modelos socio-económicos muy diferentes. Lo que nos deja en el casillero de salida: ¿qué es la democracia?
Para que un gobierno sea democrático no basta con que sea “representativo” (es decir, salido de unas elecciones) si no es también democrático en su comportamiento. Casi todos concuerdan hoy en esto. Ahora bien, para concretar las cosas necesitaríamos una “teoría democrática de la acción gubernamental” que tiene el inconveniente de no existir. Por otra parte, si acordamos que la democracia es “el gobierno del pueblo”, ¿debemos priorizar una definición “legal” que se remita a las declaraciones de derechos fundamentales? ¿Debemos priorizar una definición “procedimental” que se remita a la celebración de elecciones libres? ¿Y qué decir de la distinción entre “democracia formal” (separación de poderes, elecciones, etcétera) y “democracia real” (condiciones socioeconómicas para su ejercicio) enunciada por la crítica marxista? ¿Se define la democracia por la voluntad de las mayorías o por el respeto a las minorías? ¿Qué sentido tiene hablar de “libertad de expresión” en una situación de cuasi-monopolio de los medios de comunicación? ¿Para qué sirve la libertad de expresión si cualquier cosa que se diga es irrelevante? ¿Es la democracia un sistema de gobierno o es, ante todo, una cultura política? ¿Es democrático un sistema que alienta la despolitización de los ciudadanos, la incultura, la falta de discernimiento crítico? ¿Qué ocurre cuando la llamada “esfera pública” es, en realidad, privada?
Demasiadas preguntas con difícil respuesta. Por eso, el punto de partida más seguro nos parece el que ofrece el politólogo norteamericano Gabriel Rockhill, cuando señala que “la democracia como tal no existe. Únicamente hay una diversidad de prácticas socio-históricas que pueden calificarse de democráticas, según específicos puntos de vista”.[2] A lo más, podemos concluir que la democracia funciona como una meta, como un ideal que trasciende la realidad histórica y que – como en el caso del comunismo – se encuentra siempre en un punto indeterminado del futuro.
Democracia ¿la marcha triunfal?
La segunda objeción consiste en una propaganda machacona que trata de convencernos de que la historia tiene un sentido y éste no es otro que el de la marcha triunfal de la democracia. Desde esa lógica decir que habitamos en una “posdemocracia” sólo puede responder a maquinaciones de taimados conspiracionistas. Esta narrativa se ajusta a lo que podría llamarse una teodicea democrática (Gabriel Rockhill) o a un “fundamentalismo democrático” (Gustavo Bueno). Es una teodicea, en cuanto se remite a una justificación metafísica que es impermeable a los datos que la contradigan. La democracia se alza como “un valor político que se considera intrínsecamente indiscutible (lo cual no deja de ser contradictorio desde un punto de vista “democrático”)” y que no puede más que resultar triunfadora, habida cuenta de la inclinación natural del ser humano hacia el progreso.[3] Este Gran Relato dice más o menos así:
“La humanidad sigue un camino de progreso hacia la forma de gobierno que hoy sabemos es la única deseable: la democracia. Este es un proceso dialéctico conducido por Occidente, el portador mundial de la antorcha democrática. Surgida en la antigua Grecia y tras una “travesía del desierto” de dos milenios (en la que quedó confinada a las prácticas de algunos parlamentos medievales) la democracia fue redescubierta por la Ilustración y se impuso tras las “revoluciones del mundo atlántico” en el siglo XVIII, en América y Francia.[4] Tenemos entonces dos “modos de producción” de la democracia: uno bueno y otro menos bueno. El menos bueno (el francés) implica una ruptura revolucionaria y violenta. El bueno (el anglo-americano) es un proceso continuo de expansión de derechos individuales, en el que la sabiduría política de los ingleses encontró su prolongación al otro lado del Atlántico”.
“El siglo XX – continúa el Gran Relato – demostró que las alternativas a la democracia conducen necesariamente al totalitarismo y al Gulag. Por eso hoy estamos obligados a aceptar que la democracia – asociada al capitalismo – es el único sistema político posible (“no hay alternativa”, decía Margaret Thatcher). La democracia es inseparable del liberalismo, habida cuenta de que “la única democracia “real” que jamás se ha materializado en la tierra es la democracia liberal” (Giovanni Sartori).[5] Los retrocesos o decepciones en este proceso no deben ocultarnos la tendencia general: no hay ideología con pretensiones de universalidad que pueda desafiar a la democracia liberal. Occidente cierra su ciclo: desde la Grecia clásica hasta la apoteosis anglo-americana; América como gendarme musculado y garante de la democracia a escala mundial. Fin de la Historia” (Fukuyama).
Esta es – a grosso modo – la conciencia que occidente tiene todavía de sí mismo. Pero como decía Marx (y tampoco hay que ser marxista para verlo) conviene juzgar a las épocas no por la conciencia que tienen de sí mismas, sino por la realidad efectiva de las cosas.
La impostura del pueblo soberano
Defenderemos en estas líneas que nos encontramos ya en esa terra nullius que llamamos posdemocracia. Pero no por eso nos situamos en una posición pesimista, ni optimista. Conviene advertir que la democracia no está predeterminada en el destino humano ni inscrita en el ADN de ninguna población. Como todo producto histórico, la democracia tuvo un principio y tendrá seguramente un final, lo cual es preciso asumir sin aspavientos morales y desde el reconocimiento del carácter trágico de la Historia. Conviene despejar de entrada aquello que la democracia no es; lo cual nos enfrenta una realidad obvia, que no podemos dejar de subrayar.
Como tantos dichos pomposos, la frase de Lincoln “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” carece de sentido. El “pueblo” jamás ha gobernado, ni gobierna, ni gobernará. A lo más, ejercerá de comparsa de aquellos que detentan el poder. Por eso cualquier idea de “soberanía popular” que se remita a un pueblo auténticamente “empoderado” es una impostura. El pueblo – más bien una parte de él – se limita a entrar en escena periódicamente para elegir entre las opciones que han pasado el “corte”. En qué consista ese corte – y en quién lo controle – nos sitúa ya en el terreno de la posdemocracia. La soberanía popular se reduce entonces a un “gobierno por delegación” mediante un sistema – “la democracia es un método”, decía Schumpeter – que permite la alternancia pacífica en el poder y un pluralismo más o menos controlado. Pero en primera y en última instancia, el poder permanece en manos de una minoría que tiene, a todos los efectos, los atributos de una “casta”.
Como método político que es, la democracia se despliega históricamente en el Estado-nación. Lo cual nos coloca ante otro de los umbrales de la posdemocracia. Si la democracia surgió y se consolidó en el ámbito de los Estados-nación, parece lógico que el declive de éstos – al verse eclipsados por las organizaciones transnacionales y supranacionales – marque el declive de la democracia. Al fin y al cabo, fue en los Estados-nación donde se estableció la división de poderes y un sistema de controles político-jurídicos que garantizaba, mal que bien, las libertades individuales. Pero la creciente interdependencia de los mercados, la multiplicación de autoridades supranacionales no elegidas y la maleabilidad de las fronteras han roto ese sutil juego de equilibrios. Asistimos por tanto a una singular evolución: las democracias liberales se transforman no ya en regímenes autoritarios o “iliberales”, sino en algo diferente: en “sistemas liberales cada vez menos democráticos”.[6] Son liberales en cuanto están orientados a la defensa y expansión de los derechos individuales. Pero son cada vez más burocráticos, autoritarios e invasivos, en cuanto en nombre de esos derechos individuales destruyen las instancias intermedias (familia, religión, sindicatos), dan rienda suelta a la proliferación normativa y dejan al individuo inerme ante el Estado. Ante un Estado que actúa, a su vez, como correa de transmisión de esa “gobernanza” mundial que se escenifica en las reuniones de la OMC, del FMI, de la Unión Europea, del G-20, del G-7, de Davos, entre otras.
La Unión Europea es un caso paradigmático de esa colusión entre construcción supranacional y deriva antidemocrática. Una realidad que los propios eurócratas designan – de forma eufemística – como “déficit democrático”.
Un ejemplo escandaloso de este “déficit” tuvo lugar tras los referéndums que en 2005 se organizaron sobre la llamada “constitución europea”, en Francia y Países Bajos. Los resultados negativos de ambas consultas fueron superados por la puerta de atrás: en 2008 se introdujo en Francia, por trámite parlamentario, una versión ligeramente modificada del contenido que había sido rechazado por el pueblo francés. Una maniobra aún más burda tuvo lugar en Irlanda, tras el referéndum en 2008 sobre el Tratado de Lisboa. Tras la victoria del “no”, los irlandeses fueron obligados a votar un año después para corregir el resultado. El resto de los Estados miembros optó por no someter a votación cuestiones “demasiado complejas”.
Otro ejemplo de “déficit” democrático lo tenemos en el hostigamiento de las nomenklaturas europeas contra los gobiernos díscolos. Así fue el caso dos veces en Italia: en 2012, con la sustitución de Berlusconi – reacio a cumplir con los criterios de Maastricht – por el tecnócrata Mario Monti (salido de la banca americana Goldman-Sachs); también entre 2018-2019, con la presión ejercida sobre el gobierno del Movimiento 5 Estrellas-La Liga, finalmente saldado con la llegada al poder del “técnico” Mario Draghi (también con experiencia en Goldman-Sachs). El caso quizá más descarado fue la presión ejercida en 2015 contra el gobierno griego del partido Syriza, hasta que la Comisión europea metió en cintura al Primer ministro Tsipras. Estos ejemplos demuestran – señala el filósofo francés Denis Collin – que la doctrina de la “soberanía limitada” – aplicada en tiempos de Brezhnev en el campo socialista – está viva y coleando en la Unión Europea.[7] Como declaraba en enero 2015 el Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker: “no puede haber elección democrática contra los tratados europeos”.[8] La soberanía limitada de los Estados se superpone a la soberanía nominal de los pueblos.
Hay en toda esta deriva una palabra clave: la gobernanza. Un concepto que fue introducido por la Comisión Europea en el funcionamiento de las instituciones comunitarias, con la publicación – en julio 2001 – del Libro Blanco sobre la gobernanza europea.
Alabada sea la gobernanza
Si hay una idea que representa al alfa y el omega del poder posdemocrático, esta es sin duda alguna la de “gobernanza”.
“Rodeada de un éxito mediático y de un aura benéfica no exenta de cierto misterio, la gobernanza se presenta como la forma más eminentemente racional, participativa y democrática de gestión de los asuntos públicos, así como la mejor adaptada a la compleja realidad de las sociedades desarrolladas. Un régimen se aprehende y se valora hoy en razón de su gobernanza. La gobernanza se inscribe en el léxico casi genético de las instituciones nacionales o internacionales”.[9] La “extrema plasticidad de esta palabra – escribe el filósofo Alain Deneault – hace inaprensible su contenido, lo que parece ser precisamente el objetivo”.[10] Como término esotérico de la Nuevalengua, la gobernanza cumple la función de espantar curiosos. ¿Qué significa en realidad?
El término “gobernanza” se originó en la cultura del management empresarial en Estados Unidos para designar el método de gobierno que resulta de la negociación entre grupos y agentes (stakeholders) interesados en hallar soluciones comunes.[11] Su base reside en la voluntad de las instituciones privadas para auto-regularse; por ejemplo, a través de reglamentos y códigos éticos, métodos de gestión de los fondos confiados a las empresas (corporate governance) y medidas de vigilancia para optimizar el rendimiento del “capital humano”. En su aplicación política, la gobernanza promueve un juego de interacciones parecido al del Mercado. La política deviene un mercadeo de intereses en el que los ciudadanos se asimilan a clientes o consumidores y los partidos políticos (o los países) se convierten en “marcas”. Se asume la superioridad del Mercado sobre la política – paradigma liberal del “rational choice”– y se considera que las empresas están mejor preparadas que los poderes públicos para atender a las necesidades sociales.
En su día, la gobernanza fue teorizada por la Comisión Trilateral en un sentido abiertamente posdemocrático. Se trataba con ello de corregir las tendencias sociales “irracionales” e impedir los “excesos de democracia”. Dicho de otra forma: un mundo demasiado complejo sólo puede ser regido por “expertos”.[12] A partir de los años 1990 la expresión “buena gobernanza” pasó a ser utilizada por el FMI y por el Banco Mundial para designar las fórmulas políticas que siguen los principios neoliberales. Los Estados fueron conminados a adaptarse a los deseos de las empresas, lo que aplicado a los países del Tercer Mundo significa acometer las “reformas estructurales” necesarias – privatización de servicios públicos, desregulación del mercado de trabajo, reducción de gastos sociales – para atraer inversores y garantizar el acceso a los recursos. Los países en desarrollo se sometieron al dictado de los tecnócratas internacionales: una corrección en toda regla de sus “excesos de democracia”.
Despolitización
La gobernanza implica una anulación de la política. Con ella se favorece una perspectiva consensual que borra las dinámicas conflictuales y elimina la posibilidad de alternativas. Los procedimientos políticos se transforman en administrativos y la política deviene gestión. El contractualismo y la soft-law son promovidos como formas “abiertas” e “inclusivas” que se eligen dentro de un “mercado del derecho”. Pero bajo la apariencia de desreglamentación a lo que asistimos es a una nueva forma de regulación. Esta regulación es “orgánica”, en el sentido de que no tiene la rigidez de la reglamentación tradicional, propia de un espacio jurídico cerrado, homogéneo y jerarquizado. La regulación tiene lugar ahora en un espacio no-euclidiano, concebido como un campo abierto y heterogéneo, organizado según conexiones múltiples (un espacio rizomático, en la expresión de Deleuze y Guattari). Este espacio rizomático no se opone al espacio piramidal de la reglamentación como si se tratara de dos modelos antagónicos, porque no hay ninguna simetría entre ellos”.[13] El ideal más o menos confesado es el de una sociedad capaz de regularse a sí misma, una sociedad que funcione en modo de piloto automático.[14] ¿Qué significa todo eso?
Como privatización del poder político, la gobernanza fue Implantada en la vida pública por Margaret Thatcher en los años 1980. En ella se despliega la voluntad neoliberal de gestionar el Estado como una empresa. Más que de una negación de la democracia se trata de una dilución de la misma. La decisión política deja de ser la responsabilidad oficial de una autoridad pública – limitada por la Constitución y por los contrapoderes – y se transfiere a una nebulosa en la que los grandes poderes privados pueden imponerse. “So pretexto de rechazar el orden jerárquico-autoritario de la burocracia tradicional y de insuflar dinamismo a la administración, lo que se hace es embarullar las pistas, de forma que nadie sepa dónde se toman las decisiones”.[15] De esta forma – señala Alain Denault – las decisiones “adquieren la autoridad de hechos de la naturaleza frente a los cuales nadie podría oponerse, como si fueran una realidad decisiva, inscrita en el orden de las cosas”.[16] Resultado final: la soberanía popular se sustituye por la “sociedad civil” como base legítima de la gobernanza; la democracia conserva su nombre, pero pierde su sustancia; el partner y el stakeholder reemplazan al ciudadano.
El reinado de la “sociedad civil”
La “sociedad civil” es el astro-rey de la post-democracia. Los autoproclamados “representantes de la sociedad civil” – las ONGs en primer término – se configuran como la punta de lanza de la gobernanza global y asumen funciones de policía sobre los agentes políticos y económicos reacios a someterse a las reglas de juego. El objetivo – en palabras del politólogo Guy Hermet – es “quebrar la jerarquía clásica de la gestión de los asuntos públicos. El Estado pierde su potencia simbólica y la sacralidad que de él emanaba”. Se establece entonces “una relación triangular entre los actores públicos de todos los niveles, la sociedad civil (organizaciones privadas no económicas) y los agentes económicos del mercado”. Conviene tener presente que “los actores decisivos de la gobernanza se eligen entre ellos y se cooptan por sectores, antes que someterse a procesos externos de selección (…) La soberanía popular queda así arrinconada a un papel marginal o circunstancial: el de la selección de la fracción de la elite que representa al pueblo”.[17] Esto tiene, por ejemplo, una traducción visible en los procesos de acceso a la administración pública. Las escuelas de administración y los sistemas objetivos de selección (exámenes y oposiciones) son sustituidos progresivamente – con el argumento de la “flexibilización” y “apertura a la sociedad civil” – por sistemas más o menos encubiertos de cooptación. La invocación a la lucha contra el elitismo (utilizado por Macron para suprimir la prestigiosa ENA) permite abrir la puerta a formas mucho más sibilinas de elitismo.
Si la democracia tiene algo que ver con la igualdad, la gobernanza es justo lo contrario: es una práctica tan opaca como desigualitaria. En el régimen de gobernanza la participación en la vida pública no se otorga a los ciudadanos en cuanto tales, sino en tanto se inscriben en grupos que representen o puedan hacer valer intereses. Se favorece así a una “Nueva clase” de agentes sociales situados a distancia sanitaria de los procesos de elección. Una lógica de la exclusión para la que el argumento de la “complejidad” – la creciente dificultad de gestionar los asuntos públicos y la necesidad de favorecer a los expertos – resulta muy socorrido.
Frente a todo lo anterior, los defensores de la gobernanza aseguran que ésta es la adaptación de la democracia a un mundo más complejo e interconectado. Según ese argumento, la gobernanza no marca la extinción de la política, sino simplemente una reinvención de la misma.
Decíamos arriba que la gobernanza es una forma de despolitización. Pero es innegable que hoy la política parece permearlo todo: las opciones particulares, las perspectivas vitales, las preferencias culturales, religiosas o sexuales. Hoy más que nunca lo personal también es político. Pero precisamente porque la política se hace personal la política se despolitiza, en cuanto evacúa su dimensión auténticamente colectiva. La “nueva política” no plantea alternativas al sistema sino alternativas dentro del sistema. Todos los ciudadanos son alentados a tener “opiniones”: es decir, reacciones cuantificables, puntuales, intencionadamente provocadas. Los comportamientos militantes – el “activismo”– se extienden por doquier, pero siempre focalizados sobre cuestiones concretas (“issue related”, se dice en inglés): el cambio climático, el animalismo, los derechos de los “trans”, etcétera. Se obtiene con ello una ciudadanía fragmentada, emocionalmente polarizada, azuzada en “guerras culturales” y querellas manufacturadas desde el poder.
El politólogo americano Sheldon S. Wolin veía en esta omnipresencia aparente de la política una característica de lo que él llamaba “totalitarismo invertido”: una tendencia especialmente patente en la sociedad norteamericana. El totalitarismo invertido – señalaba Wolin – se caracteriza por la relación simbiótica entre el gobierno tradicional y el sistema de gobernanza de las corporaciones privadas. El resultado final de esta simbiosis no es un sistema de co-determinación entre socios que mantienen sus identidades específicas, sino un sistema que representa “la mayoría de edad política del poder corporativo”.[18]
¿Cómo definir la gobernanza? La gobernanza es una “democracia sin demos”. Es el sistema en el que la “sociedad civil” (lobbies, ONGs, grupos de interés) sustituye al pueblo y en el que la doble tutela del derecho y de los expertos se extiende a todo el cuerpo social. [19] Es el régimen de la posdemocracia.
[1] Así lo asegura, por ejemplo, el politólogo italiano Giovanni Sartori en ¿Qué es la democracia? Taurus 2007, p. 24. Según un conocido lugar común, cuando la democracia se acompaña de un calificativo (“democracia orgánica”, “democracia popular”) no es una auténtica democracia. Un axioma que los autores liberales no aplican a la “democracia liberal”.
[2] Gabriel Rockhill, Counter-History of the present. Untimely Interrogations into Globalisation, Technology, Democracy. Duke University Press 2017, pp. 60-61 y 58.
Señala a este respecto Rockhill que el ideal democrático funciona de manera inversa al ideal comunista. En éste la realidad termina “atrapando” a la idea, que al final se ve desmentida por su defectuosa plasmación en lo real. Por el contrario, el ideal democrático jamás se ve desmentido por su defectuosa aplicación, de tal forma que, si la realidad no se ajusta a la idea, la culpa es de la realidad. En términos “popperianos” la democracia funciona como una teoría infalsable.
[3] Gabriel Rockhill, Obra citada, p. 52.
[4] La moda de la “historia global” obliga hoy a no confinar a Grecia los orígenes de la democracia. Según el antropólogo David Graeber la idea de que la democracia es un ideal específicamente occidental sólo se implantó a fines del siglo XIX, cuando los europeos comenzaron a ver a los Estados Unidos como parte de su civilización. El politólogo británico John Keane espiga ejemplos de “democracias asamblearias” en la antigua Siria-Mesopotamia, en las civilizaciones sumerias, acadia y babilónica. En el haber de este autor figura el reconocimiento de que, frente a la versión del chauvinismo anglosajón, la “invención” del Parlamento tuvo lugar en el norte de España, más concretamente en el Reino medieval de León. John Keane, The Shortest History of Democracy, 2022. También: Amartya Sen, “Democracy and its Global Roots”, en New Republic, 6 octubre 2003.
[5] Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia? Taurus 2007, p. 301.
[6] Alexandre Devecchio, “Peuple”, en Front Populaire, Hors-Série nº 1, pp. 80-81.
[7] Denis Collin, “Considératons sur le déclin et l´agonie probable de la démocratie”. Krisis nº 50, septiembre 2020, pp. 85-96.
[8] Jean –Claude Juncker: “Il ne peut y avoir de choix démocratique contre les traités européens”. Entrevista en Le Figaro, enero 2015.
[9] Rodrigo Agulló, Disidencia Perfecta. La “Nueva derecha” y la batalla de las ideas. Áltera 2011, p. 226 y ss. Alain de Benoist, “La gouvernance, histoire et doctrines d´une idée liberticide”. Éléments por la civilisation éuropéenne, nº 124, primavera 2007, p. 32.
[10] Alain Deneault, La Médiocratie. Avec Politique de l´extreme centre et “Gouvernance”. Lux Éditeur 2016, p. 200.
[11] El término tiene sus antecedentes en el sistema colonial británico en la India, al designar la delegación de algunos poderes a los colonizados para racionalizar los costes de la gestión de la colonia (Alain Denault, Obra citada, p. 196).
[12] David Rockefeller en 1976: “de lo que se trata es de sustituir la autodeterminación nacional que se ha practicado durante siglos por la soberanía de una elite de técnicos y de financieros internacionales”. New York Times, 1 agosto 1976.
[13] Mireille Delmas-Marty, “Les nouveaux lieux et les nouvelles formes de régulation des conflits” (www.reds.msh-paris.fr), citado en: Madeleine Arondel-Rohaut, Philippe Arondel: Gouvernance, une démocratie sans le peuple. Ellipses 2007, p. 82
[14] Alain Supiot, Homo juridicus. Essai sur la fonstion anthropologique du droit (Éditions Le Seuil 20059. Citado en: Madeleine Arondel-Rohaut, Philippe Arondel: Gouvernance, une démocratie sans le peuple. Ellipses 2007, p. 83.
[15] Rodrigo Agulló, Obra citada. Áltera 2011, p. 203.
[16] Alain Deneault, Obra citada, p. 247.
[17] Guy Hermet, L´hiver de la démocratie ou le nouveau régime. Armand Colin 2007, pp. 199, 202-203.
[18] Sheldon S. Wolin, Democracy Incorporated. Managed Democracy and the specter of Inverted Totalitarism. Princeton University Press 2017, p. xxi.
[19] Rodrigo Agulló, Obra citada. Áltera 2011.