Se dice que la democracia es el “menos malo” de todos los sistemas políticos posibles. Lo cual podemos admitir sin demasiadas objeciones, aun asumiendo que la democracia no es el “gobierno del pueblo” y que el pueblo no ha gobernado, ni gobierna, ni gobernará nunca. Es preciso entonces identificar en qué consiste el “mínimum” democrático, el umbral a partir del cual puede empezar a hablarse de democracia.
El punto de partida de la política democrática es el poder instituyente del pueblo. Será democrático aquél gobierno que procede del pueblo, en el sentido de que responde a una elección popular y se somete periódicamente al veredicto de los ciudadanos. La idea de representación entra aquí en juego. Pero entonces surgen ya las dudas.
Si el pueblo ejerce su soberanía por medio de representantes ¿no deberían éstos someterse a un mandato imperativo? ¿Hasta qué punto debe el pueblo despojarse de su soberanía? ¿Son sus representantes verdaderamente representativos? ¿No forman parte de una aristocracia electiva? ¿De una casta tal vez? ¿De una oligarquía que no por ser liberal deja de ser una oligarquía?
Una sensación de desconfianza, apatía y creciente animadversión empaña la relación entre representantes y representados. La crisis de las democracias occidentales es hoy, ante todo, una crisis de la representación. Un síntoma del advenimiento de la posdemocracia.
Domesticar al pueblo
La idea de que la democracia es necesariamente representativa no es tan obvia como a simple vista parece. Su origen está en la asociación conceptual entre democracia y liberalismo, una identificación que tampoco tiene nada de obvia y sí mucho de problemática.
Si bien la democracia como término empírico (es decir, como descripción de un tipo de organización del poder) es muy antigua, como conjunto de ideales políticos es bastante más reciente que el liberalismo. El liberalismo se consolida como movimiento intelectual a comienzos del siglo XIX, mientras que la democracia, como conjunto de ideas asociadas a movimientos políticos reales, sólo lo hace a finales del siglo XIX o a comienzos del XX.[1] Hasta ese momento el peso ideológico de la democracia era, cuanto menos, secundario.
Recuperada en la época de la Ilustración, la palabra “democracia” tenía en el siglo XVIII una connotación negativa, y se asociaba a la idea de “gobierno del populacho”, a revolución y anarquía. De hecho, los “Padres fundadores” de los Estados Unidos se esforzaron en definir al nuevo Estado como una República y no como una democracia, marcando así distancias de una fórmula de la que abiertamente desconfiaban. Los revolucionarios franceses, por su parte, apenas hablaban de democracia y sí lo hacían (y mucho) de conceptos como “república”, “ciudadanos”, “soberanía”, “pueblo”, “libertad”, “nación”, “constitución”, “ley” y “patria”. Estos dos grandes procesos – las revoluciones “atlánticas” americana y francesa – marcan los orígenes del Estado liberal moderno, que históricamente se constituyó en una relación de oposición a la democracia. “Debido a su educación clásica y a su posición de clase (burguesa), la mayor parte de los revolucionarios consideraban que el pueblo es irracional y está sometido a las bajas pasiones y a los bajos instintos, lo que le hace potencialmente peligroso. Los procesos de elección tienen, por tanto, el objetivo de seleccionar una élite de “sabios” con la capacidad de domesticar los impulsos de la plebe”.[2] Como medio para evitar que el pueblo pudiera exprimirse directamente, la representación es, en su origen, el exacto opuesto de la democracia.[3]
Solamente hacia mediados del siglo XIX – en Estados Unidos con la presidencia de Andrew Jackson y en Francia tras la revolución de 1848 – comenzó a emplearse la palabra “democracia” para designar a los regímenes dotados de sistemas electorales. Se produjo entonces – como señala Gabriel Rockhill – una movilización estratégica del término “democracia”, orientada ahora a convencer al pueblo de que prestase su adhesión a las repúblicas elitistas, que básicamente mantenían su estructura oligárquica.[4] Gran parte de la derecha tradicional – originariamente adversa a la democracia como “ley del número” – se adhirió a esta idea de la “democracia representativa” como un mal menor. A partir de ahí la historia es conocida: la democracia instauró a comienzos del siglo XX su reinado en el ámbito de las ideas políticas, hasta adquirir el aura sacra de la que sigue gozando en nuestros días.
Pero no por eso la democracia moderna perdió del todo esa ambigüedad que era consustancial a sus orígenes, y que no es otra que la tensión entre el ideal de participación y la realidad de la representación. Cuanta más soberanía se delegue en los representantes, menos participación política tendrán los representados. Y cuanta más soberanía retengan los representados, menos “representativa” será la democracia.
Esta ambigüedad originaria quedó eclipsada por la transformación de una idea históricamente asociada al concepto de democracia: la idea de libertad.
“Libertad negativa” versus soberanía popular
En la antigua polis la libertad es ante todo libertad de participación. La libertad nace de la identidad de los individuos en tanto que son miembros de un pueblo dado, es decir, en tanto que son copartícipes de unos mismos orígenes. La libertad es ante todo libertad del pueblo, que a su vez deriva de la igualdad de derechos disfrutada por todos los hombres libres. Según esta concepción clásica “en un sistema democrático – escribe Alain de Benoist – los ciudadanos tienen todos los mismos derechos políticos, no en virtud de ningún aclamado derecho inalienable de la “persona humana”, sino porque todos ellos pertenecen a la misma comunidad nacional y cultural – es decir, en virtud de su ciudadanía. El principio fundamental detrás de la democracia no es “un hombre, un voto”, sino “un ciudadano, un voto”. El máximo de democracia no coincide con el “máximo de libertad” o el “máximo de igualdad” sino con el máximo de participación”.[5]
¿Era la democracia clásica una democracia iliberal?
Esta concepción clásica de la democracia se diferencia de la concepción liberal, donde el énfasis se pone no en el pueblo sino en el individuo. Esta segunda concepción es reflejada en la famosa distinción – formulada por Benjamín Constant y retomada en el siglo XX por Isaiah Berlin– entre la “libertad de los antiguos” y la “libertad de los modernos”. Una distinción fundamental para entender la actual evolución hacia la posdemocracia.
La idea de “libertad de los modernos” defiende una menor participación en la vida pública a cambio de una mayor libertad en la vida privada. La libertad consiste entonces en la limitación del poder en su relación con los ciudadanos; es decir, se trata de una libertad en sentido negativo. La libertad es ante todo “libertad de”, lo que es equivalente a “tener derecho a”. Por el contrario, la libertad de los antiguos era una libertad positiva: la “libertad para” participar en los asuntos públicos. Pero desde la perspectiva liberal esto es una tiranía disfrazada, puesto que el individuo permanece sometido a la tradición y al consenso de la comunidad. Lo que los liberales ofrecen (sin decirlo así) es en el fondo la libertad de no participar.
La exaltación de la “libertad de los modernos” (negativa) es un argumento lleno de trampas.
El triunfo de la “libertad negativa” sella históricamente el triunfo de las oligarquías liberales. Lo que tiene toda la lógica: así como la democracia está basada en la soberanía popular, el liberalismo se basa en los derechos del individuo. El liberalismo asume que a la mayoría de los individuos no les interesa la política y prefieren que sus representantes se ocupen de los asuntos públicos; de esta forma – razonan – la gente puede dedicarse a su vida privada. Esta delegación de soberanía equivale – como Rousseau se dio cuenta – a la “abdicación del poder del pueblo”.[6] El resultado final es que los elegidos asumen un poder auténtico, un poder que yace exclusivamente en sus manos, mientras que en un sistema de auténtica soberanía popular los elegidos se limitarían a expresar la voluntad del pueblo. La descalificación de la “libertad positiva” – por inútil, gravosa, utópica, etcétera – permite a las oligarquías liberales escamotear la soberanía popular. Pero no es ésta la única trampa.
Libertad negativa versus igualdad política
La noción de que la libertad se preserva limitando al Estado no fue inventada por los revolucionarios que crearon las democracias, sino por sus oponentes, con el objetivo de frenar los poderes redistributivos de la democracia política. La idea de igualdad es por tanto la segunda gran víctima de la “libertad de los modernos”. ¿Bajo qué argumento?
El énfasis en la igualdad – vienen a decir los liberales – ahoga la libertad en cuanto cercena la iniciativa individual, fomenta el conformismo y desincentiva la excelencia. Pero ese argumento es un “hombre de paja”. Es preciso, de entrada, diferenciar la igualdad política de su tergiversación espuria: el igualitarismo (lo mismo que no hay que confundir el progreso con el progresismo ni la libertad con el liberalismo). La igualdad política no apunta a una imposible uniformidad social, sino a la igualdad de oportunidades (también económicas) y a la igualdad ante la ley. Esta igualdad es una precondición para la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. Escribía al respecto el filósofo Cornelius Castoriadis: “es una tautología decir que la participación solo realiza la libertad si es igualmente posible para todos, no sólo en la letra de la ley, sino en la práctica social. Las dos nociones, libertad e igualdad, se implican recíprocamente”.[7] Pero la contraposición interesada entre ambas ideas permite justificar las desigualdades reales exacerbadas por el neoliberalismo, las mismas que dificultan la participación real en los asuntos públicos. Y ello por mucho que la igualdad formal esté reconocida por la letra de la ley. Pero convenientemente agitado por los liberales, el fantoche del “comunismo” – la idea de igualdad que aplasta a la libertad – obra aquí maravillas.
En el devenir histórico de la democracia, la “libertad de los modernos” no se impuso sin resistencias. Sufrió su mayor eclipse en la época de la “gran depresión”, que exigió una robusta intervención del Estado. Fue atemperada en sus efectos más negativos por la construcción del “Estado social” de posguerra. Sin embargo, en el plano teórico renació “con una venganza” en la época de la guerra fría. En su cruzada contra el despotismo soviético, los pensadores liberales – con Isaiah Berlin y Friedrich Hayek a la cabeza – impusieron la idea de que la limitación del poder del Estado es la mejor manera de defender la libertad.[8] Esta interpretación sigue siendo la predominante en nuestros días, lo que nos sitúa ya en el umbral de la posdemocracia.
¿Dónde esté el truco? La distinción entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos – escribe el politólogo francés Max-Erwann Gastineau – se ajusta mejor que nunca a las ambivalencias de nuestro tiempo. Hoy se considera “democrático” a todo Estado que incremente las libertades individuales – especialmente las que se refieren a los “estilos de vida” y a las cuestiones privadas – mientras se acusa de “autoritarios” a los Estados que se esfuerzan en preservar las libertades colectivas, a los que se oponen a nuevas transferencias de soberanía y a los que rechazan la atribución de más poder a los órganos no elegidos, tales como los Tribunales Constitucionales”.[9] Con esta majestuosa maniobra se desemboca en una redefinición de la democracia: democrático será a partir de ahora todo Estado que se dedique a inflar a sus ciudadanos de “derechos” de nuevo cuño (por absurdos o disparatados que sean) como quien arroja alpiste a las gallinas o pienso para el ganado; a cambio, claro está, de “barra libre” para las oligarquías reinantes. Democrático será a partir de ahora cualquier país que garantice las cabalgatas LGTBIQ+, los cuartos de baño unigender y la libre elección de sexo para los niños, aunque sus servicios sociales sean birriosos, aunque sus desigualdades sean intolerables, aunque la violencia policial campe a sus anchas, aunque albergue a la mayor población carcelaria del mundo.
Democracia bovina
La “libertad de los modernos” como corrección y superación de la “libertad de los antiguos” se construye sobre un razonamiento defectuoso que es preciso observar con lupa.
En la concepción clásico-aristotélica, la libertad positiva se orientaba a la búsqueda del “bien común” o de la “buena vida”; y eso es algo que según los liberales es potencialmente “totalitario” en cuanto parece evocar una concepción política y colectivamente determinada. Pero a ello cabe objetar: ¿acaso la concepción liberal no se presenta también como orientada a una forma de “bien común”? ¿cuáles son las decisiones legislativas, gubernamentales o judiciales que no se presentan a sí mismas como orientadas al bien común? ¿acaso éstas no responden a concepciones políticas, morales o filosóficas bien determinadas?
Guste o no guste a los doctrinarios del liberalismo, en materia de valores no hay sistemas de derecho completamente “neutros”. Cabe por tanto preguntarse en virtud de qué razonamiento se afirma que las invocaciones al bien común (por parte de una iniciativa popular, de una petición de referéndum o de un partido “populista”) son sospechosas de totalitarismo, y nunca lo son las decisiones de una instancia supranacional no democráticamente elegida.
El razonamiento liberal se sostiene sobre otra confusión: la de la felicidad con el bien común. Vienen aquí a la mente las perogrulladas de la Declaración de Independencia norteamericana sobre la “búsqueda de la felicidad”, lo que debe ser una cosa muy anglosajona (como decía Nietzsche: “el hombre no busca la felicidad, sólo el inglés hace eso”). Ahora bien – señala Castoriadis – “el fin de la política no es la felicidad, que no puede ser más que un asunto privado, sino la libertad o la autonomía individual y colectiva. Queremos la libertad a la vez por sí misma y también para hacer cosas. Pero una gran parte de esas cosas no podemos hacerlas solos, porque dependen fuertemente de la institución global de la sociedad. Lo que a su vez implica una concepción – aunque sea mínima – del bien común”.[10]
La desaparición del “bien común” – en el sentido clásico-aristotélico del término – hace que la política pierda su cualidad de productora de lo común, hace que pierda su cualidad aglutinadora, transforma a la política en un medio de visibilizar las particularidades individuales que (se supone) hacen a los hombres felices. Lo cual es una forma de despolitización. Porque la esencia de lo político reside en la construcción de lo común, que no en el reconocimiento de particularidades. Pero el reconocimiento de las particularidades es el nuevo sentido de la política posmoderna.[11]
¿Es posible salir de ese bucle?
Una repolitización de la esfera pública debería partir del reconocimiento de que la felicidad, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, no depende de nosotros (es preciso no confundir la felicidad con su búsqueda), mientras que la realización del bien común sí, y ello a través de la organización de la sociedad y de nuestra participación en la misma. La distinción que convendría recuperar no es, por tanto, la de la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, sino la de la búsqueda de la felicidad – un asunto estrictamente privado – y la búsqueda del bien común, para lo cual se requiere el concurso ineludible de la política.
Ahora bien, la “felicidad” siempre puede ser enarbolada para matar la participación y matar la política. ¿Cuál es la felicidad del neoliberalismo? La de unos ciudadanos sumisos pero atiborrados de derechos. El “derecho a tener derechos” se convierte así en el objetivo y contenido de la política. Se obtiene así la sociedad de los esclavos felices: la de los consumidores de soma en el Mundo Feliz (Huxley) o la de una granja con ganado bien cebado.
La democracia de los derechos del hombre
El “discurso sobre los derechos” marca el punto de inflexión por el que el liberalismo se apodera de la idea de democracia y la dota de un nuevo contenido. Se trata de una autodestrucción de los fundamentos de la democracia, en tanto que la soberanía del pueblo es sustituida por la soberanía del individuo. La democracia ha desembocado en un nuevo régimen: la “democracia de los derechos del hombre”. El autor que mejor ha descrito este proceso es, sin duda, el filósofo político Marcel Gauchet.
Las democracias europeas – señala Gauchet– se caracterizan por un “proceso de individualización” que es el vector principal del liberalismo. Durante los llamados “30 gloriosos” – entre 1945 y 1975 – los países europeos mantuvieron un equilibrio entre la dimensión democrática y la dimensión liberal, pero en los años 1970 ese equilibrio se rompió a favor de una hegemonía liberal renovada. A partir de entonces la democracia pasó a ser el reconocimiento de la primacía de la “sociedad civil” sobre el gobierno político, lo que a su vez implica aceptar que la única democracia posible es la democracia representativa. Una victoria póstuma de los doctrinarios liberales del siglo XIX.
“La consagración de los derechos del hombre es sin duda el hecho ideológico y político mayor de los últimos veinte años”, escribía Marcel Gauchet en el año 2000.[12] La hegemonía liberal se corresponde con la evolución cultural de occidente: el individualismo de masa arranca a la persona de su sentido de pertenencia, hace tabla rasa del pasado, rompe con toda idea de continuidad histórica. La idea del derecho se impone entonces como único vínculo social posible. El universalismo de los derechos se alza frente a los fundamentos históricos y políticos que los han hecho posibles. La democracia no quiere saber nada de su genealogía, y cambia de significado: si antes aludía a la potencia colectiva y a la capacidad de autogobierno, hoy se refiere únicamente a las libertades personales. “La piedra de toque ya no es la soberanía del pueblo sino la soberanía del individuo, definida por la posibilidad ultima de sabotear – si necesario fuera – la potencia colectiva. Con lo que, poco a poco, la promoción del derecho democrático conlleva la incapacitación política de la democracia. En una palabra: la democracia reina, pero cada vez gobierna menos”.[13] A medida que crecen las prerrogativas individuales, menos inteligible y coherente se hace el conjunto. El diseño global escapa a los ciudadanos, de forma que se agudiza el extrañamiento entre las elites y los pueblos.
Pero que nadie piense que la efervescencia reivindicativa y las pugnas por intereses particulares amenazan a las oligarquías reinantes. Todo lo contrario. A lo que asistimos es a una “oligarquización” creciente de nuestros regímenes. Las reclamaciones particulares aspiran, sí, a una porción del espacio público, pero dentro de un conjunto gestionado de forma indisputada por las elites. La democracia de los derechos del hombre es una democracia mínima, en el sentido de que el aumento de los derechos individuales se corresponde con una disminución del poder del conjunto.
Liberalismo coercitivo
Señalábamos arriba que el liberalismo nació como enemigo jurado de la democracia. La democracia se articula sobre la noción del “nosotros” y como principio de acción colectiva, según la regla básica de la voluntad de la mayoría. Pero la lógica del liberalismo individualista – basada en la voluntariedad individual – no es la del “nosotros” sino la del “yo”. El “yo” frente al “vosotros” y frente a la mayoría. Lo que no hace sino aumentar las facultades coercitivas del Estado. Nos encontramos aquí ante la antinomia más escandalosa del liberalismo.
¿Cómo garantizar la vis expansiva de los derechos individuales si no es a través de un Estado tutelar cada vez más coercitivo? ¿Cómo imponer una retahíla inacabable de derechos individuales – tantas veces absurdos, conflictivos, contradictorios e incompatibles entre sí – si no es a través de una mayor intervención legislativa, judicial y policial?
El liberalismo depende del Estado para imponer sus valores favoritos. Piénsese, por ejemplo, en las políticas de género, en el multiculturalismo forzado, en la promoción LGTBIQ en las escuelas infantiles. Entramos en una espiral de autoritarismo liberal. Sus objetivos son reeducar al ciudadano, crear un individuo artificial, aniquilar socialmente a quienes no comulguen con esa visión. “Los liberales no sólo se colocan por encima de los demás – escribe el filósofo polaco Ryszard Legutko– sino que nunca están satisfechos con el poder que tienen, pidiendo siempre más, presuntamente para mejorar las normas y contratar más guardias. No sólo quieren controlar los mecanismos de la gran sociedad, sino los de cada una de sus partes, desde lo más general a lo más específico. No sólo las acciones humanas, sino también sus pensamientos (…) El liberalismo trata más de la lucha política con sus adversarios no liberales que sobre la deliberación con ellos”.[14]
Con toda su palabrería sobre tolerancia y libertad, el liberalismo es intolerante y represivo. No reconoce la libertad de no ser liberales. Se presenta como un grupo de rebeldes frente un enemigo inmenso, pero dispone de todos los medios para reprimir a sus adversarios, a los que identifica una amenaza para la humanidad. Es la muerte del pluralismo.
Derechos a gogó
La extensión del dominio del derecho es la seña de identidad de la posdemocracia. Es el “deseo de lo penal” (Philippe Muray) como elemento distintivo de unas sociedades que “marchan implacables al paso de la Ley”. La democracia de los derechos del hombre tiene en los jueces a sus guardianes del templo. Asistimos a una auténtica “revolución silenciosa”: a la transformación del “Estado de derecho” – antaño un instrumento al servicio de la democracia – en un instrumento al servicio de una agenda ideológica.
Como decía Vargas Llosa ¿en qué momento se jodió el Perú?
Los orígenes de esta tortuosa evolución pueden rastrearse hasta el célebre jurista austro-americano Hans Kelsen (1881-1975) y su no menos célebre idea de la “pirámide de las normas”. Según Kelsen, todo Estado es, necesariamente, un Estado de derecho. Y sólo el juez está capacitado para interpretar esa pirámide normativa, en cuya cúspide se sitúa la Constitución (asunto en el que Kelsen difería de Carl Schmitt, que atribuía un papel al Jefe del Estado elegido por el pueblo). Consecuencia inevitable: más que como un contrapoder, el poder judicial se configura como el ojo escrutador de todo el sistema, como una auténtica “aristocracia de toga”.
Pero el cambio cualitativo tuvo lugar tras la segunda guerra mundial. Para evitar la subversión fraudulenta del sistema (el caso del nazismo estaba muy cercano) se estableció que los “valores fundamentales” (básicamente, los derechos humanos) deberían informar la interpretación y la aplicación de las normas. Con el paso del tiempo, estos valores o “libertades” fundamentales pasaron a incorporar un catálogo creciente de derechos, hasta llegar a la situación actual. El “Estado de derecho” se configura hoy como el bulldozer de todos los constructos ideológicos dominantes. El multiculturalismo forzado, los lobbies pro-inmigración y el wokismo norteamericano tienen en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en el Tribunal Europeo de derechos humanos a sus mejores aliados. “La democracia – señala el jurista francés Ghislain Benhessa – se ve reemplazada por el supermercado de las libertades y de los derechos fundamentales, del que los políticos son los gestores y los jueces los vigilantes implacables”.[15] La función del juez es mantener a raya los instintos no-liberales o plebiscitarios de la democracia, a través de la vigilancia judicial sobre el poder legislativo.[16] En esta nomocracia el poder ya no pertenece a los hombres sino a las leyes, olvidando que por encima de las leyes está – o debería estar – el elector. La justicia ya no se otorga en nombre del pueblo sino en contra de él.
Conviene tener en cuenta, además, otro factor. La primacía el derecho (rule of Law) es un ideal burocrático, no democrático. Eso es algo que en su día ya vio perfectamente Max Weber. “Una burocracia es esencialmente un sistema administrativo que opera de acuerdo a reglas fijas y previamente conocidas; es jerárquica y con áreas bien definidas de competencia. Por el contrario, la democracia como ideal político – y la democracia directa en particular – es anti-jerárquica e igualitaria. Aunque no sea explícitamente anti-normativa o anti-regulatoria, su razón de existir no es seguir las reglas previas – ni siquiera dotarse de nuevos conjuntos de reglas– sino tomar nuevas decisiones”.[17]
El principio de la democracia es dar la palabra al pueblo; el principio de la burocracia es dar el poder a quienes están cualificados para ello. Evidentemente, la burocracia tiene grandes virtudes y es insustituible para un correcto funcionamiento del Estado. Pero elevar la burocracia a principio normativo para todo el hecho social supone la muerte de la democracia. Con su concepción del hecho social como “colección de derechos”, los liberales están empeñados en ello.
Derechos a gogó: el “derecho a tener derechos” es una fantasía útil para el sistema. El afán de interpretar la política a través del prisma exclusivo de los derechos es el epicentro ideológico de la posdemocracia. “Cuanto más indefensos y aislados los individuos se sienten – escribe el filósofo político Raymond Geuss – con más fuerza se ven atraídos hacia una esfera imaginaria que les asigne ciertas competencias sin restricciones (…) Cuanto mayor énfasis pongamos en los derechos, más burócratas y abogados necesitaremos: los expertos en el discurso de los derechos que gestionan – en vez de nosotros – nuestro mundo y nuestras vidas”.[18]
Y así llegamos al poder “inmenso y tutelar, absoluto y detallado, dulce y previsor” del que hablaba Tocqueville. Es el poder paternal que se encarga de velar por que los hombres disfruten de sus placeres y no salgan nunca de la infancia.
[1] Raymond Geuss, History and Illusion in Politics. Cambridge University Press 2010, p. 110.
[2] Maxime le Nagard, “Démocratie, le Vrai-Faux”. En Front Populaire nº 9, junio-agosto 2022, pp. 10-11.
[3] Suele contemplarse a la Constitución americana de 1787 como el “Libro Sagrado” de la democracia. Pero esta Constitución fue, a juicio de no pocos historiadores, el resultado de un golpe contra-revolucionario dirigido a contrarrestar el “exceso de democracia” (expresión de Alexander Hamilton) de la revolución americana. Lejos de haber sido elaborada por “We the People”, la Constitución fue redactada por delegados cooptados entre las clases dominantes de las 13 colonias. Aunque el mandato original se limitaba a reformar los “Artículos de la Confederación” (1777) eso no impidió la elaboración de un nuevo texto. El objetivo – escribía en 1913 el historiador norteamericano Charles Beard – era “establecer un gobierno central fuerte que protegiera los intereses financieros de las elites”; entre ellos, asegurar el pago de los bonos de guerra acaparados por los especuladores tras el fin del conflicto. Los aspectos más democráticos fueron eliminados (tales como las elecciones anuales, límites a los mandatos, instrucciones a los representantes, control popular de la oferta de dinero) y se introdujo la elección indirecta del Presidente por un Colegio Electoral (lo que explica entre otras cosas la victoria de Trump en 2016, a pesar de haber perdido en el voto popular). Los derechos y libertades fueron añadidos posteriormente en las 10 enmiendas (Bill of Rights).
Un dato significativo: en la guerra de independencia la mayor parte de la población negra y los nativos americanos apoyaron a los británicos, al considerar que sus intereses estaban mejor servidos con el gobierno imperial que con las oligarquías coloniales (el paralelismo con las independencias iberoamericanas es en este punto inevitable). Daniel A. Sjursen, A True History of the United States. Steerforth Press 2021.
[4] Gabriel Rockhill, Counter-History of the present. Untimely Interrogations into Globalisation, Technology, Democracy. Duke University Press2017, pp. 73-74.
[5] Alain de Benoist, Democracia. El problema…y la solución. Ediciones Fides 2017, pp.139-140.
[6] Alain de Benoist, Democracia. El problema…y la solución. Ediciones Fides 2017, p.138.
[7] Cornelius Castoriadis, La montée de l´insignifiance. Les Carrefours du Labyrinthe 4. Éditions du Seuil 2007, pp. 275-276.
[8] Annelien De Dijn, Freedom, an unruly history. Harvard University Press 2020, pp. 340-345.
[9] Max-Erwann Gastineau, “Démocraties illibérales: à l´est, du nouveau. En Front Populaire nº 9, junio-julio-agosto 2022, pp.115.
[10] Cornelius Castoriadis, La montée de l´insignifiance. Les Carrefours du Labyrinthe 4. Éditions du Seuil 2007, pp. 287-288.
[11] Un asunto – las políticas del reconocimiento y de la identidad – magistralmente desarrollado por el filósofo político francés Pierre Manent en: Le regard politique. Entretiens avec Bénédicte Delorne-Montini. Flammarion 2010, pp.215 y ss.
[12] Marcel Gauchet, La démocratie contre elle-même. Gallimard 2002, p. 326.
[13] Marcel Gauchet, La démocratie d´une crise à l´autre. Éditions Cecile Défaut 2007, p. 39.
[14] Ryszard Legutko, Los demonios de la democracia. Tentaciones totalitarias en las sociedades libres. Ediciones Encuentro 2019, pp. 104-105.
[15] Ghislain Benhessa, “L´État de droit ou l´implossion de la démocratie”. En Front Populaire nº 9, junio-julio-agosto 2022, p. 16.
[16] Annelien De Dijn, Freedom, an unruly history. Harvard University Press 2020, p. 339.
[17] Raymond Geuss, History and Illusion in Politics. Cambridge University Press 2010, p. 122.
[18] Raymond Geuss, History and Illusion in Politics. Cambridge University Press 2010, p. 152.