El pasado 13 de junio, la Comisión Europea abrió un expediente sancionador a Hungría, Polonia y la República Checa por incumplir el plan de reparto de refugiados. Estas naciones forman, junto con Eslovaquia, el llamado “Grupo de Visegrado”, una alianza que se ha opuesto al diktat eurócrata desde sus inicios, por el claro temor a que UE se acabe convirtiendo en una suerte de URSS que arrase con la libertad de las naciones que la integran. En lo que concierne al asunto de los refugiados, los citados países han defendido siempre la idea de reforzar las fronteras, aumentar esfuerzos para atender a las víctimas en los países vecinos al conflicto (no traerlos a suelo comunitario) y rechazar la recepción de más refugiados de los que su capacidad puede soportar; sus propuestas han provocado un auténtico choque de trenes con las élites europeas, cuya política se presenta como radicalmente opuesta y que, en efecto, queda retratada en el citado procedimiento de infracción con el que los burócratas de Bruselas pretenden domeñar al disidente.
A pesar de todo, los de Visegrado no se arrugan y han decidido plantar batalla en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Y es que, en su artículo 4.2., el Tratado de Maastricht señala: “La Unión respetará la igualdad de los Estados miembros ante los tratados, así como su identidad nacional, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo referente a la autonomía local y regional. Respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad nacional. En particular, la seguridad nacional seguirá siendo responsabilidad exclusiva de cada Estado miembro”. Vemos claro que ningún organismo europeo es competente para inmiscuirse en la seguridad nacional de un Estado miembro… y resulta evidente que la entrada descontrolada de inmigrantes ilegales en el territorio es un asunto de esa naturaleza; no solo se demuestra que el Grupo de Visegrado (o Dinamarca, que se niega a restablecer el Tratado de Schengen y continúa con sus controles aduaneros) tiene razón, sino que deja a las claras la utilización torticera e interesada que de los mecanismos de la Unión hacen los eurócratas, con el único objetivo de imponer su voluntad sobre los Gobiernos democráticamente elegidos de los Estados miembros.
En Bruselas se han dado cuenta de que el órdago lanzado “les ha salido rana”, y no nos referimos sólo al enfrentamiento con el Grupo de Visegrado, sino, también, al mismo Brexit: en aquél referéndum, la imposición de la política de inmigración por parte de Bruselas influyó poderosamente en el electorado británico. Jean-Claude Junker, presidente de la Comisión Europea, se ha dado prisa en decir que “la solidaridad europea no puede resolverse en los tribunales” y que piden “una solución política inmediata”, como vulgares trileros que, viéndose pillados, recurren a la apología de la lágrima y los sentimientos humanitarios. Los mismos que jaleaban, por oscuros intereses torticeros, la intervención en Siria, el derrocamiento de Gadafi y otras tantas operaciones; en definitiva, los mismos que han provocado, con su acción u omisión, lo que la prensa denomina “crisis de los refugiados”, sueltan, con total desparpajo, fatuos discursos sobre solidaridad, caridad y humanidad.
Vladímir Bukovski, antiguo disidente soviético, ya había hablado de las similitudes entre la URSS y la Unión Europea, y no le faltaba razón. Durante todos estos años hemos podido comprobar cómo, aprovechando la recesión económica, los eurócratas han derrocado gobiernos, elegidos por las urnas y colocado a dedo a verdaderos tecnócratas en su lugar; hemos sido testigos de cómo han pisoteado la libertad y la soberanía de las naciones que componen el ente comunitario; hemos contemplado cómo ellos, que, no nos cansaremos de repetirlo, ni votamos ni podemos echar de su cargo, han acabado con el Estado de bienestar europeo, condenando a las clases medias y trabajadoras a una proletarización sin remisión; hemos visto de qué forma han atacado y ninguneado las identidades, culturas y creencias de los pueblos para implementar sus políticas mundialistas… en definitiva, hemos constatado cómo una élite de burócratas apátridas se ha hecho con el poder absoluto de Europa ante la pasividad y la complicidad de unos y de otros. Al igual que ocurrió a la Unión Soviética, la UE lleva en sus entrañas la semilla de su autodestrucción; acaso, no obstante, no haya que perder de vista lo que alguien ya se ha apresurado a señalar: “vuestra Unión Europea tiene sesenta años; nuestra Europa, cuatro milenios”. Otra Europa es posible.