Reflexiones a vuelacapa sobre la tauromaquia

Reflexiones a vuelacapa sobre la tauromaquia. Fernando Sánchez Dragó

No comprendo cómo los ecologistas pueden estar en contra de un fenómeno gracias al cual se han salvado extensos territorios de la agresión industrial. El ecosistema de la dehesa sobrevive en buena medida gracias a la ganadería brava. No entiendo cómo se puede discutir la lidia desde un punto de vista ecológico cuando debido a ella, aunque indirectamente, se han salvado de la destrucción tantas dehesas y marismas. Lo considero un despropósito y estoy convencido de que, más pronto o más tarde, los taurófobos, pese al fanatismo que los caracteriza, se darán cuenta de que no existe contradicción entre su actitud y la defensa del toro bravo, un ser vivo que no se extingue gracias a la fiesta sacramental que protagoniza. Todos sabemos que ese mamífero, máxima expresión del anima mundi que mueve el universo, es una creación artificial procedente del uro, ya desaparecido, pues su último ejemplar vivió en los bosques de Polonia hace alrededor de un siglo. Se trata del animal más hermoso del mundo, mimado, criado y perfeccionado mediante el cruce de sangres y los experimentos genéticos y genésicos. El toro existe porque existe la Tauromaquia y no al revés, y además de su interés ecológico proporciona trabajo a mucha gente.

Pasemos de la física a la metafísica… Lo que el toro bravo y el culto que lo sacraliza reflejan es la supervivencia de un mundo arcaico, perdido, recatado y basado en el principio filosófico del ser frente al tener. Cuando se cita de frente a un astado no hay bromas que valgan: eres. No tienes. Eres, recalco, o si desfalleces, desapareces, aunque en la actualidad ya no ocurra así. Ahora se juzga al torero por el número de corridas que torea cada año o por la cifra de trofeos que consigue. Es la irrupción de los mercaderes en el templo. Y es que, a diferencia de lo que sucedía en el mundo antiguo, el mundo moderno no gira en torno al ser, sino al tener. Y así nos va, porque éste es perecedero, o sea, efímero, y el otro no.

Por otra parte, y al mismo tiempo, en descargo de lo dicho, fuerza es reconocer que el fenómeno táurico no se circunscribe exclusivamente a lo que pasa en el redondel. El toro de lidia, como sujeto orgiástico y objeto eucarístico, participa en innumerables festejos populares y su confinamiento intramuros de las plazas es algo que arranca de los Borbones y de la Ilustración por ellos importada. La querella de los castizos y los ilustrados, datada anecdóticamente, pues venía de antiguo, en el siglo XVIII, es relativa, ya que los castizos eran, en realidad, tan ilustrados como quienes los criticaban. Lo Cortés, dicen en México, no quita a lo Moctezuma, aunque López Obrador y los necios que lo aplauden sostengan lo contrario. De hecho, a los afrancesados les chiflaba la fiesta de los toros, como ahora a los franceses, pero pretendían europeizarla sometiéndola al yugo de la razón. No querían que fuese una especie de happening, un despiporren, una macumba anarcoide desencadenada en las calles. En vista de ello decidieron recluirla en el ámbito amurallado de las plazas y no contentos con eso, poco a poco, fue codificándose el reglamento taurino.

En otras palabras: se militarizó la fiesta, se organizó incluso a toque de clarín, porque a los sectores biempensantes y barbilindos de la sociedad les daba miedo esa bomba de relojería permanentemente amartillada que era, y es, el sálvese quien pueda de los toros haciendo de las suyas en las calles. La encerraron, y lo que hoy llamamos fiesta nacional es, en definitiva, un sacramento dionisíaco militarizado, monitorizado, maquillado, codificado, vigilado, venido a menos y desprovisto de esa carga radioactiva que transforma, por ejemplo, una simple oblea de pan sin levadura en carne de un Hijo de Dios. No en balde se dice, y lo dicen muchos, conmigo entre ellos, que la corrida de toros es un remedo de la Crucifixión.

Sólo sobrevive el antiguo y profundo espíritu orgiástico, erótico y eucarístico de la celebración taurina en los encierros, donde la gente pierde la compostura, cae en trance, apuesta la vida y participa del desenfreno. Ahí no existe mezcla alguna de arte, deporte, espectáculo, ocio, negocio ni prensa rosa. Sin embargo, la americanización creciente que estamos sufriendo supone un serio peligro para tales usanzas. Uno de los ingredientes clave del american way of life es la obsesión jurídica y subsiguente corrección política, la omnipresencia y prepotencia de los picapleitos y sus trapisondas, las demandas por daños y perjuicios. Si el toro propina a un mozo metido en danza un arrimón durante el encierro y lo magulla, el barbián, listillo él, demanda al ayuntamiento de turno y le pide una indemnización no incluida en el presupuesto de los festejos. Y a renglón seguido, como las arcas municipales no dan de sí lo suficiente para afrontar ese gasto, el Concejo opta por prohibir los encierros o por suavizarlos hasta tal punto que pierden su naturaleza épica. No hay nada más ajeno al espíritu de la tauromaquia que el american way of life.

Pero no es ésa la única amenaza que ahora gravita sobre el arte de Cúchares. Ha desaparecido la figura del torero de cartel, que era torero dentro y fuera de la plaza, llevaba coleta y escenificaba la encarnación del héroe en la sociedad española. El matador viaja ahora en avión, siempre que las circunstancias del tráfico aéreo lo permitan, cuando antes iba por los pueblos en un viejo coche negro con la cuadrilla a cuestas. Cierto es que un lidiador moderno podría protagonizar una novela igual que en los tiempos de Hemingway, pero seguir en la actualidad a su protagonista es como seguir a un cantante, y no precismente de rock, o a un banquero. También ha desaparecido la mayor parte de las tabernas y de los restaurantes taurinos, esa parafernalia sensual que, en todos los sentidos, rodeaba la fiesta y convertía lo taurino en novelesco.

Mi taurofilia tiene mucho que ver con el carácter autobiográfico de mi producción literaria. En la primera novela que escribí (1960), Eldorado, hoy reeditada en Almuzara, hay todo un capítulo dedicado a describir una corrida en Málaga. El toro viene a ser el hilo conductor del ensayo Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España (1978) . El libro Volapié. Toros y tauromagia (1985) es una miscelánea que reúne cuanto he escrito sobre toros. Y otro título de inspiración taurina, El mundo por montera (correspondiente a un programa de radio llevado luego a la televisión) será asimismo el nombre del volumen en el cual recogeré toda mi obra sobre viajes. Al fin y al cabo, no soy un escritor de géneros claros. No me gustan las fronteras literarias (las geográficas, sí). Cuando escribo novelas, son novelas de ideas, autobiográficas, y cuando escribo ensayos, son muy narrativos y también autobiográficos.

La taurofilia creció en mí por tres caminos paralelos. Primero, el contacto con el toro en los encierros. En segundo lugar, como espectador en las plazas. Y tercero, a través de la literatura. Yo, que siempre fui un niño letraherido, empecé a leer desde muy pequeño a Ernest Hemingway, Henri de Montherlant y otros grandes autores que han escrito sobre la lidia. Quedé tan cautivado por ellos que llegué a pensar, cuando era adolescente, que para ser un gran escritor había que ser aficionado a la fiesta. Y en la medida en que Hemingway o Montherlant eran para mí escritores modélicos, yo los imitaba.

Secretos son los caminos del Señor: llegué a los toros por la lectura. Esa es la razón por la cual me resulta muy difícil deslindar ambos campos. Porque para mí, los toros son literatura y la literatura es toreo. Entre otras cosas, claro…

Y, por hoy, ya está bien. Arranque la temporada.

 

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