Título: “
”Autor: Sahra Wagenknecht
Sahra Wagenknecht contra la izquierda liberal
Vivimos tiempos de sospecha generalizada. La realidad está desenfocada, desordenada, intuimos que hay un marciano oculto en el armario entre los juguetes, pero no alcanzamos a distinguirlo: desconfiamos de los medios, recelamos de las instituciones, la izquierda ya no parece izquierda y la derecha no es tal. Unos lo llaman globalismo, otros posmodernidad y hay quien considera que estamos en la era del Kali Yuga. Pues bien, de entre todos los análisis que llevo leídos, pocos han sabido ponerle el cascabel al gato de una forma tan lúcida y certera como en Los Engreídos, libro de una política alemana de apellido endiablado, ojos hechiceros e inteligencia fuera de lo común: Sahra Wagenknecht.
Su visión de la sociedad alemana es holística, comprende que no se puede abordar la economía sin hablar de historia, ni de relaciones internacionales, ni de cambios culturales y demográficos, de manera que para analizar el presente recorre las transformaciones que ha sufrido la sociedad alemana en todos los órdenes desde la segunda mitad del siglo XX. Es también el suyo un discurso profundo y sutil, aunque tiene la elegancia de ahorrarnos citas innecesarias a filósofos o expresiones rimbombantes para impresionar al lector (no hay sitio aquí para núcleos irradiadores) anteponiendo la claridad en el estilo. Así mismo, por muy apegada que esté a su realidad nacional es interesante resaltar todo aquello que también puede ser aplicable a España, donde habría un considerable espacio electoral para este discurso si alguien con mando en plaza se diera por enterado, cosa que de momento no ocurre al ser la política aquí coto exclusivo de jetas y cantamañanas. Su tesis fundamental es una certeza que salta a la vista de quien sea mínimamente observador y que, sobre todo, no se deje marear por el griterío de la lucha facciosa en los respectivos circos democráticos: progresismo y liberalismo económico son las dos caras de la misma moneda.
Son muchos los ejemplos que pone (en nuestro ámbito no nos costará encontrar equivalentes) y entre ellos valga el de la multinacional Unilever, cuya marca de alimentación Knorr se vio en apuros en 2020 por vender la bautizada como «salsa gitana» que causó revuelo bajo las consabidas acusaciones de racismo. Al mismo tiempo una de sus plantas de producción en Alemania impuso bajo amenazas de cierre un nuevo convenio colectivo a sus 550 trabajadores con menores salarios, reducción de plantilla e imposición de trabajo los sábados. Pero esto último, como podrán imaginar, ya no tuvo eco mediático alguno ni alcanzó a indignar a ningún representante político. De manera que la izquierda tradicional que se preocupaba por esas cuestiones ha quedado obsoleta, marginada del discurso público, para ser sustituida por lo que Sahra denomina «izquierda como estilo de vida» o izquierda liberal, una cuyo epicentro no son las fábricas sino las universidades (en particular los departamentos de humanidades y ciencias sociales, muy influidos por las modas culturales estadounidenses), y cuyas preocupaciones son relativas a los estilos de vida, las cuestiones morales/culturales y los hábitos de consumo; ahora las cuestiones materiales son sustituidas por las lingüísticas, pasando así a escudriñar el idioma, tradiciones y cultura popular en busca de opresiones simbólicas. Los obreros de ayer con sus luchas sindicales se ven bajo un nuevo prisma: ya no son más que hombres blancos heteronormativos que emiten demasiado CO2 y deben revisar sus privilegios.
No hace falta ser muy listo para saber quién es el gran beneficiado de este cambio. Por eso, nos dice, «ya a principios del siglo XXI, el viejo neoliberalismo y la agenda política de los mercados desregulados y de los depredadores de beneficios habían perdido su apoyo social. Es muy probable que esta política no hubiera podido seguir desarrollándose sin el respaldo del nuevo liberalismo de izquierdas (…) Así fue cómo el egoísmo se convirtió en desarrollo personal, la flexibilización en diversidad de oportunidades, la destrucción de la seguridad en abandono de la normalidad y de la conformidad, la globalización en apertura al mundo y la irresponsabilidad con respecto a las personas en cosmopolitismo».
El liberalismo de izquierdas es, por tanto, un engendro híbrido que ha heredado el clasismo económico de unos y la arrogancia intelectual de los otros para volverse, como dice el propio título del libro, insufriblemente engreído: «la izquierda como estilo de vida suele vivir en una gran ciudad o por lo menos en una ciudad universitaria chic, pocas veces se la encuentra en lugares como Bitterfled o Gelsenkirchen. Está estudiando o ya tiene un título universitario y un buen nivel de lenguas extranjeras, está a favor del decrecentismo económico y come alimentos estrictamente biológicos. Los que comen carne rebajada, conducen un coche diésel y viajan a Mallorca en vuelos baratos le parecen un horror (…) viaja con enorme frecuencia y suele volar especialmente lejos, ya que la movilidad y el cosmopolitismo forman parte de su ADN. En su caso no se trata de turismo de chiringuito, sino de viajes formativos que ayudan a conocer otras culturas». Perciben su propio estatus privilegiado como superioridad moral y desde la atalaya de su condescendencia pretenden salvar a la clase trabajadora de sus prejuicios, su provincianismo y sus valores anticuados. Un perfil que en España también nos resulta sospechosamente reconocible…
Ahora bien, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Sahra se remonta a los orígenes de la revolución industrial, cuando los obreros tomaron conciencia de que debían unirse para mejorar sus condiciones de vida y el poder político reaccionó, por un lado represivamente, y por otro siguiendo aquello de Otto Von Bismark de introducir una ley en 1883 de subsidios por enfermedad y accidentes laborales para, decía él, «ganarse a la clase trabajadora o, mejor dicho, para sobornarla, de manera que considere al Estado como una institución social que se preocupa por ella y por su bienestar».
Tras una primera mitad del siglo XX extraordinariamente conflictiva, el consenso de posguerra en la República Federal Alemana pasó a ser el de una sociedad de clases medias equilibrada, donde las diferencias sociales eran mínimas y el esfuerzo permitía el ascenso social y una vida confortable. Este ideal, nos cuenta Sahra, promovía valores como la eficacia, la disciplina, el orden y la responsabilidad colectiva. La socialdemocracia y la doctrina social católica también enarbolaron la responsabilidad de los fuertes hacia los débiles, lo que permitió avances como los seguros sociales y un sistema fiscal progresivo, con el apoyo generalizado de las clases medias, «se vivió una época en todos los países occidentales en la que a casi todo el mundo, sobre todo a los trabajadores, las cosas le fueron mejor. Esa época acabó en la década de 1980».
En el Reino Unido, por ejemplo, tras cinco años de gobierno de Thatcher habían desaparecido un tercio de los empleos industriales y en el conjunto de su mandato se esfumaron el 80% de los empleos en la minería. Hubo varias causas que lo explican. Por un lado la demanda de bienes de consumo ya había alcanzado el punto de estancamiento cuando ya todo el mundo tenía coche, televisor, nevera, etc; la creciente automatización redujo la necesidad de mano de obra; se produjo, además, un proceso de externalización que sustituyó puestos de trabajo bien pagados y protegidos por convenios colectivos por otros más precarios (por ejemplo para 2008 habían aumentado las compañías de limpieza en Alemania en un 50% respecto a 1993 que sustituían al personal de limpieza propio de las grandes compañías); y, finalmente, tuvo lugar el proceso de globalización que, gracias a las mejoras en la comunicación, permitió trasladar las cadenas de producción a países del tercer mundo con mano de obra más barata.
Inmigración y Estado de Bienestar
Paralelamente a esos cambios tecnológicos, económicos y sociales se extendió un discurso por el cual, dice la autora, «el Estado ávaro y su inquisitorial sistema impositivo y de tributación se convirtieron en los nuevos enemigos. Las quejas de que mediante ellos se expropiaba a los más capaces para dar de comer a los vagos se convirtieron en parte integral de la nueva música. Al Estado no solo se le tildaba de agresivo e insaciable, también se le calificaba de fundamentalmente ineficiente». ¿Y qué fenómeno permitió ahondar en esta percepción cada vez más generalizada? Cómo ya podrán intuir, la inmigración masiva. Una de sus consecuencias —cuesta mucho a estas alturas creer que indeseada— es la disolución de lo común en un crisol de identidades, de manera que el trabajador promedio acaba teniendo la sensación de que paga impuestos para que se beneficie de ellos otro grupo con el que él nada tiene que ver, perdiendo así el Estado del Bienestar toda razón de ser.
En este sentido, el gran patrocinador ideológico de semejante proceso de desafección no es otro que la izquierda liberal, férrea defensora de la inmigración a toda costa al haberla convertido en un fin moral en sí mismo y, en lógica consecuencia toda reticencia pasa a ser intolerancia/chovinismo/xenofobia/racismo/fascismo. Dice Sahra: «si no hay nada común, tampoco hay bien común que justifique las actividades del sector público, por ejemplo, en la construcción de vivienda, en la asistencia sanitaria, en los servicios públicos o en el sistema escolar (…) salta a la vista lo mucho que se parece el relato del liberalismo de izquierdas al relato del neoliberalismo». Aunque explícitamente la izquierda liberal no quiera desmontar el Estado social, al convertirlo en un proyecto para minorías lo vuelve impopular. Su prioridad ahora es otra: «mientras que la izquierda tradicional representaba a los desfavorecidos, a las personas con pocas posibilidades de acceder a una buena formación y a las personas con pocos ingresos, la izquierda liberal se ha puesto del lado de los ganadores de los cambios sociales de las últimas décadas».
Recapitulemos entonces lo visto hasta ahora porque esta es una cuestión fundamental. Tenemos que la conversión de una economía industrial a otra de servicios trae consigo más precariedad laboral en especial para la población no universitaria, al mismo tiempo el Estado del Bienestar es recortado o pierde su razón de ser dejando desprotegido a ese mismo sector más vulnerable y, como a perro flaco todo son pulgas, la inmigración además empeora sustancialmente la calidad de vida de la mitad más pobre de la sociedad. Ahora tiene que competir con un gran flujo de población pobre por los puestos de trabajo menos cualificados (según algunos estudios, sus salarios disminuyen un 5% cuando la cuota de inmigración llega al 10%), por las mismas viviendas, pues los barrios de clase baja son los más expuestos a convertirse en guetos de inmigración y, por último, por unas ayudas sociales que en este contexto a ellos ya no les alcanzan.
¿Qué es lo que ese estrato de la población está haciendo ante este panorama? Abandonar a los partidos socialistas y democristianos tradicionales —pues vemos que ellos les abandonaron primero— para orientar su voto hacia partidos llamados de «ultraderecha». Sin embargo, recalca Sahra, este nuevo apoyo es condicionado y temporal, dado que los están votando más por cuestiones culturales que socioeconómicas: «cuando un partido de extrema derecha promulga mejoras sociales y se aleja del liberalismo económico, como el Rassemblement National de Le Pen, o cuando establece programas de carácter social como el PiS polaco, la tendencia [ascendente] se acentúa». De manera simultánea y en sentido opuesto, si los partidos de la antaño llamada izquierda quieren competir deben renunciar no solo a su liberalismo económico, sino al liberalismo cultural y su agenda progresista: «las personas no solo aspiran a la libertad y a la autonomía, sino también al reconocimiento, la pertenencia y la comunidad (…) es necesario un programa que conecte con sus intereses sociales, pero también con sus valores, ya que ambas cosas van unidas. Los valores comunitarios tradicionales no son retrógrados ni están anticuados, sino que son la base indispensable de una política orientada hacia una mayor igualdad social y una corrección de los resultados del mercado». No puede haber un «nosotros» del que preocuparse si se desdeña el patriotismo y la tradición, se fragmenta una identidad común y se desdibujan las fronteras. Nación y socialismo deben ir unidos (¡sin ánimo de escandalizar a nadie!).
Por eso aquellas fuerzas que se muestren contrarias a la agenda progresista y a la inmigración masiva verán su voto estancado si al mismo tiempo optan por un programa económico liberal. La razón es tan simple como que hay muchos más pobres que ricos y, como hemos visto, encima cada vez es mayor la diferencia. Esto Sahra lo ha entendido y por eso su partido ha logrado un crecimiento meteórico en tan poco tiempo, mientras en España parece que aún nadie (con relevancia política) parece darse por enterado. Pero tarde o temprano ocurrirá…