Reseña de «Torquemada. Una historia del Santo Oficio» de Iván Vélez

Torquemada. Una historia del Santo Oficio de Iván Vélez. Daniel López Rodríguez

Título: “Torquemada. El gran inquisidor. Una historia del santo oficio”

Autor: Iván Vélez

Editorial: La esfera de los libros, 2020, 264 págs.


En esta ocasión tenemos la enorme suerte de poder reseñar el flamante libro del conquense Iván Vélez: Torquemada. El gran inquisidor (La esfera de los libros, Madrid 2020), con motivo del 600 aniversario de su nacimiento. La obra sigue la línea de sus anteriores publicaciones triturando con rigor todas las horrorosas falsedades de la Leyenda Negra contra España que tanto daño ha hecho y sigue haciendo a esta nación.   

Fray Tomás de Torquemada (Thomas de Torracremada) es «la institución genuinamente negrolegendaria» de la Inquisición española, hasta el punto de que se ha hablado de España como la «triste patria de Torquemada» (pág. 213). Torquemada es un apellido «convertido en adjetivo» (pág. 233). «Torquemada, en definitiva, significa para el común crueldad, intolerancia y fanatismo religioso» (pág. 9), el «brutal rostro del Santo Oficio» (pág. 55). Se trata de un personaje que oscila entre lo legendario y lo histórico; o, mejor dicho, entre la patraña negrolegendaria y el rigor histórico, por el que obviamente toma partido Iván Vélez. Y por ello, más que una biografía de Torquemada el libro que reseñamos, como reza el subtítulo, es más bien una historia del Santo Oficio, ya que «poco sabemos del Torquemada real» (págs. 223-224).

Torquemada, que posiblemente sus antepasados fuesen judíos conversos, estuvo muy influenciado por la visión de la Iglesia que tenía su tío el cardenal Juan de Torquemada: «Ecclesia, no ecclesiae». Gracias al mismo el futuro gran inquisidor tomó sus hábitos en el convento dominicano de San Pablo de Valladolid, donde estudió teología y alcanzó el cargo de prior. Fray Tomás rechazó el grado de maestro que su provincia le ofreció y también el arzobispado de Sevilla, y prefirió irse  al convento de Santa Cruz de Segovia, que los Reyes Católicos colocarían bajo su patrocinio y le concedieron la condición de «real».

En el Reino de Castilla se impuso la Inquisición en 1478 con la bula del 1 de noviembre contra la «pravedad herética», «cuya malicia se extiende como el cáncer», Exigit sincerae devociones affectus del Papa Sixto IV. El inquisidor general era elegido por el Papa (al igual que los obispos), pero su presentación quedaba a cargo de los reyes. En su bula el Papa afirmaba que los reyes tenían la capacidad de escoger «tres obispos o superiores a ellos y otros probos varones presbíteros seculares o religiosos de órdenes mendicantes o no mendicantes, de cuarenta años cumplidos, de buena conciencia y laudable vida, maestros y bachilleres en Teología o doctores en Derecho Canónico o tras riguroso examen licenciados, temerosos de Dios, que vosotros creyereis en cada ocasión oportuno elegir en cada ciudad o diócesis de los dichos reinos» (pág. 93).

En principio, el objetivo de este tribunal era combatir las prácticas judaizantes de los judíos conversos al cristianismo (los «judeoconversos»). Una nueva bula emitida en 1483 hizo que la Inquisición real se extendiese a los reinos de la Corona de Aragón, incluyendo Sicilia (1513) y Cerdeña y también América (se fundaron tribunales en México y Lima en 1569 y en Cartagena de Indias en 1610). En Aragón reintroducir la nueva Inquisición resultó problemático, y lo que hizo Fernando el Católico fue resucitar la antigua Inquisición pontificia pero sometiéndola a su control, es decir, transformó la Inquisición pontificia (que estaba bajo autoridad papal) en la Inquisición real (que más bien estaba puesta al servicio de la corona).

La novedad de la Inquisición española con respecto a inquisiciones anteriores estuvo en la concesión que se hizo a los reyes de poder elegir a los inquisidores. El 27 de noviembre de 1480 Isabel y Fernando, los «reyes de las Españas», nombraron en Medina del Campo a los primeros inquisidores: los dominicos Juan de San Martín, bachiller presentado en teología, y Miguel Morillo, maestro en teología y prior del monasterio de San Pablo en Burgos. El 1 de diciembre se promulgó el edicto de gracia. El 6 de febrero de 1481 se llevó a cabo en Sevilla el primer auto de fe, que terminaría con la ejecución de tres conversos judaizantes. Tiene sentido que se empezase por el sur porque era zona con una gran cantidad de conversos, aunque en Castilla la Vieja los tribunales se fueron imponiendo casi al mismo tiempo.

El 11 de febrero de 1482 Sixto IV revocó los privilegios que el Papa otorgó a los reyes y nombró a ocho inquisidores adeptos a la orden dominicana, entre los que se encontraba fray Tomás de Torquemada, y de este modo se corregían los excesos de San Martín y Morillo y se pretendió abarcar todo el territorio del Reino de Castilla. Al ser nombrado los inquisidores de cada zona por el poder real, la corona pudo hacerse con el control de la Inquisición. Pero ante esto el Papa -dado los abusos que cometían San Martín y Morillo, que «procedieron de manera irreflexiva y sin ningún respeto al ordenamiento jurídico» (pág. 44)- lastró los planes de Fernando II, que contraatacó a su Santidad el 13 de mayo de 1482 escribiéndole desde Córdoba y señalándole, con un tono algo duro, que las decisiones que se tomasen en el Reino de Aragón debían contar con su «beneplácito y voluntad», porque el oficio inquisitorial requería el apoyo de la corona, y a su vez se quejaba de la desidia de los obispos a la hora de perseguir la herejía. A pesar de lo áspero de la disputa, Sixto IV llegó a un acuerdo con Fernando II y el 17 de octubre de 1483 Torquemada, que era confesor de la reina Isabel I, sería nombrado inquisidor general de Aragón con la misma potestad que gozaba en el Reino de Castilla, lo que le concedió la potestad de nombrar y cesar inquisidores. Torquemada se convirtió en «el arquitecto de la Inquisición» (pág. 64) estableciendo los primeros tribunales y redactando las instrucciones (aunque no fue el único redactor) que se promulgaron a fin de regirse el Santo Oficio el 29 de noviembre de 1484 en el convento dominicano de San Pablo de Sevilla.  Su coetáneo Sebastián de Olmedo lo elogió como «el martillo de herejes, la luz de España, el salvador de su país, el honor de su orden» (pág. 55).

Como señala Sixto IV en su bula, la Inquisición tenía como objetivos la preservación y exaltación de la verdadera fe y emic(es decir, desde la perspectiva de la dogmática cristiana del Sumo Pontífice y no eticdesde nuestras coordenadas ateas y materialistas) «la salvación de las almas de los infieles que habitan en dichos reinos» y la «ganancia del premio eterno de la bienaventuranza» (pág. 40).  

El sucesor de Sixto IV, Inocencio VIII, apoyó con ahínco la labor de Torquemada y cuando en 1486 sustituyó a los inquisidores de Valencia, Aragón y Cataluña, que fueron nombrados por los dominicos, el nuevo Papa le otorgó plenos poderes a Torquemada para que inquisitorialmente reorganizase la labor de la institución en aquellos territorios, liberándose así de someterse a los privilegios locales. Inocencio VIII concedió a los inquisidores la facultad de reconocer herejes sin la necesidad de la presencia de los reyes, y esto hizo que se fortaleciese la institución.

Torquemada, en su memorial a los reyes, tenía muy claro lo que había que remediar: «Y porque en estos vuestros reinos hay muchos blasfemadores renegadores de Dios y de los santos y asimesmos hechiceros y adevinos debe vuestra alteza dar forma como se castigue y que vuestros corregidores y justicias sepan el castigo que a los tales ha de dar y éste sin ninguna dispensación y pues tenéis leyes de vuestro reino sobre ello sin más que non facedlas las guardar» (pág. 189).   

Antes de fallecer, Torquemada, desde su retiro abulense, recomendó como su sucesor a Diego de Deza, que por entonces ocupaba la silla catedralicia de la diócesis de Jaén (antes fue obispo de Zamora y de Salamanca, donde conoció y trató en el convento de San Esteban a Cristóbal Colón).  

Torquemada murió en 1498, antes de llegar a cumplir 80 años, posiblemente aquejado de gota y de alguna afección neurológica degenerativa. Sería enterrado en el convento de Santo Tomás de Ávila, aunque posteriormente sería trasladado al interior de la iglesia donde se le puso la siguiente inscripción: «Hic jacet Reverendus P. F. Thomas de Turre cremata Prior sancta Crucis, inquisidor generalis Hujus domus fondator, obiit anno dimini MCDXCVIII, setembris» (pág. 92). 

Al morir Torquemada, Deza fue propuesto por el Papa Alejandro VI como inquisidor general de los reinos de Castilla, León y Granada.

A finales del siglo XVI y principios del XVII el jesuita Juan de Mariana en su Historia general de Españase refería en los siguientes términos a Torquemada: «Persona prudente y docta, y que tenía mucha cabida con los reyes, por ser su confesor, y prior del monasterio de su orden de Segovia» (pág. 214). Como señala Vélez, la figura de Torquemada empezó a deformarse a finales del siglo XVIII por influencia francesa (deísta e ilustrada).

Para el sacerdote apóstata afrancesado Juan Antonio Llorente, que fue protegido por la masonería en su exilio francés y que precisamente fue secretario general de la Inquisición española desde 1789 a 1801, Torquemada sólo fue un fanático al servicio del rey Fernando, y entre los dos a que la reina Isabel asumiese «ideas erróneas», que causó muchas muertes por «celo indiscreto» a la que fue arrastrada pese a tratarse de «una mujer de buen corazón y de entendimiento ilustrado» (pág. 217). En sus Anales de la Inquisición de España (1812-1813) decía sobre el gran inquisidor: «Torquemada fué desinteresado, austero y justo á su modo. Nunca quiso ser obispo, aunque pudo por lo mucho que lo estimaba el rey. Fundó el convento de dominicos de Ávila, su patria, donde fué sepultado. Su excesivo celo en el empleo de inquisidor general le produxo grandes pesadumbres y cuidados. Tres veces envió á Roma su compañero fray Alonso Badaja para defender su inocencia en calumnias que le formaron. La multitud de familias infamadas le atraxo enemigos poderosos públicos y secretos» (pág. 216).

El siglo XIX hizo que la imagen negrolegendaria de Torquemada (como la de toda la historia de España) se consagrase. Las plumas dedicadas al arte de exagerar lo malo y omitir lo bueno de la labor del gran inquisidor -leemos en el libro de Vélez- fueron las de Eugenio de Ochoa, Ventura García Escobar, Jerónimo Borao, Joaquín Maldonado Macanaz o Patricio de la Escosura, así como federalistas y republicanos como José María Orense, Ramón Chíes o Fernando Lozano Montes. 

Torquemada fue comparado con Tiberio, Calígula, Nerón, Marat o Robespierre (o, ya en nuestros días, es comparado directamente con Hitler y Stalin, e incluso con Franco y Pinochet). 

En 1886 -señala Vélez- Nicolás Salmerón llamó «Torquemada» a Cánovas del Castillo. El pasado 21 de octubre, con motivo de la moción de Censura organizada por Vox, Pedro Sánchez le dijo a Santiago Abascal: «Usted no ama la España de la piedad y la compasión a los indios de Fray Bartolomé de las Casas, usted lo que hace es amar la España tenebrosa de Torquemada». Ni que decir tiene que el fraudulento doctor es preso de la Leyenda Negra (como buena parte de la sedicente izquierda), y a su vez está imbuido en la leyenda dorada de fray Bartolomé de las Casas como benefactor de los indios, cuando lo cierto es que el autor de la Brevíssima relación de la destruyción de las Indias esclavizaba a los mismos.  

Sobre la Inquisición se han dicho toda clase de majaderías y exageraciones descabelladas y sin sentido. Una muy sonada es la que publicó en París Juan Antonio Llorente en su Historia crítica de la Inquisición (de cuatro volúmenes que se publicaron en París en 1817, cuya traducción al español se publicó en 1822). Allí el autor afirmaba que la Inquisición en 350 años procesó a un total de 341.021 de personas, de las cuales un 10% (31.912) fueron quemadas vivas, 17.659 quemadas en efigie y 291.450 penitenciados con penas graves (más los judíos y moriscos expulsados). Respecto al período de Torquemada Llorente afirma que fueron ejecutadas 10.000 personas y otras 100.000 sufrieron penas infames. Pues bien, he aquí la perla que soltó el ex secretario general: «Calcular el número de víctimas de la Inquisición es lo mismo que demostrar prácticamente una de las causas más poderosas y eficaces de la despoblación de España». Llorente no sólo exagera las víctimas mortales (aunque tampoco de manera descabellada, pues sostiene que fueron poco más de 45.000 muertos en 350 años), sino que obtiene unas consecuencias absurdas: ni más ni menos que la despoblación de España. Delirante.  

El historiador Ricardo García Cárcel calcula que durante esos 350 años unas 150.000 personas fueron procesadas y 3.000 ejecutadas. Joseph Pérez calcula que fueron 10.000 los ejecutados. Hay muchas lagunas en los fondos documentales y posiblemente nunca se sepa la cifra exacta, pero sin duda no son tan monstruosas como la Leyenda Negra ha tratado, y con mucho éxito, de hacer creer (y entre muchos de estos creyentes están los propios españoles y los hispanoamericanos, y así nos va).

La Inquisición ha sido distorsionada «desde la maniquea perspectiva ilustrada» y por ello España es vista como la «quintaesencia del fanatismo religioso» (pág. 14). No obstante, la Inquisición suprimió el judaísmo y el islamismo en España, y pudo abordar los escasos brotes de protestantismo que había. Fue un instrumento de cohesión religiosa (católica) y por tanto social y política (por tanto no se trataba de una cuestión racial). Es decir, la población no se dividió en disputas confesionales, como pasó en Europa, que sufrió una Guerra de Treinta Años (1618-1648) que acabó con la vida de 7 millones de personas (la fe los dividía, la muerte los unía) y arrasó el centro de Europa (fundamentalmente lo que actualmente es Alemania). La Inquisición evitó el avance de las herejías, y por ello contribuyó a la cohesión social y religiosa y, fundamentalmente, a la unificación de la nación histórica española mediante la persecución y juicio de judaizantes, moriscos que en privado islamizaban, luteranos, alumbrados, supersticiosos, posiciones heréticas, practicantes de la bigamia, ofensas al Santo Oficio y por otros motivos. La inquisición española era tanto religiosa como política y por ello no es fácil deslindar una cosa de la otra.

Asimismo, la Inquisición española, frente a las inquisiciones protestantes, guardaba unos principios mucho más racionales. Por ejemplo: si en la Europa protestante quemaban a las brujas porque las consideraban realmente poseídas por el diablo, en la España inquisitorial las condenaban a la hoguera porque las consideraban poseídas por una acusada imaginación, es decir, estaban locas. Para ello se moderaron los castigos y se evangelizaba a estas señoras.

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