Parece ser que está a punto de promulgarse la infame Ley de Memoria Democrática, antes Histórica. Quizá se haya promulgado ya. No lo sé. Asqueado por lo que ocurre y por lo que la prensa dice a cuento de lo que ocurre, he dejado de seguir su trayectoria. Pero el relato que sigue guarda relación con esa ley y con la estrategia de lobotomización totalitaria que se agazapa en su trastienda.
Vámonos al 17 de julio de 1936. Mi padre, Fernando Sánchez Monreal, director de la Agencia Febus, creada por el grupo Urgoiti al que pertenecen El Sol y La Voz, se entera en la cafetería de Las Cortes, a eso de las cuatro de la tarde, de que la guarnición de Melilla se ha sublevado. Andan por allí otros periodistas, pero sólo él sale como un galgo en pos de la liebre de la noticia, llega a su casa, donde le espera su mujer, embarazada de casi siete meses ‒yo aún no he nacido‒, y le comunica que al día siguiente, en cuanto amanezca, se irá en taxi hacia el sur para ver lo que allí pasa y para contarlo.
La noche será infernal. Mi madre le ruega que no se vaya, protesta, llora, patalea, lo increpa… Todo inútil. Mi padre es un periodista de raza e insiste en que el deber lo obliga a irse hacia el ojo del tifón. Para los hombres siempre es más importante el trabajo que el amor. En el ánimo de las mujeres suele pesar más éste que aquél.
Ninguno de los dos, entre lágrimas, reproches y remordimientos, pega ojo. A las siete de la mañana mi padre mete un par de mudas en un maletín, llama a un taxi, se sube a él, mientras mi madre lo maldice desde el mirador y vaticina que nunca conocerá a su hijo, y emprende un alocado viaje del que ya nunca regresará. Dos meses después lo encarcelan en la prisión de Burgos, adonde ha ido a parar tras recorrer hacia abajo y hacia arriba medio país, y sedicentes falangistas, que de falangistas tenían poco y de asesinos mucho, lo pasean en un desmonte cercano. Su cadáver sigue sin aparecer.
Pasan los días, las semanas, los años… Mi madre sigue fatal, salvaje y denodadamente enamorada del hombre que el 18 de julio de 1936 desapareció de su vida para siempre. A pesar de ello, de esa lealtad sin fisuras, de esa pasión sin desmayo, contrae matrimonio por segunda vez en 1944. No lo hace por amor, sino por cálculo y con resignación. No sólo está enamorada de su primer marido, sino que en su fuero íntimo y oculto está convencida de que no ha muerto, de que ha sido deportado, de que ha ido a parar a sabe Dios dónde, de que algún día regresará…
En 1944 estrenan en Madrid una película de Hollywood dirigida por Mitchell Leisen e interpretada por Olivia de Havilland y Charles Boyer. Tiene mucho éxito. Mi madre va a verla, es de suponer que acompañada por su nuevo novio y futuro padrastro mío, que es todo un caballero y que ignora o finge que ignora lo que el corazón de aquella mujer incuba. La película se ha rodado tres años antes, en plena guerra mundial, que sigue, pero tarda en llegar a España. Yo, más adelante, también la veré. Es un melodrama de amor. Se titula Si no amaneciera. Su trama es compleja. No voy a desmenuzarla aquí, pero en ella dirimen sus cuitas un hombre y una mujer que desean, con angustia, que no llegue el alba, porque saben que cuando el sol despunte su historia de amor terminará.
El parangón con la última noche que mis progenitores pasaron juntos en la misma cama donde yo había sido engendrado es evidente, inevitable, abrumador… Seguro que los dos deseaban que no amaneciera. Veinte años después Lucho Gatica pondría de moda una canción titulada Reloj, no marques las horas, que en 1958, no sé si por sintonía o sincronía, fue la banda sonora de mi propia noche de bodas. Doy por hecho que todo el mundo la conoce. Incluso los millennials. Los centennials y sus sucesores, quizá no.
«No más nos queda esta noche / para vivir nuestro amor / y tu tictac me recuerda / mi irremediable dolor. / Reloj, detén tu camino, / porque mi vida se acaba. / Ella es la estrella / que alumbra mi ser. / Yo sin su amor no soy nada. / Detén el tiempo en tus manos, / haz esta noche perpetua, / para que nunca se vaya de mí, / para que nunca amanezca».
Tal cual.
Siguen pasando los años. En 2001 muere mi madre. En su casa, que fue la mía, se queda a vivir mi hermano, fruto del segundo matrimonio. Veinte años después, hace unos meses, también él muere. Los armarios y la consola de mi madre siguen, en su mayor parte, intactos, dormidos, a la espera del príncipe que los despierte. Mi actual novia, que es, a sus veintiocho años, el vivo retrato de mi madre cuando ésta contrajo sus primeras nupcias, rebusca en los cajones de uno de los dos armarios de la alcoba conyugal y encuentra, escondido, arrebujado en la bisutería, en la lencería, en los pañuelos, en los rosarios y escapularios, una entrada de cine. En su anverso dice: «Película. 2’50 pts». Y en su reverso, con la característica letra picuda de colegio de monjas de mi madre, escrito a lápiz, se lee: «Si no amaneciera, 29 de septiembre de 1944».
La vida siempre encuentra su desenlace. No hay plazo que no se cumpla. Ese billete, enviado ahora desde el más allá, llegó hace siete días a mis manos, las del único hijo de Fernando Sánchez Monreal y Elena Dragó, setenta y tres años después de que aquel trágico día amaneciera…
Voy a enmarcarlo. Sacaré dos copias y las entregaré a mi hija Ayanta y a mi novia, que también las enmarcarán.
¿Memoria histórica? Sin duda, pero también genética, que no se puede manipular.