Sobre narrativas y discursos alternativos

Sobre narrativas y discursos alternativos. Ricardo Martín de Almagro

Fue leyendo “Madness and Civilization”, de Michel Foucault, cuando pude por fin empezar a entender el elemento más importante a la hora de desarrollar un imperio, a la hora de asentar una civilización y, sobre todo, a la hora de gobernarla. Dentro de esta obra, la cual descubrí gracias a una genial ponencia en la Universidad de Córdoba a costa de Sergio Navarro, pude encontrar las ideas que subyacen en lo que hoy se denomina (siempre con tintes conspiranoicos) “ingeniería social”. Es decir, cuál es la lógica que subyace en el juego de la manipulación para finalmente orientar a la sociedad hacia un determinado camino. Más allá de la cada vez más conocida “Ventana de Overton”, lo que procuro es traer la atención a la sutileza con la que nos domina en el día a día lo que se conocen como narrativas.

El concepto de narrativa se explica por sí solo. Es, a fin de cuentas, una narración que ofrecer. De igual manera que antaño los juglares daban voz a historias inverosímiles que pasarían de ficción particular a breviario popular, o se engrandecía la figura de un hombre al que elevaban hasta hacer mito; en la actualidad vamos a poder detectar quienes juegan el mismo papel que el del pregonero mayor. No es tan complejo como pudiera parecer y lo que más sorprende de esta herramienta es precisamente su sencillez y cómo, a la par de sencilla, resulta realmente útil en la labor constructora o demoledora que el narrador quiera llevar a cabo.

Así pues, uno de los mejores ejemplos que pude encontrar en mi adolescencia me lo ofreció un autor que cada vez está más de moda (lo cual no solo no es de extrañar, sino que resulta lógico). Éste es el británico Eric Blair, conocido artísticamente como George Orwell. Tal vez caiga en el error de acudir a una figura que está de moda o que es “mainstream”, como dirían los modernos, tan dados a los anglicismos. De su novela (mainstream) es la frase que cito: “Quien controla el presente, controla el pasado; y el que controla el pasado dominará el futuro”. Desgranando precisamente este enunciado vemos que aquello a lo que se refería el británico va más allá de un sistema educativo manipulador (como ejemplificaba con los hijos de los vecinos del protagonista de la novela, quienes llegaban a ser capaces de delatar a sus padres). Al enunciar esta frase, la lectura abarca más allá del contenido que en las escuelas se pueda ofrecer (que también es crucial para el devenir de las sociedades).

Afirmar que aquellos que controlan el pasado también dominan el presente y el futuro implica poner el foco sobre qué pasado se va a contar, haciendo que el conocimiento parcial de la Historia alinee el pensamiento del presente para moldear un futuro ideado, un horizonte al que se aspira. Es decir, la ingeniería social de Blair muestra una hoja de ruta para avasallar a las sociedades. Y las narrativas existen precisamente para que el relato oficial haga que sea la sociedad quién acepte y busque esa profecía autocumplida, una profecía autocumplida que ya está de antemano predefinida.

La narrativa se trata precisamente del arte de contar una historia, de ser un buen narrador que cautive a un público que absorto acude a la función y se evade de todo lo que exista más allá del plató de televisión. Precisamente uno de los más difíciles ejercicios de libertad radica en apagar para así cortar radicalmente con la narrativa. Ulises y las sirenas que cantaban son metafóricamente una ejemplificación del efecto de una narrativa, que si bien es seductora puede llevarnos a la renuncia misma de la razón. 

Por novedoso que pudiera parecer, aquí traigo el concepto de narrativa presentándolo como algo novedoso cuando realmente era Platón quien advertía de las sombras de las cavernas. Y junto a esas sombras, los sofistas les dan voz a las figuras para contar qué está sucediendo más allá de la caverna. Pero la verdad no está en dar por bueno el relato sofista, sino precisamente en ser consciente del sofisma para después considerar la alta posibilidad que más allá de las sombras exista un mundo alumbrado bajo un sol por descubrir.

Ignorando este último párrafo alegórico, nos conviene saber identificar los que hoy podríamos calificar bajo la etiqueta de sofistas, tanto por lo que dicen como por lo que callan. Es decir, identificar aquellos actores que en su día a día ejercen los papeles de moldeadores de la realidad a la que asistimos. Aunque, sin necesidad de señalar, la lucidez del lector le habrá hecho evocar en su mente a diferentes personajes públicos, desde periodistas hasta políticos que bajo un letrero se abrogan la titularidad de los órganos legislativos y administrativos.

Bien nos es conocidos por todos el caso de periodistas que, sabiendo los detalles de una determinada noticia son obligados a mantener el silencio al respecto con diferentes fines. Desde finalidades que aparentemente pueden parecer filantrópicas hasta otras que son puros intereses contrapuestos entre los intervinientes de una disputa en concreto. Uno de los casos más llamativos está precisamente en cómo hay detalles del brutal asesinato de las niñas de Alcasser que jamás se sabrán. Son varios los periodistas que han visto su carrera entera amenazada por conocer una información que no debe salir a la luz. A lo mejor precisamente porque esos datos secuestrados y omitidos puedan destrozar la narrativa que impera en España actualmente. Quién sabe si descubrir a ciertos responsables de determinadas esferas, actuando según lo dispuesto por un sistema de ideas o de creencias, puede tener la suficiente fuerza como para replantear y hacer venir abajo la narrativa buenista que impera en parte de Occidente en la actualidad.

Sin querer profundizar en la polémica del párrafo anterior, lo que traigo aquí a relucir es cuán determinante es el hecho de contar una historia. Y, tal vez, la clave para ser un buen gobernador sea precisamente el ser capaz de una buena historia, una historia que mantenga al público adherido a sus butacas, en tensión, expectante de qué deparará el siguiente acto. Da igual que llegue un hombre de Estado, guiado por nobles principios y elevados valores, y que bajo su mandato logre rescatar a una sociedad de su desgracia o de la barbarie. Basta con que más tarde (o simultáneamente) no le acompañe la narrativa que se imponga para que este buen hombre pase a ser recordado como alguien ruin, malvado o como se propongan los narradores relatar que fue. Porque, desgraciadamente, en el siglo XXI ya ha dejado de importar la verdad para ser relevante la narración. Ya pueda haber hechos objetivos o un legado visible, si la narrativa dominante ofrece una visión oscura de ese periodo, el buen hombre será recordado como el más vil de los tiranos. 

No importa la verdad objetiva, importa la verdad que el público quiera creer, y el público solo querrá creer la verdad oficial, la alineada con el poder. Esto se debe a un hecho: salirse de la narrativa supone señalarse como diferente a la comunidad, lo cuál empuja al borde de la calificación de “loco” o “conspiranoico”. Y estos adjetivos pueden llegar por hacer un ejercicio de razón tan simple como el plantear interrogantes, especialmente cuando éstos puedan hacer titubear a la versión oficial, la narrativa dominante.

Es más, salirse del discurso oficial conlleva el señalarse como opositor, ser parte de la verdadera oposición. Entrar en el juego de izquierdas y derechas es precisamente caer (de antemano) en la narrativa de un mundo que tiene que ser separado por posturas irreconciliables, una narrativa que fracciona a la sociedad para contraponerla contra sí misma. La narrativa disidente u opositora no será aquella que diga que la izquierda es mejor por X o que la que derecha es mejor por Y, sino que será precisamente aquella que centre la atención en el hecho fragmentario que trae consigo aceptar la división social en grupúsculos políticos. La narrativa alternativa será aquella que se centre en decir que esto no va de izquierdas o derechas, sino que precisamente va más allá de toda esta dicotomía.

Por eso, resulta conveniente en todo momento mantener activos los sentidos para tener el discernimiento despierto, de cara a poder analizar y cuestionar aquello que día tras día nos llega por los medios de comunicación y las redes sociales. Es necesario, más que nunca, que viviendo en un sistema que bombardea con información sepamos poner la pausa y estemos prestos a desconectar de cara a ver hasta qué punto dar validez a la narrativa sin hacerle un previo examen de razonabilidad.

El peligro que tienen las narrativas dominantes hoy día es, precisamente, que a base de bombardear a todas horas con la historia oficial, los individuos vendan su juicio y voluntad al mensaje que desde instituciones públicas y privadas lleguen. La materialización de este riesgo es que a base de aceptar la narración se acabe conformando un pensamiento único, un pensamiento que esté definido por una serie de patrones, de manera que el individuo lejos de su singularidad acepte la calificación dentro de los estereotipos a los que arrastre el oficialismo de la narración que el gobernador nos ofrezca. Y al decir gobernador no hago referencia únicamente a las caras visibles de un gobierno estatal o local, sino también a aquellos que sin dar la cara en atriles deciden la ruta que a su arbitrio la Humanidad debe seguir, es decir, la sinarquía o plutocracia que en cada momento histórico ostenten el poder.

Resulta conveniente ejercitar el discernimiento de manera imperiosa y urgente. No se trata de procurar desarrollar una narrativa nueva o alternativa a la oficial, sino de hacer al individuo consciente de que las narrativas son tan reales como la vida misma. No por procurar desestructurar a las ideologías (que también), sino por ayudar al hombre a dar un paso más hacia la verdadera libertad. Esa libertad que por contraponerse a los estándares de la posmodernidad, se ve más amenazada que nunca por la pinza que el oligopolio mercantilista liberal forma con la figura del cada vez más leviatánico Estado.

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