Pedimos disculpas al lector por la densidad de este escrito. Muchas de las afirmaciones vertidas en él, deberían ser justificadas y desarrolladas. Pero no hemos pretendido desarrollar un trabajo extenso, sino presentar lo que sería un esquema para un posterior estudio de la relación entre la vida interior y la vida política. Y cómo el impedimento de la primera, acaba imposibilitando la segunda.
Soledad y aislamiento: el ciudadano masa
La caracterización de la sociedad de masas, tal y como proponía Gustave Le Bon, como un fenómeno anulador de la conciencia, violento e inestable, es hoy en día insuficiente. La aparición del individualismo propio de la sociedad de masas, sólo pudo producirse tras poderosos cambios sociales, ideológicos, psicológicos y relacionales. Erich Fromm se plantea una comparativa entre la psicología del hombre medieval -donde “el individuo nunca se sentía solo”- y la del hombre moderno. En la Edad Media, debido a la ingente red de corporaciones, el hombre siempre pertenecía a un grupo o cuerpo social que lo acogía y protegía. Sin embargo, con la modernidad: “El sistema medieval quedó destruido y con él la estabilidad y la relativa seguridad que ofrecía al individuo”[1]. Peor aún, continúa Fromm: “Esta falta de conexión con valores, símbolos o normas, que podríamos llamar soledad moral, es tan intolerable como la soledad física”[2].
La soledad moral, propia de nuestros tiempos, ha sido caracterizada de muchas maneras. Zygmunt Bauman nos propone, por un lado, que el individuo abocado a ella, no puede librarse de un miedo e incertidumbre que le hace anhelar la vida comunitaria: “Los solitarios asustados, sin comunidad, seguirán buscando una comunidad sin miedos”[3], que nunca encontrarán. Por otro lado, la soledad y el individualismo propician un falso sentimiento de libertad que reduce la sociedad a “una agrupación de individuos libres pero solitarios, libres para actuar pero que no tienen voz ni voto sobre el ambiente en el que actúan”[4]. Por último, a esta nueva “especie” de seres humanos los denomina “individuos monádicos” ya que: “se han convertido en mónadas porque sienten que las redes de vínculos que los hacían formar parte de las `grandes totalidades´ se han desintegrado una por una”[5].
Hemos de entender que el individualismo implica una forma especial de aislamiento, la soledad espiritual, que no es incompatible con la presencia y contacto explícito entre los individuos. Al respecto, una percepción de este fenómeno la expone Elias Canetti en Masa y poder. Parecería que una de las dinámicas propias de la sociedad individualista sería lograr un “distanciamiento social” o aislamiento físico ya que por naturaleza, el hombre tiene miedo compulsivo a ser tocado por un extraño. Sin embargo, Canetti propone que la masaes la única realidad en la que este miedo se invierte: “Solo en la masa el hombre puede ser redimido por el miedo a ser tocado […] Desde el momento en que nos abandonamos a la masa, no tenemos miedo de ser tocados”[6].
Por tanto, el gregarismo o el encuentro social masificado son perfectamente compatibles con la soledad. Igualmente, el hecho de estar aislado físicamente, no necesariamente conlleva el aislamiento mental o moral. Este es el argumento de Fromm, cuando afirma que un hombre en medio de una multitud puede encontrarse sólo al no participar de los valores y principios de los que los rodean. En cambio un prisionero aislado en su celda puede sentirse unido espiritualmente a una comunidad con la que comparte su cosmovisión de la existencia[7]. En ese sentido el hombre estaría desarraigado[8]de una realidad comunitaria, donde: “Sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración mental”[9]. Esta desintegración mental es uno de los requisitos de la aparición de las masas como sustituto de la vida espiritual y política y exige previamente la transformación de la naturaleza del lenguaje.
Voz y palabra: el fundamento de la vida espiritual y social
Conviene recordar la famosa reflexión de Aristóteles en la Política, cuando afirma que la vida social sólo es posible porque el hombre tiene palabra, a diferencia de los animales que sólo tienen voz. Mientras que el animal se comunica con el mundo a través de la voz, que da razón del placer y el dolor; el hombre lo hace por la palabraque le permite juzgar sobre el bien y el mal. La sociabilidad necesita de la palabra, al igual que la vida espiritual. Conviene aquí realizar una distinción respecto a la soledad y la relación del hombre con el mundo que le rodea. Dumont, en una reflexión aplicable incluso a la ascética cristiana, propone que: “El hombre que busca la verdad última abandona la vida social y sus constricciones para consagrarse a su progreso y destino”[10]. De tal forma que: “La distanciaciónrespecto al mundo social es la condición indispensable para el desarrollo espiritual individual. La relativizaciónde la vida en el mundo es el resultado inmediato de la renuncia al mundo”[11].
Podemos distinguir, pues, dos formas de soledad. Una supondría una vía de perfección para el individuo en la medida que el distanciamiento la sociedad le permite trascenderla; la otra soledad, sería más bien un encogimiento interior, una expresión del pánico que produce la confrontación con la realidad y la relación con otros hombres. Esta segunda forma de soledad está intrínsecamente unida al individualismo moderno. Así, podríamos confrontar la vital soledad del ermitaño, con la agónica soledad del habitante de una gran urbe. Este último, aunque viva inmerso en un mar de medios de comunicación, información y entretenimiento, no podrá llevar una vida interior ni una verdadera vida comunitaria.
Garrigou-Lagrange, en la introducción de su obra Las tres edades de la vida interior, define que: “la vida interior […] es una forma elevada de la conversación íntima que cada uno tiene consigo mismo, en cuanto se concentra en sí, aunque sea en medio de un tumulto de las calles de una gran ciudad”[12]. Esta conversación intima es lo que permitirá al hombre acabar conversando con Dios, germinando así la vida espiritual. Santo Tomás denomina esta facultad del alma como verboo palabra mental[13], o es el hombre interioral que se refiere San Pablo[14]. La actual falta de hábitos de conversación interior -con uno mismo o con Dios- lleva a que el diálogo con los hombres pase a ser mera comunicación y no transmisión de lo pensado. Por eso en el lenguaje moderno hay algo de mecanización y repetición de códigos[15].
Todo sistema de poder secularizador, por tanto, necesariamente tiene que eliminar la palabra e intentar que el lenguaje se reduzca a comunicación, esto es, a voz. Entendemos por comunicación la mera respuesta cuasi mecánica a determinados códigos recibidos. Giorgio Agamben, comentando en unos seminarios la carta de San Pablo a los Romanos, avisa de que se está produciendo en la actualidad: “la alienación del lenguaje mismo, [y] de la misma naturalidad lingüística del hombre”[16]. El paradigma del “Homo Sacer” que nos propone en su extensa obra, permite entender mejor nuestros tiempos. Una de las claves parte de la distinción aristotélica entre zoé(vida animal) y bios(vida social). Propone que la política moderna pretende apropiarse de lo animal en el hombre e integrarlo en vida política, para sustituir la bios. A este hecho lo denomina la “nuda-vida”[17]y será el fundamento del ejercicio del biopoder foucaultiano. Esto es, el hombre deja de ser considerado un sujeto político, para transformarse en un viviente estructurado por lo “político”[18]. Por eso: “La asunción de parte del poder de la nuda vidacomo objeto político, tuvo, además, también consecuencias en el ámbito del lenguaje. La nuda vida […] está marcada no solamente por el aislamiento, es decir la soledad, sino también por el mutismo; ya que no está cruzada por la palabra y por el convenio que uno podría esperar encontrar en la dimensión política”[19]. En resumen, la vida espiritual y comunitaria muere en detrimento del ejercicio del biopoder.
Miedo y risa: las estrategias del biopoder
Hemos mencionado al principio el miedo ancestral a ser tocado por un extraño. Un miedo que sólo se exorciza plenamente al constituirse la masa. La masa en cuanto “nuda vida”, organizada por el poder debería ahuyentar los miedos individuales. Pero, por el contrario, una de las estrategias del biopoder es tener un control sobre los miedos. Si para Aristóteles la sociedad sería imposible sin la palabra y la amistad, para la modernidad será el miedo y su forma de transmitirse el fundamento de la sociedad: “Quien tiene miedo -afirma Luhmann-, le asiste moralmente la razón […] así, cuando el miedo se comunica y no puede rechazarse en el proceso de comunicación, gana una existencia moral”[20]. De este modo, con el miedo surge una “moral” fundada en el “interés común” de reducir al mínimo los riesgos y vivir libres de miedos. En resumidas cuentas, Niklas Luhmann advierte que el miedo es el único principio unitivo de las sociedades modernas. Cuando el miedo es el principio que tiene una validez absoluta, todos los demás principios se vuelven relativos. De ahí que ante el carácter fundante y apriorístico del miedo, Luhmann tenga que recurrir al concepto de riesgo[21].
Ante el miedo, la sociedad sólo puede construirse bajo el criterio de inclusión establecido por la “normalidad”, estandarización, nivel económico y capacidad de consumo, entre otras imágenes del ideal de bienestar. El pavor a ser excluido[22], genera una constante incertidumbre que se retroalimenta: “en el corazón de la vida política anida un profundo e insaciable deseo de seguridad: y actuar a partir de ese deseo produce una mayor inseguridad aún”[23]. Así, la psiqué individual debe evacuar de alguna forma la incertidumbre. Una forma de hacerlo sería el humor y la risa. Pero ésta agoniza, como sentencia Lipovetsky: “el individuo ya no necesita manifestarse a través de la risa”[24]. Por eso, el humor es sustituido por el cinismo. Si bien la risa es una manifestación de la sociabilidad, el cinismo lo es del individualismo narcisista. Y la aparición de este es una demostración de la disolución de la Polis. Por eso, no es coincidencia que la escuela de los cínicos apareciera en plena descomposición de la comunidad ateniense[25].
Podríamos encontrar miles de ejemplos de la aparición del cinismo en la literatura del siglo XX. Proponemos como paradigma el personaje de Jean Baptiste Clamence, protagonista de La caída(La Chute) de Albert Camus. Es una exposición de las consecuencias del aislamiento psicológico en una sociedad donde se hunde el sistema de valores cristianos. El resultado es el cinismo como única terapia autodestructiva. Clemence, en un momento dado, afirma: “Nunca llegué a creer profundamente que los asuntos humanos fuesen cosa seria […] No tenía ni idea de dónde estaba la seriedad de todo aquello, salvo que no estaba en lo que yo veía, que únicamente me parecía un juego divertido o inoportuno”[26].
Qué lejos queda la virtud romana de la “gravitas”, que implica una actitud recia (constantia) en lo social (honestum), una dignidad en la postura en las acciones y las palabras (decorum). Esta gravedad ante la vida comunitaria y trascendente no excluía la risa o alegría festiva ante la vida. Santo Tomás rescató de Aristóteles una de las virtudes expuesta en su Ética a Nicómaco: la eutrapelia. El Aquinate considera que: “el juego es necesario para el desarrollo de la vida humana”[27]. Pero no sólo en cuando vida individual, sino como fundamento de amistad. El significado de la eutrapelia puede extenderse a esa virtud necesaria para que la amistad sea festiva y dulce; fruto de la agilidad espiritual para volverse hacia las cosas bellas y joviales, sin perder la seriedad y la rectitud moral. Por eso, el cinismo, falso sustituto de la eutrapelia, mata la amistad e imposibilita la sociabilidad.
Autoridad y autoritarismo: el estado de excepción permanente
Sólo sobre una comunidad política se puede ejercer la autoridad. El autoritarismo, en cambio, tiene como sujeto propio el individualismo. Como señalaba Hannah Arendt: “La soledad, el terreno propio del terror, la esencia del Gobierno totalitario, […] está estrechamente relacionada con el desarraigo y la superficialidad”[28]. Por eso Bauman, también reafirma que: “En lugar de hablar de `alienación´, deberíamos hablar hoy de `desarraigo´”[29]. Este desarraigo se produce en todos los niveles de la existencia. Ya vimos cómo Agamben avisa de que el lenguaje ha quedado desarraigado de la realidad y transformado en un sistema de comunicación para coordinar las acciones individuales desde el poder; o cómo la vida animal -zoé- queda desarraigada de la naturaleza y controlada por el biopoder.
Pero también se produce un desarraigo más profundo al separarse la política de la naturaleza de la vida comunitaria. Ello depende de la capacidad del poder de establecer una ley absolutamente arbitraria (no relacionada con un orden natural) y de determinar quién está excluido de lo social. Con otras palabras, quién está “fuera” y quién está “dentro”. Es evidente que Agamben bebe de Carl Schmitt, quien defiende que el soberano es el que puede establecer quién es el “amigo” y quién el “enemigo”. Pero, sobre todo, sabemos quién ostenta el poder porque es el que puede decidir sobre el “estado de excepción”.
Agamben retoma esta idea y la lleva hasta sus últimas consecuencias. El soberano es el que, representando la máxima expresión de la ley, es capaz de suspenderla. La paradoja es que es la ley la que suspende la ley, creando un espacio de indefinición donde el poder podrá actuar. En este espacio se produce la llamada “inclusión-exclusión”. Si Schmitt pensaba que el estado de excepción permitía establecer una frontera entre amigo y enemigo. Para Agamben, en el estado de excepción es una “realidad” donde lo político puede modular lo que se le escapaba de su alcance por la naturaleza. Por eso, afirma: “la pareja categorial fundamental de la política occidental no es la de amigo–enemigo [como lo era para Schmitt], sino la de nuda vida–existencia política, zoé–bios, exclusión–inclusión”[30]. Este espacio de indefinición se irá ampliando cada vez más culminando en la máxima expresión del totalitarismo. Es decir, el estado de excepción no es una estrecha frontera que legaliza lo ilegal momentáneamente, sino que se convierte en un estado permanente donde en cualquier momento se puede aplicar la excepcionalidad. Ahí ya no se puede distinguir lo natural y lo político, entre la vida y la norma, el hecho y el derecho o entre vida biológica y vida política. Este sería el triunfo total del biopoder[31].
Se manifiesta este autoritarismo cuando el estado de excepción llega a convertirse en la regla y norma de una vida política nihilista[32]. En Homo sacer, el nihilismo es definido como el verdadero poder cuya estructura es “vigencia sin significación”, es decir, la ley se sustenta en su pura forma, más allá de su contendido. Es una ley que se presenta en forma de no-ejecutabilidad, pero que potencialmente siempre se podrá ejercer excepcionalmente como “normalidad”. Todo esto se sustenta, en la medida que -siguiendo la escuela de Derrida y otros posestructuralistas- se niega que tras el lenguaje pueda existir una conexión con la realidad. O mejor dicho, no hay lenguaje porque no hay realidad[33].
Volvemos así al principio de esta exposición. Para el pensamiento aristotélico-tomista el lenguaje es la expresión de la realidad captada por el entendimiento y la condición de la espiritualidad y sociabilidad del hombre y de la comunidad política. En ella podrá florecer la amistad, la eutrapelia, la virtud y el bien común. En la posmodernidad, la lógica de la autonomía de lo estructurado por el poder, sin fundamento en la naturaleza de las cosas, sólo puede llevar al autoritarismo. Este se presenta bajo forma de perpetua excepcionalidad, incertidumbre y nihilismo cínico. Vivir se convierte en un “sobrevivir”[34]sin esperanza.
[1]Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona, 2000, p. 74.
[2]Ibid., pp. 39 y s.
[3]Zygmunt Bauman, En busca de la política, FCE, Buenos Aires, 2001, p. 22.
[4]Ibid., p. 175 y s.
[5]Ibid., p. 75.
[6]Elías Canetti, Masa y Poder, Muchnik Editores, Barcelona, 1981, p. 4.
[7]También es del mismo parecer Hannah Arendt. Cf. Los orígenes del totalitarismo, Santillana, Madrid, 1998, p. 705.
[8]El concepto de desarraigo nos permite también captar otra de las dimensiones del individualismo: Rafael Gambra sentenciaba que por el desarraigo: “pierde el hombre el bien más profundo, aquello que constituye propiamente su existencia de hombre: el lazo misterioso y cordial con las cosas del mundo por el que éstas se hacen valiosas para él y otorgan arraigo y sentido a su vida. El empobrecimiento de la personalidad, la trivialización de los deseos y la masificación humana son sus consecuencias visibles”, Rafael Gambra, El silencio de Dios, Buenos Aires: Librería Huemul, 1981, p. 176.
[9]Erich Fromm, Op. cit., p. 39.
[10]Louis Dumont, Ensayos sobre el individualismo, Alianza Universidad, Madrid, 1987, p. 37.
[11]Ibid., p. 38.
[12]Réginald Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Desclée, Buenos Aires, 1944, p. 2.
[13]El Verbo o Palabra sólo puede decirse propiamente de la segunda persona de la Santísima Trinidad, pero de modo imperfecto se puede aplicar al hombre en diferentes formas. Cf. Suma teológica q.34, a. 1, Respondo.
[14]Cf. Rom. 7, 21.
[15]Lo que se ha venido a llamar “lenguaje políticamente correcto”, sería una manifestación de este fenómeno.
[16]Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos, Trotta, Madrid, 2006, p. 66.
[17]“Aquello que llamo nuda vida es una producción específica del poder y no un dato natural”, Giorgio Agamben, Homo sacer, II, I, Hidalgo editora, Buenos Aires, 2004, p. 18.
[18]En este caso, utilizamos el término político, no en su sentido clásico aristotélico (como fundamento de la politeia), sino en su sentido moderno como ejercicio del poder en cuanto forma de dominación propia de la posmodernidad. A lo largo del artículo, debemos distinguir cuando se utiliza el término “poder” en su sentido clásico, potestas, o bien cuando es usado por en su sentido posmoderno como dominio arbitrario sobre sujetos sustraídos de su vida comunitaria natural.
[19]Jacopo D’Alonzo, “El origen de la nuda vida: política y lenguaje en el pensamiento de Giorgio Agamben” en Pléyade,12, julio – diciembre (2013), p. 105.
[20]Niklas Luhman, “Ökologische Kommunikation. Kann die moderne Gesellschaft sich auf ökologische Gefährdungen einstellen?” en Wetsdeutscher Verlag, Opladen, 3, Aufl age., pp. 244-245., cit. en Marco Estrada Saavedra,Protesta social: tres estudios sobre movimientos sociales en clave de la teoría de los sistemas sociales de Niklas Luhmann, México, El Colegio de México, 2015, p. 33.
[21]Para Luhmann el concepto de miedo no es abordable desde la sociología y, por tanto, se debe recurrir al concepto de riesgo, que sí es admitido en el sistema comunicacional de los sistemas sociales. El concepto de riesgo permite dotar de sentido a las acciones en función de cálculos y decisiones. Para ello entran en juego binarios: racional/irracional; probable/improbable. Para Luhmann: “La ética de la preocupación por evitar las catástrofes, se ha generalizado tanto, que se le puede imponer y exigir a cualquier persona. La moral se refuerza así misma con el argumento de que uno no piensa en función de sí mismo, sino precisamente en favor de los otros”, Niklas Luhmann, La sociedad del Riesgo, Universidad Iberoamericana y Universidad de Guadalajara, México 1992, Introducción, p. 41.
[22]“Hemos pasado de la promesa de ascenso, al miedo de exclusión”, Heinz Bude, La sociedad del miedo, Edición digital: XcUiDi, 2014, p. 11.
[23]Zygmunt Bauman, Op. cit., p. 32.
[24]Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 146.
[25]Cfr. Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, Siruela, Madrid, 2003, pp. 258-259.
[26]Albert Camus, La Caída, cap. 4, en Obras, nº 4, Alianza editorial, Madrid, 1996, p. 412.
[27]Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 168, 3, ad. 2. “Esos dichos o hechos en que no se busca sino el placer del espíritu se denominan juegos y fiestas, y es preciso usarlos para descanso del alma”, Ibid. 168, 2.
[28]Hanna Arendt, Op. cit., p. 706.
[29]Zygmunt Bauman, En busca de la política, FCE, Buenos Aires, 2001, p. 169.
[30]Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre–Textos, Valencia, 1998, I, p. 18.
[31]Ibid., I, p. 152. Hemos de advertir, que Agamben no es crítico con esta concepción del poder, sino que intenta argumentar cómo la democracia se puede adecuar a ella.
[32]Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz–El Archivo y el Testigo. Homo sacer III, Pre–Textos, Valencia, 2000, p. 163.
[33]Giorgio Agamben, La potencia del pensamiento, Editorial Adriana Hidalgo, Madrid, 2007.
[34]Foucault caracterizaba el paso de la soberanía territorial como un “hacer morir y dejar vivir” y al biopoder como un «hacer vivir y dejar morir». Pero la etapa actual el indefinido poder es un “hacer sobrevivir”, cf. Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz – El Archivo y el Testigo. Homo sacer III, Op. Cit., p. 163.