Todo estaba en pasolini (2)

Todo estaba en pasolini (2). Adriano Erriguel

Saló o los 120 dias de Sodoma es el testamento intelectual y cinematográfico de Pasolini. En él arroja a la cara de sus contemporáneos su particular visión sobre el mundo que estaba en vías de construirse.

 Un descenso a los infiernos

 “Yo bajo al infierno y sé cosas que no turban la paz de otros, Pero cuidado. El infierno está subiendo a dónde vosotros estáis”. PASOLINI

Tras las imágenes luminosas y festivas de la “trilogía de la vida”, la adaptación de la novela del marqués de Sade “Saló o las 120 jornadas de Sodoma” supone la bajada de Pasolini a los infiernos. Pero a diferencia de Orfeo, a él ya no se le vería regresar de allí.

Como película, Saló es una prueba difícilmente superable para los estómagos más curtidos. Un catálogo de horrores que, seguramente, los que consiguen aguantar en el asiento hubieran preferido no haber visto nunca.

Pasolini sitúa la acción en la República de Saló (1943-1945), último reducto del fascismo hasta la derrota definitiva del Tercer Reich. En un castillo controlada por cuatro libertinos – el Duque, el Obispo, el Magistrado y el Presidente – un grupo de jóvenes son convertidos en instrumentos al servicio del placer de sus amos. Allí son sometidos a prácticas sádicas y humillantes en una espiral de violencia nihilista. La película está estructurada en los cuatro círculos del infierno de Dante, una especie de maratón de perversiones que culmina en el “círculo de la mierda” – con sus escenas de coprofagia – y en el “círculo de la sangre”, con sus escenas de asesinato.

La película no fue muy entendida en su momento. Muchos la descartaron como el capricho de un enfant terrible, como los delirios de una mente enferma o como un film de explotación. Los menos espabilados vieron en ella una simple condena del fascismo. Pero como decía Pasolini, “cuando vuelvo del infierno – si vuelvo – he visto otras cosas, más cosas. Y tenéis que cambiar de tema para no afrontar la verdad”.

Lo que Saló escenifica es el monstruo en vías de desarrollarse: el embrión de la nueva sociedad de consumo. Una sociedad de la pura inmanencia en el que el deseo está emancipado de la Ley. Significativamente, en las reglas que rigen la vida del castillo subyace el principio “gozar sin barreras” de los revolucionarios de 1968. Es el principio de la liberación narcisista, autorreferencial y estéril, sin límite ni medida: “todo es bueno cuando es excesivo”, proclama uno de los personajes. Pero esa liberación es en realidad una cárcel; de hecho, el castillo funciona como un panóptico del que no hay escapatoria. Pasolini representa así la hubris del capitalismo que transgrede todo lo sagrado y viola todo lo inviolable. Como un espejo deforme, la película refleja las entrañas proyecto liberal-libertario en su deformidad y monstruosidad intrínsecas. La ley de la maximización del goce es una fuerza destructiva y mortífera, viene a decir Pasolini. Aquí no hay catarsis ni redención posible.

Evidentemente, para pasar ese mensaje – que chirriaba con el optimismo desarrollista de los “30 gloriosos” – Pasolini tenía que encontrar un formato adecuado a la mentalidad de la época: la cultura antifascista de la Italia de posguerra. Por eso sitúa su fábula en Saló. Pero los personajes que dominan la villa y los milicianos fascistas a su servicio deben entenderse, en realidad, como criaturas intemporales o entes demoníacos, en un universo en el que la ausencia de Dios deja vía libre a la pulsión de muerte. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?” grita una muchacha sumergida en una bañera de excrementos. La escena – escribe Diego Fusaro – representa “la globocracia de la omnimercantilización del mundo, que sumerge a toda la humanidad en la mugre de la producción en serie”.[1] El destino del “último hombre” – el que cree que ha inventado la felicidad y ha desterrado toda trascendencia – es el de hundirse poco a poco en un piélago de mierda.

El auténtico fascismo

En sus aspectos políticos, la figura de Pasolini siempre ha estado rodeada de equívocos. Una vez muerto, su filiación comunista y su condición de homosexual lo elevaron a los altares de cierta progresía, que prefirió ignorar sus aspectos más incómodos (tales como su oposición al aborto) para arrimarse al prestigio de su figura. Existe también una recuperación de Pasolini por parte de la derecha, basada en sus polémicas con el partido comunista, en su desapego por la “revolución” de 1968 y en su conocida afirmación de que, entre los estudiantes “con caras de hijos de papá” y la policía, él estaba con los policías “porque son hijos de pobres”. Pero si lo leemos bien, la derecha no es la que sale mejor parada de las consideraciones de Pasolini, como veremos.

Pasolini era una figura incómoda para todos y estaba abocado a ser incomprendido. Él no hablaba el lenguaje de su época, sino el de una época todavía por venir. Sus intuiciones políticas adelantaban perspectivas que hoy, en la segunda década del siglo XXI, se dibujan de manera nítida: la imposición del rodillo neoliberal, la escisión entre una izquierda elitista y el pueblo, la vasallización de Europa ante los Estados Unidos, la obsolescencia del eje izquierda/derecha, el auge de un nuevo totalitarismo.[2] Más allá de la situación histórica concreta – la guerra fría y la pugna entre el capitalismo y el comunismo – Pasolini supo entrever que la auténtica fractura estaba ya en otra parte: en la fagocitación del mundo por un modelo único de consumo y de vida – lo que él llamaba “mutación antropológica” y nosotros “globalización” – y las resistencias que ese proceso genera. Pero para llegar a esas cuestiones hubo de ocuparse, por el camino, de barrer mucha hojarasca y de diseccionar no pocas tonterías. Quizá la mayor de ellas – que todavía vive y colea – es la de la lucha sempiterna entre el fascismo y el antifascismo.

Pasolini fue el primero en decir claramente que el llamado “antifascismo” es una impostura. Y lo es porque, en su retórica antifascista, la izquierda pretende que existe una amenaza fascista real, cuando eso no es así, y además es imposible que lo sea. Nos encontramos por tanto ante un antifascismo en ausencia de fascismo, que funciona como instrumento de legitimación del régimen.

Por lo demás, Pasolini si tenía cosas que decir sobre el fascismo. No negaba la existencia de un fascismo “arqueológico”, políticamente irrelevante. Algo así como esos aficionados a la recreación histórica que los domingos se visten de romanos o de vikingos. La función de esos fascistas es la de permitir que sus adversarios obtengan un diploma de antifascismo real. En cuanto a los fascistas “oficiales” – agrupados en aquellos años en el Movimiento Social Italiano (MSI) – estos no eran más que una “puesta al día” del fascismo arqueológico, no merecedores por tanto de mayor atención. El fascismo de los padres y los abuelos – decía Pasolini – está muerto y enterrado y no resucitará jamás; entre otras cosas porque jamás resistiría la prueba de la televisión.

¿Qué decir de los grupos neofascistas violentos, presentes en aquella Italia de los “años de plomo”? Pasolini les negaba credibilidad como fuerza política autónoma. Se trataba para él de un fenómeno alimentado por los servicios del Estado, de un fascismo puramente criminal y sin ideología propia, manipulado por la CIA y otras fuerzas en la sombra.

Sin embargo, Pasolini no cesaba de alertar sobre la emergencia de un “nuevo fascismo”. Más allá de su manifestación política concreta, Pasolini asumía una definición genérica de fascismo como “violencia del poder”. En ese sentido, la sociedad de consumo es la que mejor realiza el fascismo.

La victoria del supermercado

El fascismo histórico se decía totalitario y aspiraba a crear un “hombre nuevo”. Sin embargo, sus instrumentos de control eran toscos, basados en la represión policial y en una propaganda que concitaba una adhesión aparente, puramente externa. El régimen de Mussolini – escribía Pasolini – “proponía un modelo reaccionario y monumental, pero se quedaba en letra muerta. Las diferentes culturas particulares – campesinas, sub-proletarias, obreras – continuaban imperturbablemente identificándose con sus modelos. En nuestros días, por el contrario, la adhesión a los modelos impuestos por la sociedad de consumo es total e incondicionada”.[3] Más eficaz que el fascismo histórico, la sociedad de consumo remodela los aspectos más íntimos de la personalidad humana, erradica los valores que se interponen en su camino, homologa y uniformiza a los hombres. “La verdadera intolerancia – concluía Pasolini– es la de la permisividad concedida desde arriba, que es la peor, la más taimada, la más fría e implacable forma de intolerancia. Porque es una tolerancia enmascarada de tolerancia. Porque no es verdadera. Porque es revocable cada vez que el poder siente la necesidad de ello”.[4] El fascismo de nuestra época no es institucional sino anárquico. Carece de centro específico. Se trata de una forma de vida: la homogeneización radical por la manipulación de la subjetividad.[5]

El análisis de Pasolini sobre el fascismo histórico es también pertinente si lo aplicamos al comunismo soviético. No fue una derrota militar-económica lo que hizo caer a la Unión Soviética. No fueron el Papa polaco ni los ejércitos de Cristo los que derrotaron al “ateísmo marxista-leninista”. El comunismo soviético pereció enterrado bajo las imágenes de un supermercado. El materialismo dialéctico fue derrotado por un materialismo más puro, en cuanto libre de afanes igualitaristas y de utopías sociales.[6] Sin embargo, treinta años después de la caída del muro, hay sociedades excomunistas que continúan apegadas a sus ideas sobre la familia, a sus creencias y concepciones. Al menos, más de lo que les gustaría a los jerifaltes del “mundo libre”. El comunismo resultó ser, paradójicamente, más “conservador” que las sociedades que sólo han conocido el capitalismo. “La rigidez política de los regímenes comunistas – escribía el etnólogo rumano Claude Karnoouh – dejó subsistir sectores enteros de autonomía social, que tardaron en someterse a la regla general (…) así pudo perdurar algo de arcaico, una especie de “calor de establo”, incluso en las relaciones más mundanas, lo que permitía que los hombres se mostraran unos a otros bajo una luz más intensa”.[7] Bajo la cáscara de la represión y de la propaganda comunista, latía el pulso del “viejo mundo”.

Así se explican no pocas tensiones geopolíticas actuales. Tales como la fractura cultural entre los países occidentales y los países de Visegrado y los Balcanes. Tales como el abismo de incomprensión y odio que se alza entre Rusia y occidente. El “mundo libre” no admite alternativas. Considera que sus valores son universales. Por eso trata de imponerlos con rabiosa intransigencia. No hay peor intoleracia que la que se disfraza de tolerancia, decía Pasolini.

Lecturas políticas

Pasolini fue el gran precursor de la crítica a la ideología de 1968. Sus intuiciones preceden en años a mucho de lo que escribirían más tarde Michel Clouscard, Jean Baudrillard, Regis Débray, Philippe Muray, Jean-Claude Michéa, Costanzo Preve, Zygmunt Bauman, Gilles Lipovetsky y Michel Houellebecq, entre otros. La diferencia es que Pasolini fue coetáneo de aquella revolución liberal-libertaria que no fue sino la gran muda de piel del capitalismo. Frente a lo que algunos afirman, no hay un “Pasolini reaccionario” que se habría revelado en los últimos años de su vida. “Esa hipótesis se desmorona – escribe Salvador Cobo – en cuanto se acude a sus escritos de los años cincuenta y sesenta: en ellos puede constatarse que el espíritu que anima los Escritos corsarios y las Cartas luteranas estaba presente desde hace mucho antes”.[8] Pasolini fue un pensador de una pieza. De forma instintiva, sólo tomaba partido por el pueblo. “Incluso si se encuentra en harapos culturales – escribe Francis Bousquet – el pueblo siempre es, a los ojos de Pasolini, potencialmente insurrecto. Él lo arranca a la deriva pequeño-burguesa. El pueblo es su patria, el único himno que estremece su pecho”.[9] Sus películas más vanguardistas no deberían llamarnos a engaño. Toda su obra es una invocación a las raíces populares de la cultura.

La concepción pasoliniana del “fascismo” precede – por otra vía – a la que desarrollaría años más tarde Michel Clouscard. En su obra “neofascismo e ideología del deseo” este sociólogo marxista equiparaba mayo de 1968 a una “contra-revolución liberal-libertaria”. Tras la revancha de lo “individual” contra lo colectivo – venía a decir Clouscard – “debe verse la mano del poder económico y de la OTAN”.[10] La burguesía se apodera de la revolución a través de una inversión simple: las nuevas luchas “societales” (las “minorías” sexuales, raciales, etcétera) reemplazan a las luchas sociales. La nueva burguesía se relaja en el terreno de la moral y las costumbres a cambio de la liberalización económica. Por eso, la consabida dicotomía “progresistas” versus “conservadores” es una oposición falsa: son dos géneros de vida dentro de la misma condición de vida (Clouscard). En su esencia y a la hora de la verdad – la construcción europea, el imperialismo americano– los intereses de esa misma “condición de vida” hablan con una sola voz. He ahí el auténtico neofascismo.

En cuanto a la temática “antifascista”, ésta sólo cumple una función cosmética: maquillar a la izquierda con pinturas de guerra frente a un enemigo inexistente. El antifascismo funciona como banderín de enganche del neoliberalismo planetarizado. El movimiento “antifa” como milicia callejera de las causas globalistas. La izquierda permanece en 1945, en una revuelta infantil permanente, lo que le permite evadir una crítica profunda de la realidad inmediata. Pasolini fue el primero en denunciarlo.

Sepulcros blanqueados

“Ninguna amenaza a la libertad es tan despiadada como la que representa el capitalismo, este capitalismo tan querido por los liberales”, escribía Pasolini. El cineasta italiano entreveía la vis autoritaria del liberalismo que, en el siglo XXI, se dibuja ya con toda nitidez. El liberalismo de derecha o de izquierda es el “pensamiento único”, la única ideología admisible en las sociedades occidentales. Ha caído un mito: el del carácter indisociable del capitalismo y la democracia. Cuando el capitalismo democrático se hace ingobernable interviene el liberalismo autoritario. El Estado se refuerza entonces con nuevas técnicas represivas, compensadas, eso sí, por una liberalización de las costumbres.[11] ¿Quién dijo que la planificación es algo privativo del comunismo? ¿Quién dijo que la ingeniería social es cosa de un Partido único y de sus planes quinquenales? El comunismo y el fascismo se quedaron en un estadio clásico de la represión. El control de las conciencias alcanza hoy niveles de sutileza jamás antes alcanzados.

“Prohibido prohibir”, decían los revolucionarios de 1968. La liberación del deseo es estimulada, la influencia subliminal es impulsada, el poder de la seducción es explotado hasta el paroxismo. Es la “tolerancia impuesta desde arriba” de la que hablaba Pasolini. Es el “capitalismo de la seducción” del que hablaba Michel Clouscard. Constantemente amenazado por una crisis de sobreproducción, el capitalismo transgrede el “principio de realidad” y se orienta a la satisfacción de necesidades inducidas.[12] La hubris de la sociedad de consumo no admite límites, todo tiene que convertirse en mercancía. “Todo es bueno cuando es excesivo”, decía el personaje de Saló. Lo que tiene un lado no ya indecente, sino siniestro. “El neuromarketing – señala el historiador de la publicidad Stuart Ewen – estimula los centros de decisión del cerebro hacia la relajación libidinal. La represión inhibe, hace falta por tanto desinhibirla (…) Apoyándose a fondo sobre esta cultura del placer, es entonces concebible transformar a la sociedad, de forma subrepticia, en un gran campo de exterminio: desarrollo de las adicciones y dependencias que convierten a los ciudadanos en despojos humanos, en toxicómanos, en drogadictos, en desdentados compulsivos y estériles. Woodstock, más eficaz que Auschwitz”.[13] Llegamos así a la mercantilización del cuerpo humano, a la gestación subrogada, al aborto sin límites, al shopping de identidades sexuales, a la reasignación del sexo de los niños, a la eutanasia de los no productivos y al eugenismo genocida. Las intuiciones de Pasolini en Saló no andaban tan descaminadas.

Señalábamos arriba que las críticas de Pasolini a mayo 1968 – y sus polémicas con la izquierda – invitan a cierta recuperación de su figura por parte de la derecha. Lo que parece un ejercicio problemático, al menos para esa derecha incapaz de comprender que, como señala Daniel Bell Jr, el capitalismo no es simplemente un orden económico, sino también una disciplina del deseo.[14] No parece demasiado creíble la sinceridad de una derecha que venera al Mercado al tiempo que maldice la cultura que este engendra; no parece coherente una derecha que se dice cristiana y adora al becerro de oro; no parece muy gallarda una derecha que se dice “conservadora” y patriótica y se muestra genuflexa – por interés y reflejo servil – ante ese centrifugador mundial de nihilismo que es la oligarquía angloamericana.[15] Las imprecaciones sobre los “sepulcros blanqueados” – que Pasolini recogía en su película de 1964 – vienen aquí a la memoria.

La gran tramoya

Si hay un pensador que, en aquellos años, estuviera a la altura de Pasolini por su capacidad prospectiva, éste es probablemente Guy Debord. Ambos autores – el cineasta y el agitador situacionista – se encuentran en un punto de interesección teórica. Debord disecciona la sociedad de consumo desde el ángulo del “espectáculo”. El “espectáculo”– decía Debord – es el sistema social creado por la extensión ilimitada del valor de cambio sobre todo el cuerpo social; es una representación del mundo que, al emanciparse de lo real, deviene falsa conciencia; es una forma de desposesión del individuo, en cuanto lo instala en una adhesión pasiva e impotente. El espectáculo es un instrumento de gobernanza al servicio de eso que Pasolini denominaba “el nuevo poder”.

Un dato significativo: en el prólogo a la edición italiana de “La sociedad del espectáculo” escribía Debord que Italia “es el laboratorio más moderno de la contra-revolución internacional”. Eso es algo sobre lo que Pasolini incidiría al analizar la situación política italiana de aquellos “años de plomo”, con la espiral terrorista de extrema derecha y de extrema izquierda y la llamada “estrategia de la tensión”.

En un artículo fechado en diciembre de 1974, escribía Pasolini: “tengo una idea tal vez un poco novelesca, pero que creo acertada: los hombres del poder – algunos de los que nos gobiernan hace treinta años – ha organizado primero la estrategia de la tensión anticomunista, y después, una vez amainado el miedo a 1968 y al peligro comunista inmediato, han organizado la estrategia de la tensión antifascista. Las masacres han sido realizadas por las mismas personas. Primero han organizado la masacre de la plaza Fontana (1969) para acusar a los extremistas de izquierda, después la de Brescia (1974) y de Bolonia (1974) para acusar a los fascistas y rehacerse apresuradamente el certificado de virginidad antifascista que necesitaban”.[16]

Debord lo diría con otras palabras: “la estación de Bolonia ha saltado por los aires para que Italia continúe bien gobernada”. Debord extendería esa interpretación al rapto y asesinato de Aldo Moro por las Brigadas Rojas (1978), un crimen que permitió conjurar el escenario de una posible entrada de los comunistas en el gobierno, al tiempo que se denunciaba como “terrorista” cualquier oposición al poder que se emancipase de la tutela del sistema de partidos. En su estudio sobre Guy Debord, escribe el filósofo francés Emmanuel Roux: “desde este punto de vista, la manipulación de las Brigadas Rojas por los servicios secretos italianos – ellos mismos actuando bajo la influencia de las redes atlantistas (Gladio) insertadas en un vasto conglomerado ideológico de demócrata-cristianos, miembros de la mafia, servicios, secretos etc (Logia Propaganda 2) – es una tesis plausible”.[17]

En varios de sus artículos publicados en los años 1970, Pasolini aseguró que “conocía los nombres” de aquellos que, “entre dos misas”, habían dado las instrucciones de las masacres.[18] Decididamente, Pasolini resultaba ya insoportable. Al entrar en las cloacas de la gran tramoya política de la Europa de posguerra, Pasolini cruzaba el umbral donde las balas rondan por las cabezas.

Pasolini frecuentaba los ambientes marginales de ciertas zonas de Roma. En la noche del 1 al 2 de noviembre de 1975 fue salvajemente asesinado en la playa de Ostia. Las circunstancias del caso no han sido totalmente aclaradas. Persisten las dudas sobre si se trató de un delito común o de un asesinato por encargo. El ensañamiento del que fue víctima se suma al misterio que rodea al caso. “Se lo estaba buscando”, fue el comentario del entonces Primer Ministro, el democristiano Giulio Andreotti. La mayoría de las instancias políticas e intelectuales – de izquierda y de derecha – concluyeron que se trataba de un crimen con tintes homosexuales, y que el cineasta italiano, tarde o temprano, tenía que acabar de una forma parecida.

El único paraíso

 Hay intelectuales críticos que no se limitan a levantar acta de las insuficiencias de su época, sino que se esfuerzan en proponer alternativas o, al menos, en encontrar vías de salida. A otros les corresponde el papel de tristes Casandras. Ciertamente, la figura de Pasolini – especialmente en sus últimos años – no invita al optimismo.

Sin embargo, las intuiciones de Pasolini, con su carácter precursor, se encuentran en la encrucijada de cosas que sólo ahora toman forma. En primer lugar, su crítica a la ideología del progreso – inusitada en aquellos años de desarrollismo – anticipa la conciencia actual sobre la insostenibilidad de un modelo basado en el rechazo a cualquier idea de límite. En segundo lugar, su denuncia de la homogeneización del mundo enlaza con los enfoques que hoy, desde una geopolítica multipolarista, se oponen a la globalización concebida al modo americano. Su defensa de las culturas autóctonas y su interés por el entonces llamado “tercer mundo” – por el que viajó extensamente y donde rodó sus políticas – nacen de ese afán por encontrar focos de resistencia frente al modelo occidental: una búsqueda (a menudo frustrada) de un mundo todavía no profanado por el consumismo. Como crítico cultural, Pasolini vio la conversión de la cultura en un sector de la industria y la integración de los intelectuales en ese modelo de consumo. Pasolini – al igual que George Orwell – tenía un olfato infalible para detectar la deshonestidad intelectual, allí donde ésta se hallase. Por eso fue el primero en darse cuenta de que la contestación juvenil – la “contracultura” y la nueva izquierda– era sólo la rebelión de las nuevas generaciones de burgueses contra la paleo-burguesía patriarcal, inadaptada a las nuevas condiciones de producción y de consumo. “La burguesía se revoluciona a sí misma a través de sus hijos”, escribía Pasolini.[19]

Desde un enfoque metapolítico más amplio, Pasolini esboza el acta de defunción de la división entre izquierda y derecha que, desde hace dos siglos, estructura la vida política en occidente. La única frontera decisiva para él es la que separa a los Antiguos y a los Modernos. ¿Pasolini reaccionario? Depende del sentido que se le quiera dar a esa palabra.

Si Pasolini reacciona, lo hace contra una falsa liberación inducida por el poder. Si el sexo en las sociedades represivas era una burla inocente contra el poder, en manos del poder consumista es sólo un instrumento de dominio. En esa tesitura, de lo que hay que librarse es “no ya de las ilusiones de la liberación sexual, sino de la “liberación” misma”.[20] Su enfoque marxista y su ateísmo, aunados a su mirada culturalmente católica, hacen pensar que a lo que apuntaba era a desdibujar los esquemas preconcebidos, a señalar el mapa de nuevas y posibles confluencias, a reventar el corsé teórico que nos encierra en el sectarismo, que nos priva de instrumentos para entender la realidad. Pasolini tenía ideas de izquierda y valores de derecha, quizá esa sea la fórmula más ajustada. Una fórmula que hoy reivindican no pocos pensadores disidentes; una idea que renace en las corrientes comunitaristas, y que hoy inspira a algunas corrientes populistas en Europa.[21]

Pero Pasolini era – sobre todo y por encima de todo – esencialmente un poeta. La poesía precedió en él a todo lo que vino después: cine, teatro, novelas, polémicas. Dicen los críticos que su poesía no era la de un poeta profesional, la de un escritor prisionero de los conceptos y de las formas, sino que tenía algo de la belleza ingenua de los primitivos y de los niños. Tal vez su itinerario fue sólo el intento de recuperar un hogar mítico, algo que vio o entrevió en su niñez, al lado de una madre que fue el único amor de su vida. Pasolini sabía que la niñez es el único paraíso posible del hombre en la tierra. No es casual que la advertencia más dura y más terrible del Evangelio se dirija a los enemigos de la infancia. Algo de lo que nuestra época haría bien en tomar nota. Esa advertencia Pasolini la mostró de forma vibrante en la que fue, sin duda, la mejor de sus películas. Eso – como tantas otras cosas – también estaba en Pasolini.


[1] Diego Fusaro, El nuevo orden erótico. Elogio del amor y de la familia. El Viejo Topo 2022, p.156.

 

[2] Es significativa la posición de Pasolini sobre el racismo: “el racismo es solamente el odio de los burgueses hacia los campesinos (…) El burgués experimenta su monstruoso dolor racista sólo a propósito de los más pobres, los dejados atrás por la historia: el subproletariado y los campesinos” (Todos estamos en peligro. Editorial Trotta 2018, p. 199). Unas palabras aplicables a unas élites progresistas que, en el siglo XXI compaginan el discurso “antirracista”– favorable a una migración de masa que a ellos no les afecta ­– con el desprecio (racismo de facto) hacia las clases populares autóctonas.

[3] Pier Paolo Pasolini, “Acculturation et acculturation”, 9 diciembre 1973, en Écrits Corsaires, Flammarion 2005, p. 49.

[4] Pier Paolo Pasolini, “Fasciste”, 26 diciembre 1974, en Écrits Corsaires, Flammarion 2005, p. 272.

[5] Fran Alavina, “Fascismo, tu nuevo nombre es consumismo”

https://www.ajoblanco.org/blog/fascismo-tu-nuevo-nombre-es-consumismo

[6] El cristianismo está en trance de correr la misma suerte. Algo que el Papa polaco seguramente comprendió demasiado tarde, al ver que el auténtico enemigo estaba en otra parte. Hay una derecha que de eso prefiere no enterarse: la derecha de Reagan, de Popper y de Margaret Thatcher, que no de Pasolini.

[7] Claude Karnoouh, Adieu à la difference. Arcantère 1993, p. 213.

[8] Salvador Cobo, “La herejía desesperada de Pier Paolo Pasolini”. Introducción a: Pier Paolo Pasolini, Vulgar lengua. Ediciones El salmón 2017, p. 14.

[9] Francois Bousquet, “Pasolini: “Je suis une forcé du passé””, en Éléments pour la Civilisation Européenne, 11 abril 2022

https://www.revue-elements.com/pasolini-je-suis-une-force-du-passe-1-2%ef%bf%bc/

[10] Aymeric Monville, Introducción a: Michel Couscard, Néofascisme et idéologie du désir. Mai 68: la contre-révolution libérale-libertaire. Éditions Delga 2007, p. 6.

[11] Grégoire Chamayou, La sociedad ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario. Akal 2022.

[12] Lucien Cerise, prefacio a la edición francesa de: Stuart Ewen, La Societé de l´Indecénce. Publicité et genese de la societé de consommation. Éditions Le retour aux Sources 2014, p. 10.

[13] Lucien Cerise, prefacio a la edición francesa de: Stuart Ewen, La Societé de l´Indecénce. Publicité et genese de la societé de consommation. Éditions Le retour aux Sources 2014, pp. 9-16.

[14] Daniel M. Bell Jr. La Economía del deseo. Cristianismo y capitalismo en el mundo posmoderno. Editorial Nuevo Inicio 2021.

[15] Para exculpar al capitalismo – y evitar la crítica de sus desmanes culturales – la derecha ha erigido el fantoche del “marxismo cultural”, lo que le permite seguir dando la matraca con el “comunismo” como fuente de los males del mundo. El “anticomunismo” de la derecha es fiel reflejo del “antifascismo” de la izquierda: dos engañabobos destinados a hurtar los auténticos debates.

[16] Pier Paolo Pasolini, “Fasciste”, 26 diciembre 1974, en Écrits Corsaires, Flammarion 2005, p. 271.

[17] Emmanuel Roux, Guy Debord, Abolir le spectacle. Michalon Éditeur 2022, pp. 72-73.

[18] Pier Paolo Pasolini, “Le roman des massacres”, 14 noviembre 1974, en Écrits Corsaires, Flammarion 2005, p. 132.

[19] Pier Paolo Pasolini, Todos estamos en peligro. Entrevistas e intervenciones. Editorial Trotta 2018, p. 199.

[20] Francois Bousquet, “Pasolini et la nostalgie du mythe, de l´épique et du sacré”, en Éléments pour la Civilisation Européenne, 13 abril 2022

https://www.revue-elements.com/pasolini-et-la-nostalgie-du-mythique-de-lepique-et-du-sacre-2-2/

[21] Sobre el “marxismo” de Pasolini: “Yo soy marxista en el sentido más literal de la palabra cuando grito y clamo contra la destrucción de las culturas particulares, porque a mí me gustaría que las culturas particulares supusieran una contribución, un enriquecimiento, y entrasen en relación con la cultura dominante”. Pier Paolo Pasolini, Vulgar Lengua, Ediciones El salmón 2017, p. 85. El de Pasolini es un marxismo pasado por Gramsci: un marxismo italianizado, nacionalizado. Las ideas de Gramsci – la creación de un vínculo entre los intelectuales y la nación, la concepción de una literatura nacional-popular, la defensa de una cultura enraizada – sólo podían encontrar eco en un intelectual como Pasolini.

Top