Tolle, lege

Tolle, lege. Fernando Sánchez Dragó

Es opinión bastante extendida, pero no del todo generalizada, la que sostiene que el paraíso es la niñez y que, cuando ésta acaba, el resto de la vida se convierte en algo similar a lo que debieron de sentir Adán y Eva cuando la inmisericorde cólera de Yavé los conminó a mudarse a un lugar oscuro y frío situado al este del Edén.

Yo no llego a tal extremo, pero me doy cuenta, inmerso ya en la ancianidad, de que una inercia invencible me empuja una y otra vez, cuando escribo, a evocar la infancia, pues en fue en su ámbito donde viví casi todo lo que merece ser contado y, desde luego, fui feliz. Me gusta la literatura alegre; no soy una persona depresiva.

En más de una ocasión he escrito que nací el día en que leí mi primer libro. Fue muy pronto, dos o tres años antes de que mi madre, viuda de guerra, me llevase al cole. Tuve la suerte de nacer en una casa en la que había libros: los que aportó mi padre, asesinado en Burgos al comienzo de la guerra civil, y los que poco a poco fue atesorando su desconsolada esposa, que era también, y lo fue hasta que la senectud enturbió sus pupilas y le nubló el juicio, una ávida lectora. 

Posteriormente llegó a esa misma casa mi padrastro por el cauce de las segundas nupcias de mi madre y lo hizo con sus propios libros. Así se fue formando la biblioteca en la que eché mis primeros dientes de lector. 

De lector y de escritor, pues sólo cabe ser lo segundo si antes y a la vez no se ha sido lo primero. 

En aquella biblioteca germinal de mi paraíso perdido, a la que con el correr del tiempo se sumaron los libros que me traían los Reyes Magos y los que yo mismo adquiría con mis escasos ahorrillos infantiles, había obras de todo tipo. Muchas de ellas están ahora en mi casona del pueblo soriano de Castilfrío. Las trasladé al morir, hace un par de años, el último habitante, y hermano mío, de la casa de Madrid en la que nací y en la que viví hasta que a los veintidós años contraje, estúpidamente, mi primer matrimonio, que no duró mucho, y alcé el vuelo de la independencia.

Edgar Wallace, Alejandro Dumas, Virgilio, Dante, Dostoievski, Rubén Darío, Campoamor, Amado Nervo, Antonio Machado, Shakespeare, la Biblia, Julio Camba, Cervantes, André Maurois, Wenceslao Fernández Flórez, Aldous Huxley, Jakob Wassermann, Cécil Roberts, Stefan Zweig, Pearl S. Buck, Louis Bromfield… De todo y de todos había en aquella biblioteca. ¡Menuda tropa! En sus filas hice por primera vez la mili. En sus líneas memoricé mis primeros versos. En sus páginas supe lo que era el amor, el sexo, la aventura, el misterio y la melancolía. Insisto en que tuve la inmensa suerte de nacer y crecer en el seno de una familia burguesa, acomodada, civilizada y, por ello, ilustrada.

Sigo ahora releyendo aquellos libros en mis ratos libres y acariciando sus lomos con la unción que lo sagrado merece. Palpitan y descansan al alcance de mi vista, en la mesilla de noche, desperdigados por mi despacho. Están vivos, respiran, chisporrotan, jadean. Me reconforta tenerlos cerca.

Si desgrano hoy en Posmodernia tan íntimas consideraciones es porque acabo de recibir el último libro de ese portentoso lector y fecundísimo escritor que se llama Toni Montesinos. Es poeta, novelista, ensayista, periodista, cronista y crítico literario. Si no lo conocen, apresúrense a leerlo. Es inagotable.

 El libro al que aludo se titula El fragmento honesto. Un diario de pasiones (2009-2021) y ha sido editado por la Universidad de Zaragoza. Extraigo de él este Elogio del lector infantil

«En una estación, repleta, llega el tren. Todo el mundo se mueve. Dos niñas, al fondo, en un banco, tras el esparcimiento humano. Nada las distrae. Atentas a sus tebeos, ningún ruido las turba ni las saca de su concentración de labios que, a menudo, silabean lo que leen. Envidia, desde mis ojos, de que las palabras, las frases, los dibujos capten su atención por entero. Un adulto lee, pero su atención está en otra parte. Un niño lee, y entonces, sólo lee. Algo que yo nunca ya podré hacer».

¿Estás seguro, Toni? Yo, en cierta ocasión, ya madurito, me caí a un canal en Venecia. Iba leyendo. El libro no se ahogó y yo tampoco. La lectura, además de vida, es también un salvavidas.

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