Lo primero que quisiéramos comenzar aclarando es que los argumentos y puntualizaciones que siguen no están realizadas desde una perspectiva liberal o que considere, en un idealismo ingenuo, que los impuestos son un robo, ni que la propiedad privada pueda darse al margen de la previa apropiación estatal. Nuestra postura es materialista, no liberal. Pero también entendemos que, en cualquier sociedad política constituida, la tributación no puede ser entendida como una mera operación técnica o administrativa, desligada del núcleo mismo del poder político (la eutaxia estatal). Digámoslo claro: la recaudación fiscal no es simplemente una herramienta neutral para sostener los servicios públicos (se consideren estos en términos mínimos o máximos), sino que es un ejercicio efectivo de la soberanía. Cuando el Estado impone los impuestos (que son impuestos porque se imponen), no sólo está acumulando recursos; está decidiendo qué sectores se verán más o menos empobrecidos o favorecidos, qué clases o capas sociales soportarán más o menos la carga del mantenimiento estructural del Estado y quiénes, directa o indirectamente, se beneficiarán de esa apropiación sistemática. En este sentido, la estructura fiscal no se sitúa en un terreno externo a la dialéctica política, sino que es una de sus manifestaciones concretas, en tanto define y reproduce la correlación de fuerzas de un Estado, la dialéctica de poderes propia de toda sociedad política. El Estado, al tributar, no gestiona simplemente una riqueza producida, sino que ejerce su autoridad sobre las condiciones materiales de existencia de sus ciudadanos. Y quien domina ese aparato de apropiación, domina –en la práctica– las líneas fundamentales de la reproducción del orden social, económico y político.
Ahora bien, el problema que queremos señalar ahora y el verdadero conflicto se da cuando la potencia fiscal del Estado opera sin límites claros y efectivos. En apariencia, una democracia liberal –como son las democracias homologadas europeas– puede parecer protegida por sus garantías formales: elecciones periódicas, control parlamentario, legalidad positiva… Sin embargo, tales formalidades democráticas pueden convivir con un «fondo material autoritario», precisamente cuando el sistema tributario escapa a toda prudencia distributiva y se transforma en una herramienta de exacción arbitraria. Dado que no hay manera de marcar límites a priori al poder recaudador del Estado, la fiscalidad puede llegar a estar ajena a toda restricción y se convierte en un mecanismo de dominio unilateral. En esa situación la ciudadanía continúa votando, pero ese acto no es más que algo simbólico: no garantiza un control sobre los recursos ni impide que se imponga una confiscación estructural disfrazada de legalidad. La democracia, en ese caso, funciona como una dictadura virtual, como una tiranía encubierta por ritos formales, pero vaciada de contenido material. Pero no porque la tributación en sí sea mala, como pensarían los liberales más exaltados, sino porque al adquirir niveles confiscatorios, esta tributación elimina la misma posibilidad de la propiedad privada y merma la capacidad de productores y consumidores para que el mercado pletórico de bienes –sobre el que se sustenta la democracia y la libertad objetiva de los ciudadanos– siga funcionando recurrentemente.
Una de las máscaras ideológicas más eficaces al respecto es el discurso igualitario de la redistribución. En nombre de la solidaridad o la justicia social se justifica el derecho del Estado a extraer impositivamente sin medida clara, prometiendo una equidad que rara vez es real. En lugar de asegurar un equilibrio real entre las clases, lo que acaba consolidándose es un entramado clientelar que convierte a los ciudadanos en meros receptores de rentas o subsidios, sin poder efectivo ni un mínimo de independencia personal. Así se consolida un tipo de dominación que no necesita ya de la coacción directa: se impone como «protección», como «cuidado», como paternalismo fiscal. Y todo esto encuentra su legitimación última en una moralina sentimental propia del pensamiento débil, del pensamiento Alicia que nos inunda, que sustituye el análisis político por fórmulas emotivas y consignas vacías.
La cuestión es: ¿quién pone límites al que cobra? En el caso del Estado tributario, que es árbitro supremo, juez y parte al mismo tiempo, esa limitación no puede venir de sí mismo sin caer en una tautología jurídica (y en un absurdo ontológico). Si el poder legislativo está capturado por una oligarquía que legisla para sí misma, y los medios de fiscalización ciudadana están desactivados o anestesiados, entonces no hay límite. Sin un modo de determinar cuánta tributación es prudente, todo queda a merced de la voluntad política del momento. Y esto equivale a un poder despótico: no el del tirano que actúa fuera de la ley, sino el del tirano democrático que impone su ley tributaria sin contrapesos. La diferencia entre tiranía y democracia desaparece cuando ambas permiten confiscar hasta límites imprudentes para la misma eutaxia estatal.
De ahí que toda democracia que no limite prudencialmente su poder tributario esté expuesta a degenerar en un despotismo fiscal. No se trata, repetimos de nuevo, de reivindicar utopías fiscalmente anárquicas ni de negar la necesidad del tributo como mecanismo de sostenimiento del cuerpo político. Esto también resulta imprudente para la eutaxia estatal. Se trata de advertir que, sin controles institucionales sólidos, el tributo deja de ser un instrumento de cohesión social y político y se convierte en una herramienta de sometimiento. Más aún cuando ese poder fiscal se destina no tanto a infraestructuras comunes o a programas sociales, sino a redes clientelares, burocracias hipertrofiadas y políticas ideológicas que operan al margen de los intereses nacionales. En esta situación la ciudadanía queda reducida a mero decorado: paga, calla, vota y observa impotente cómo se gestiona la riqueza generada (sea esta mayor o menor) sin posibilidad efectiva de intervención. Con lo que su supuesto papel soberano en la marcha de la democracia que habita queda reducido al más espantoso ridículo.
Si bien, el pensamiento ideológico dominante, bajo el progresismo indefinido y el sentimentalismo socialdemócrata, ha contribuido activamente a ocultar esta lógica de dominación. En lugar de entender el papel del tributo como forma concreta de poder, se recubre con un aura moralista: pagar impuestos sería un acto de bondad, una forma de «compromiso con los demás». Pero esta imagen edulcorada ignora la pregunta decisiva: ¿quién decide cuánto se paga, cómo se paga y para qué se paga? No es «el pueblo», sino las clases dirigentes. La fiscalidad se convierte entonces en una «pedagogía de la sumisión», donde el despojo se presenta como virtud. Es una forma moderna y democrática de la servidumbre voluntaria. Bajo el imperio del pensamiento Alicia, esa metafísica fofa y barata pero efectiva, el ciudadano se transforma en súbdito sin saberlo, convencido de que su obediencia es libertad.
Por eso, si la libertad política de los ciudadanos ha de tener algún contenido objetivo más allá de la retórica (la capacidad para especificarse en la elección de unas opciones u otras), es necesario que el poder tributario no rebase los límites prudenciales hasta el punto de socavar la deriva económica de los ciudadanos y empresas en particular, y de la nación en general. No basta con poder votar o con poder opinar cualquier bobada: es necesario que el Estado no se convierta en un Leviatán fiscal. Porque si el Estado puede extraer sin freno, imponer sin rendir cuentas y redistribuir sin consulta, lo que hay no es gobierno democrático, sino dominación unilateral. Y quien tributa sin límite, manda sin límite.