El pasado 14 de abril llegaba a Valladolid, entre estrictas medidas de seguridad, el cuadro del pintor alcoyano, Antonio Gisbert Pérez(1834-1901), “Ejecución de los comuneros de Castilla”,para ser integrada en la magnifica muestra que tiene lugar en Valladolid, titulada “Comuneros. 500 años”,organizada con motivo del V Centenario de la Batalla de Villalar (1521-2021). La exposición ubicada en el vestíbulo de la sede de las Cortes Regionales de Castilla y León, se prolongará entre los días 22 de abril al 20 de septiembre. Se trata de la más importante exposición que tendrá lugar en España a lo largo del presente año. Ciento cincuenta piezas serán exhibidas, cuyo valor económico asciende a quince millones de euros, aunque su relevancia y valor histórico superará con creces cualquier cifra estimada.
La obra de Gisbert, fechada en 1860, cuando tan solo contaba con ventiléis años de edad, tiene su ubicación en el la sede del Congreso de los Diputados, de donde nunca había salido con anterioridad. Pintada al óleo sobre lienzo, tiene unas medidas de 2,55 metros por 3,65 metros. Es propiedad del Museo del Prado, cedida al Palacio de las Cortes, y que, en su momento, fue comprada por el empecinamiento de Salustiano de Olózaga de Almandoz(1805-1873), a la sazón, ministro de Estado y presidente del Consejo de Ministros, como cargos relevantes desempeñados en su fértil y comprometida biografía política pública. La cifra, entonces pagada, ascendió a 80.000 maravedíes, que nada tienen que ver con los 1,2 millones de euros en que está valorada en la actualidad, según la tasación efectuada por la compañía de seguros contratada por las Cortes Regionales de Castilla y León. Pese a ello, no es la pieza más valiosa de la magna exposición, dado que un tapiz procedente del Palacio Real de Madrid ha sido tasado en 1,5 millones.
Sea como fuere, la obra obtuvo la primera medalla de la Exposición Nacional de Bellas Artes, puesta en marcha por la reina Isabel II en 1856. Gisbert, de claro talante liberal, compitió en aquella ocasión con el pintor palentino, José María Casado del Alisal (1832-1886), de tendencia conservadora, con una obra titulada “Últimos momentos de Fernando IV el emplazado”, también óleo sobre lienzo, con la cual ganó la medalla de primera clase en la misma Exposición Nacional, motivo por el cual fue adquirida por el estado español, como ocurría en todas las ediciones celebradas a tal efecto. Los certámenes se prolongarían hasta 1968. Lo cierto es que, como en tantas otras ocasiones, el arte se ponía al servicio de las ideas defendidas por las diferentes facciones que se disputaban el poder político. Entonces la pelea era entre los liberales y los conservadores.
El pintor alicantino, muy comprometido con su acervo liberal, inauguraría el llamado historicismo artístico, en clara transición hacia el realismo, lo que algunos vieron como un periodo de transición hacia el realismo.
Centrándonos en la escena representada, podemos advertir numerosos detalles de relevancia. En primer término aparecen los capitanes comuneros. En el suelo yace decapitado Juan Bravo, mientras el verdugo exhibe la cabeza de Bravo al gentío agolpado y congregado, con pretensión intimidante de amenazar a un pueblo sublevado, como clara advertencia del destino a sufrir por los que contra el rey –ya emperador-, contra la leyes de su reino y sus señores, tendrían al se señalados como traidores de lesa majestad. En la zona central, aparece Juan de Padilla, de brazos cruzados, tranquilo, conocedor de su inmediata muerte, pero seguro del cumplimiento de un deber para con su pueblo. Es acompañado por un fraile que le consuela espiritualmente. Por la escalera que asciende al patíbulo está el otro líder que va a seguir la misma suerte que sus compañeros, Francisco Maldonado, también confortado espiritualmente por un fraile.
La interpretación o lo que pretende trasmitir Gisbert son los tres estados de ánimo de los reos sentenciados. Bravo supone la muerte, es decir, el fin de un sueño tempranamente truncado. Padilla representa la serenidad, la tranquilidad de quien se siente seguro de la causa defendida, algo difícil de controlar en tan trágico momento. Finalmente, Maldonado proyecta el miedo, el pavor y auténtico terror ante su inminente ajusticiamiento. Muchos expertos han querido ver en estos tres estados de ánimo la influencia de la mano de Francisco de Goya.
Dos errores históricos se cometen en la representación. De un lado, aparecen frailes ataviados con el hábito dominico, cosa imposible puesto que fueron los franciscanos los que en aquella jornada confesaron y acompañaron a los capitanes de la Comunidad. De otra parte, el verdugo sostiene, con su mano derecha, un hacha, objeto que no fue utilizado en la ejecución. El instrumento utilizado fue una espada de grandes dimensiones, dado que la condición social de los líderes comuneros así lo exigía, además, según la tradición cristiana, el hacha era una reminiscencia de los tiempos de los bárbaros, infieles por tanto.
El fondo del cuadro, aparece decorado con la imagen de una iglesia, que nada tendría que ver con la existente en Villalar, la iglesia de San Juan Bautista. Sin que aparezca en el cuadro, en el lado opuesto de la plaza, se encontraría una grada levantada para que los grandes señores vencedores contemplaran la ejecución, en presencia del regente del reino, Adriano de Utrecht, designado como tal por el joven rey durante su ausencia, con motivo de su proclamación (Aquisgrán, 26 de octubre de 1520) como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en sustitución de su abuelo por línea paterna, Maximiliano I de Habsburgo.
El cuadro es impactante, verdaderamente conmovedor, invitando a una silenciosa reflexión. Los que mueren en nombre de la justicia y la defensa de la libertad mueren víctimas de una justicia sumaria, incontestable y contundente por parte de la autoridad de un rey que, en un principio no se sintió castellano, pero que murió amando profundamente al Reino de Castilla.
El punto de vista para observar la obra se sitúa a la altura de la cabeza de Maldonado, es decir, para conseguir un mayor efecto, es ascendente, a la altura del patíbulo dispuesto. Los rostros de los personajes presentes son exquisitos, especialmente el del capitán general de la Comunidad, Juan de Padilla, pero también de los frailes y los verdugos. El tratamiento de las manos es excepcional, baste fijar nuestra atención en el tronco en el que el verdugo procede a desatar las manos del ya decapitado Juan Bravo. Les recomiendo encarecidamente que se fijen en ellas, son de una maestría fuera de lo común.
La historia popular acude al rescate de la teatralización de la escena. Siendo una obra de temática trágica, dramática, conviene recordar, para así completar la visión e interpretación del cuadro, las frases pronunciadas durante aquella mañana de abril. El pregonero cantaba los delitos imputados a los líderes apresados en la batalla de Villalar, durante aquella jornada, onomástica de San Jorge, en el lugar conocido como “Puente El Fierro”, que salvaba el arroyo de Los Molinos, apenas a dos kilómetros de distancia de la plaza en la que tenía que procederse a cumplir la sentencia dictada contra ellos. Ante las graves acusaciones cantadas a viva voz, Juan Bravo, valiente y decidido dijo: “Mientes tú, y aún quien te lo manda decir; traidores no, más celosos del bien público sí, y defensores de la libertad del reino”. Los cargos eran los de traición y levantamiento en armas contra su señor, el rey. Las crónicas –muchas veces excesivas en su guión, por imaginativas- también se refieren a la réplica de Bravo, antes de subir al cadalso, cuando en respuesta a la referencia a los acontecimientos proclamados por parte del pregonero protestó. Nuevamente intervino Padilla, mandándole callar, diciendo: “Señor Juan Bravo, ayer era día de pelear como caballero y hoy de morir como cristianos”.
Ya en el patíbulo, nuevamente Bravo hizo –según las crónicas- un alarde de lealtad a Padilla, cuando éste iba a ser decapitado en primer lugar, por ser el jefe militar de la Comunidad, pidiendo reemplazarle para así no ver la muerte del mejor capitán de los ejércitos que hubiese conocido Castilla. Su bizarría era su seña de identidad personal –como siempre- en momento tan solemne y trágico.
Así pues, el cuadro de Gisbert, debidamente interpretado, permite recordar aquel funesto 24 de abril de 1521, en el que un sueño se truncó definitivamente para siempre.