75º aniversario de la bomba atómica (VI-final)

Paz y diplomacia nuclear

Con la existencia de las bombas nucleares ya no se ponía en riesgo el porvenir de un Estado sino el de toda la civilización, como así lo hacía constar el Emergency Committee of Atomic Scientist que presidía Albert Einstein: «Si estalla una nueva guerra -decía en su punto 5- se hará uso de los bombas atómicas que destruirán, con toda seguridad, nuestra civilización» (citado por Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización, Ediciones B, Barcelona 2004, pág. 309). E incluso peligraba la existencia misma del planeta, como se advertía en la Comisión de Energía Atómica de las Naciones Unidas el 14 de junio de 1946: «No nos engañemos: hemos de elegir entre la paz mundial o la destrucción mundial» (citado por Bueno, La vuelta a la caverna, pág. 309).   

Las diferencias militares entre las dos superpotencias y cualquier Estado no nuclear eran enormes. Y, con todo, ni en Corea del Norte ni en Vietnam se dejaron intimidar por el poderío nuclear de Estados Unidos y no dejaron de buscar sus objetivos (que al menos los vietnamitas consiguieron). Tampoco los guerrilleros muyaidines de Afganistán se disuadieron por el poderío nuclear soviético. Tampoco hubo resolución nuclear en la crisis del canal de Suez en 1956 o en la de Berlín (1958-1963), ni en la crisis del Líbano en 1958, ni en la guerra árabe-israelí de 1973 ni tampoco en la del Golfo en 1991 (ni siquiera en las guerras de Afganistán, Irak, Libia y Siria en el siglo XXI). Por paradójico que parezca, la era nuclear trajo un equilibrio de poder que finalmente se desequilibró en detrimento de la Unión Soviética sin necesidad de lanzar ningún artefacto nuclear sobre la misma. La amenaza nuclear ha hecho más por la paz que todos los pacifistas del mundo. La idea de destrucción mutua impuso la paz nuclear en el que las guerras se desarrollaron en la periferia remota (como sigue siendo así en la actualidad, a la espera de cómo la crisis del coronavirus remodele el panorama geopolítico). El chantaje y el faroleo nuclear contribuyó a la paz (a la pax americana y a la pax soviética, imponiéndose finalmente la primera sobre la segunda).

Al final, como es sabido de sobra, ninguna bomba hizo falta lanzar para forzar la caída del gigante soviético, como así tampoco los soviéticos lanzaron ninguna contra Occidente. Lo cierto es que la bomba atómica sólo se empleó como munición de guerra en Hiroshima y Nagasaki y tras sendos impactos se volvió a la guerra preatómica, aunque con armas mucho más avanzadas. Aunque es cierto que el monopolio nuclear de Estados Unidos de 1945 a 1949 sirvió de elemento disuasorio para que la Unión Soviética, que poseía el mayor ejército de tierra del mundo, no tomase el resto de Europa, cosa que de no ser por la bomba atómica podría haber hecho sin que sus rivales opusiesen demasiada resistencia. Luego un arma tan potente no podía usarse para hacer la guerra, pero servía para el chantaje y el faroleo político.

Al finalizar la Guerra Fría las armas nucleares no se eliminaron porque garantizarían el acceso a determinados recursos energéticos. Aunque seguirían siendo un medio de presión y disuasión. De hecho, Estados Unidos reabriría bases en el Mediterráneo. 

La era nuclear es la era del overkill, neologismo que acuñaron los estadounidenses (sin que tenga traducción directa al español) referido a la destrucción total del planeta a causa del arsenal atómico del que disponían los dos bloques. 

Si bien es cierto que el armamento nuclear y la espantosa amenaza que suponía prolongó la paz implantada por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, también es verdad que hubo guerras en varios puntos del planeta (Grecia, Corea, Indonesia, Vietnam, Guatemala, Nicaragua, Filipinas, Mozambique, Angola, Argentina, Afganistán) en las que, en buena parte de las mismas, los estadounidenses abastecían en un bando y los soviéticos al otro. El total de muertos de estas guerras sumó 11 millones, según El libro negro de la humanidad. (Véase Matthew White, El libro negro de la humanidad, Traducción de Silvia Furió Castellví y Rosa María Salleras Puig, Crítica, Barcelona 2012, págs. 673-675). Además, la existencia de las armas nucleares trajo consigo la paz por el terror de una hecatombe mundial en caso de que estallase una guerra entre Estados Unidos y la Unión Soviética (una hipotética Tercera Guerra Mundial que en su momento no estalló, aunque ahora tenemos esa llamada Segunda Guerra Fría contra China sobre la que hay rumores de guerra dada la situación que ha dejado la crisis del coronavirus).

Si bien ningún conflicto de la Guerra Fría se resolvió con una detonación nuclear, sin embargo sí se detonaron un total de 2.000 bombas por tierra, mar y aire. Estados Unidos detonó 1.054 artefactos y la URSS 715 (aunque en volumen total de megatrones los soviéticos superaron a los americanos). Francia detonó 210 bombas, Inglaterra y China 45 cada uno, y India y Pakistán 6 cada uno. Corea del Norte 3 bombas. Y posiblemente una alianza entre Sudáfrica e Israel lanzaron una cerca de la Atlántida en 1979. (Véase Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio III, Espasa, Barcelona 2017, pág. 380). 

«Durante la Guerra Fría, todas las administraciones estadounidenses se vieron obligadas a diseñar sus estrategias internacionales en el contexto de ineludible cálculo disuasivo: el conocimiento de que la guerra nuclear implicaría víctimas a una escala capaz de amenazar la vida civilizada. También sabían que era esencial demostrar su voluntad de correr el riesgo, al menos hasta cierto punto, para que el mundo no quedara en manos del totalitarismo despiadado. La disuasión logró contener estas pesadillas paralelas porque solo existían dos superpotencias nucleares. Cada una evaluaba los peligros que el uso de armas nucleares podía representar para ella. Pero cuando las armas nucleares comienzan a pesar de mano en mano, el cálculo disuasivo se vuelve lábil y la disuasión cada vez menos confiable.En un mundo donde las armas nucleares proliferan cada vez es más difícil decidir quién disuade a quién y mediante qué planes» (Henry Kissinger, Orden mundial, Traducción de Teresa Arijón, Debate, Barcelona 2016, págs. 165-166). «El equilibrio nuclear ha producido un impacto paradójico sobre el orden internacional. El equilibrio histórico de poder había facilitado la dominación occidental del mundo entonces colonial; por el contrario, el orden nuclear -una creación del propio Occidente- tuvo el efecto opuesto. El margen de superioridad militar de los países avanzados sobre los países en desarrollo ha sido incomparablemente mayor que en cualquier período anterior de la historia. Pero dado que gran parte del esfuerzo militar ha sido consagrado a las armas nucleares -cuyo uso estaba implícitamente descontado excepto en las crisis más graves-, las potencias regionales pudieron rectificar el equilibrio militar general mediante una estrategia equipada para prolongar cualquier guerra más allá de la voluntad del pueblo del país “avanzado” de sostenerla: como le ocurrió a Francia en Argelia y Vietnam; a Estados Unidos en Corea, Vietnam, Irak y Afganistán; y a la Unión Soviética en Afganistán. (Todas excepto Corea acabaron, en efecto, con la retirada unilateral de la potencia formalmente mucho más fuerte después de un conflicto prolongado con fuerzas convencionales.) Las fuerzas bélicas asimétricas operaban en los intersticios de doctrinas tradicionales de operaciones lineales contra el territorio de un enemigo. Las fuerzas guerrilleras, que no defienden ningún territorio, podían concentrarse en infligir bajas y erosionar la voluntad política de la opinión pública de continuar el conflicto. En este sentido, la supremacía tecnológica se convirtió en impotencia geopolítica» (Henry Kissinger, Orden mundial, págs. 336-337). «El orden nuclear relativamente estable de la Guerra Fría será suplantado por un orden internacional en el que la proyección, por parte de un Estado que posee armas nucleares, de la imagen de estar dispuesto a tomar decisiones apocalípticas podrá darle una ventaja perversa sobre sus rivales… De esto se deduce que la proliferación de armas conducirá a sistemas de alianzas de una rigidez comparable a las alianzas que llevaron a la Primera Guerra Mundial, aunque muy superiores a ellas en alcance global y poder destructivo» (Henry Kissinger, Orden mundial, pág. 340).

Según el antiguo oficial de unidad militar del duodécimo departamento del ministerio de Defensa de la Unión Soviética, Dimitri Khalezov, aparte de los episodios de Hiroshima y Nagasaki «Hay más de cincuenta episodios en los que se han utilizado armas nucleares de baja potencia. Los más famosos son, por supuesto, el atentado contra los cuarteles estadounidenses en Beirut de 1983 (que estableció el patrón oro para el futuro terrorismo nuclear), el atentado contra las Torres Khobar en Arabia Saudí de 1996, los dos atentados nucleares en Buenos Aires de 1992 y 1994, el atentado en Tarata (o “Miraflores”), en Lima (Perú) de 1992. Por no hablar de la explosión micro-nuclear en un club de Bali de 2002, que se utilizó para justificar la aventura iraquí en busca de armas de destrucción masiva.

»Y, claro está, el más destacado fue el doble atentado nuclear contra las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania de 1998 que, “extrañamente”, se produjo el día del aniversario del bombardeo de Hiroshima. Si sigues las noticias, probablemente sabrás que Osama Bin Laden utilizó la bomba atómica de Hiroshima en uno de sus sermones para justificar la utilización de armas nucleares contra civiles norteamericanos; así que es fácil que alguien encontrara la forma de relacionar a Al Qaeda con la bomba nuclear contra las embajadas de Estados Unidos.

»Y, cómo no, en el mismísimo atentado contra El Nogal, en Colombia, de 2003 (el que se mencionaba en el supuesto ordenador portátil de Reyes) también se utilizaron artefactos nucleares. Aquél no fue el primer atentado nuclear de Colombia, se había producido otro en Bogotá en noviembre de 1999; también se inculpó a las FARC de haberlo llevado a cabo, con el mismo resultado que cuando se produjo el atentado de Tarata en Lima (Perú) de 1992: se atribuyó a Sendero Luminoso y desembocó en la inminente desaparición de aquel formidable movimiento político, puesto que perdió el apoyo de las clases más bajas inmediatamente por el supuesto uso de armas nucleares y, en consecuencia, se vio relegado al estatus de “organización terrorista”» (citado por Daniel Estulin, El Imperio Invisible, Traducción de Ana Isabel Sánchez, Editorial del Bronce, Barcelona 2011, pág. 218).

Daniel Estulin hace un breve compendio de ataques atómicos: Beirut (Líbano), 1983; desastre nuclear de Chernobil (URSS), 1986; embajada estadounidense de Tanzania, 1998; atentado nuclear del edificio de apartamentos en Volgodonsk (Rusia), 1999; Torres Gemelas de Nueva York, 2001, que según el conspiranólogo y espía ruso, que sigue a Khazalov, fue una demolición mini-nuclear controlada; dos sinagogas y el consulado británico de Estambul (Turquía), y la oficina de las Naciones Unidas en Bagdad (Irak), 2003; embajada australiana en Yakarta (Indonesia), 2004. Finalmente también enumera al atentado de la T4 en Madrid, en el 2006, lo que es sorprendente. 

Concluimos con la siguiente reflexión:

«Podemos, en particular, “armar un argumento” definitivo, de carácter práctico, que da cuenta de la razón por la cual las grandes potencias occidentales (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia) dedican grandes porcentajes de su producto interior bruto al desarrollo de la energía nuclear, y en particular a la fabricación y sostenimiento de bombas atómicas. Bastaría tener en cuenta (sin menospreciar otras razones) la circunstancia de que China posee un ejército de unos 600 millones de soldados de reserva. Sin perjuicio de los tratados de amistad y cooperación entre las grandes potencias, es evidente que sigue siendo muy alta la probabilidad de que en alguna ocasión la República Popular China decidiese romper el equilibrio de la paz globalizada. Entonces, si no hubiera bombas atómicas, un ejército de 600 millones de soldados bien disciplinados resultaría imparable, a la manera como fue imparable el avance de Gengis Kan o de Tamerlán. Pero la probabilidad considerada disminuye casi hasta cero cuando hay armas nucleares dispuestas a frenar en seco una avance semejante» (Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de hoy, Madrid 2007, págs. 251-252). 

Final.

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