Ser viejo tiene algunas ventajas; no muchas, para qué vamos a engañarnos¸ pero algunas tiene. La principal de ellas, a poco que conservemos la materia blanda de cejas para arriba, es el uso de la memoria y estar en condiciones de comparar —equilibrar en su sentido de largo plazo— los beneficios y engorros de tiempos muy pretéritos con los actuales. Salen paralelismos por todas partes y tiene uno la misma sensación de provisionalidad que en los setenteros años de la Transición, cuando nos resignábamos sin duelo ante el sobresalto de hoy porque estábamos seguros de que iba a ser menos acuciante que el de mañana.
Me acuerdo yo —… habla el viejo batallitas, noten la fatídica tonalidad doméstica de “me acuerdo yo”, “en mis tiempos” y expresiones semejantes—; eso mismo, que me acuerdo yo de que en tiempos de Franco todos los males de la patria tenían una causa perfectamente achacable a factores ajenos, externos a la nación y por completo incontrolables. Entre la conjura judeomasónica, el contubernio de Munich, la perfidia comunista, las crisis del petróleo y la pertinaz sequía, se explicaban las calamidades del sufrido pueblo español. Igual que hoy, que entre la pandemia vírica, la crisis energética, los desastres naturales ciclogénicos o volcánicos, la guerra de Ucrania y la pertinaz sequía, no damos un euro por nuestra tranquilidad y nuestro bienestar. La culpa, por supuesto, no es del gobierno. Al revés: nuestro bienhechor presidente, tal como hiciera en Caudillo hace medio siglo, no ceja en su firme liderazgo ni en sus desvelos por recuperar a la patria de tanta calamidad; para comprobarlo sólo hay que enchufar TVE o sintonizar RNE, escuchar dos partes o ver dos telediarios. Como en tiempos de Franco, por cierto.
También cierto: tarde o temprano, todas las tiranías y todos los regímenes ineptos sustituyen la historia por una ficción sentimental, y la explicación del presente por un discurso moral. En la naturaleza de las personas se encuentra indeleblemente impresa la tendencia a obsesionarnos por el porqué de las cosas antes que por las cosas en sí mismas; de tal forma, quien encuentre un relato verosímil sobre el origen de cualquier infortunio, un commentatio sanador que aplaque el malestar colectivo ante la dura realidad, habrá ganado el pulso a cualquier contratiempo de lo cotidiano. Eso lo saben muy bien los políticos —básicamente, viven de eso—, sagaces a la hora de detallar la causa de nuestras tribulaciones y de señalar lejanos culpables; y si no hay culpables a la vista, se achaca el percance a la mala suerte, los caprichos del destino —véase el caso de la Covid19—, o a la mala praxis del pueblo mismo en su desenvolvimiento cotidiano —véanse las broncas que nos echa el ministro Garzón por comer carne, o la tabarra ecofriendly por usar el coche o el avión, y etcétera—. El caso es que ellos nunca son responsables de nada. El caso es que ellos están ahí y nosotros estamos ahí, en el mismo sitio, entre desatados vendavales de la actualidad, a la intemperie y sin esperanza de que esto mejore en plazo razonable; y mientras ellos insisten en su discurso de siempre, nosotros nos aferramos a la respuesta redentora de siempre: el civismo ultramódico como conjura ante la maldad del mundo. Los resultados, naturalmente, van a ser los de siempre: ellos a lo suyo, que es mandar y medrar, y nosotros a los nuestro, que es pagarles la fiesta. Estábamos al borde del abismo y gracias a ellos hemos dado firmes pasos hacia delante.
Hace unos meses, en el congreso de los diputados, Íñigo Errejón, encantador representante de la izquierda tintín, proclamaba que la próxima ola epidémica será la de la salud mental. Imagino que se refería a la salud mental de los demás, porque la de Errejón y los suyos no tiene remedio: para apoyar, tal como hacen, a un gobierno multipolar compulsivo cuyo presidente padece el síndrome de Hubris y es confeso dromomaníaco, el trastorno estuporoso se les da por supuesto. Pero a lo que íbamos, en efecto: anda muy comprometido el asunto de la salud mental. La pertinaz sequía ayuda, no lo niego, aunque la depresión, la ansiedad y las psicomanías colaboran mucho más. Tras el miedo a morir por la covid y después de que los centros de salud y hospitales de toda España hayan dejado, literalmente, a los enfermos en la calle, atendidos por teléfono y en plazo de “ya nos veremos”, y caídos desde el fuego hasta las brasas, con una guerra brutal a las puertas de Europa, con expertos en asuntos militares hablando en tv de guerra nuclear “convencional” —o sea, no definitiva, solamente devastadora del planeta—, a ver quién es el valiente y la valienta que se libra del miedo. Y del miedo al muermo hay medio paso, como mucho paso y medio.
Todo lo cual, también hay que decirlo, viene de perillas a las plutocracias ilustradas y megaprogres que organizan las agonías del mundo y tallan con esmero los perfiles mortales de lo cotidiano; pues es sabido que “sólo es libre el hombre que no tiene miedo”. Como de temores y pánicos andamos más que sobrados, la libertad la dejamos para mejores tiempos. Todos a obedecer. Como dijo Aristóteles tras la segunda guerra del Peloponeso: a estas alturas, con seguir vivos tenemos de sobra. Y si Putin se olvidara de sentarse ante el tablero de los misiles, ya nos daríamos con un canto en los dientes. ¿Libertad, para qué?
A ver si escampa y llueve de una vez.