de andar mirando aves….
Aquel que experimenta la vocación filosófica, puede correr el riesgo de la soledad infecunda, del soliloquio resentido, de la incomprensión buscada. Para ello, es necesario, a quien se le revela la tarea de pensar, que salga de sí, que salte el perímetro de su propio ombligo. Este salir de sí, no implica disipación ni superficialidad, sino contemplación en el silencio para retornar a la propia morada. Retornar, como retorna el ave al nido, llevando en su pico la brizna que dará calidez en la recepción de una nueva vida.
Hace ya tiempo, encontré redención a esa soledad infecunda, en la observación de aves. Han sido ellas las que, como decía Francisco Umbral, me sacaron de la “celda de mi monacato literario”, de las penas del amor mal pago y de una vida anhelada que huele ya a sueño olvidado en los rincones de un desván, con aroma a musgo y humedad. De andar mirando aves, por contraste, he comprendido aquello del caminar ciego detrás de la solicitud terrena. Ellas, que “no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros…”, me han enseñado la radicalidad existencial de la humildad y el eco biográfico de la luz natural. De andar mirando aves, he aprendido el hondo sentido de la pobreza como virtud.
Apelar a las etimologías suele aclaran las ideas, aunque recurrir a ellas como único hábito de definición puede devenir un vicio intelectual. Desde lo etimológico, en el término “pobre”, encontramos una doble vertiente que nos llega desde el latín y desde el griego. En latín pauper, pauperissignifica “infértil”. Sus raíces son paucus, “poco” y parĕre, “engendrar”: “pobre”, entonces, es aquel que produce poco. En griego, como suele suceder, la etimología es más amplia. Una de las maneras de nombrar la pobreza es penía, vocablo vinculado con peína (hambre) y pónos (dolor). También se dice en griego aporía, término caro a las reflexiones filosóficas y que significa “sin salida”, falta de camino, aprieto o problema. Como puede observarse, todas las acepciones aparecen aquí como peyorativas. Por el contrario, esta meditación se dispone a contemplar la pobreza como virtud ética, es decir, cuando aquella se expresa como desapego de las cosas materiales. Este elemento, permite al hombre una concentración en lo esencial.
Podríamos concentrarnos en la figura de Jesucristo y su elogio de la pobreza como condición espiritual de bienaventuranza. Podríamos evocar a Diógenes de Sínope y su encuentro con Alejandro Magno, cuando ante la pregunta del insigne Rey “¿Qué puedo hacer por ti?”,el filósofo que vivía entre los perros, cínicamente le respondió: “Que te apartes, pues me estás tapando el sol”.Más cerca y en nuestra Hispanoamérica, dos “Albertos”, el peruano Wagner de Reyna y el argentino Buela Lamas, también han meditado sobre el tema. Nos demoramos brevemente en quien ha sido, directamente en el primero de ellos e indirectamente en el segundo, el maestro de ambos.
El 27 de junio de 1945, en la casa forestal del Castillo de Wildenstein, refugio transitorio de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Friburgo, un puñado de estudiantes se congregan en torno a Martin Heidegger. Se anuncia un breve recital de piano y a continuación una conferencia. El filósofo alemán medita sobre una sentencia poética de Hölderlin. El título resulta lacónico, “La pobreza” (Die Armut); el contenido, invita a una larga reflexión.
Escribe Hölderlin: “Entre nosotros, todo se concentra sobre lo espiritual, nos hemos vuelto pobres para llegar a ser ricos”.
¿En qué consiste la esencia de la pobreza? La misma sentencia poética lo define: concentrase en lo espiritual. Sobre ello apunta Heidegger:
“Ser verdaderamente pobre significa: ser de tal manera que no carecemos de nada, salvo de no-necesario […] Lo no-necesario es lo que no viene de la necesidad [apremiante], es decir, de la coacción, sino de lo Libre”[1]
La concentración sobre lo espiritual significa desde la óptica de Heidegger, congregarse en la relación del Ser con el hombre y mantenerse congregado en él. No pasa por aquello que tenemos, sino por lo que nos tiene. La libertad de la pobreza surge del desapego y del cultivo de una virtud olvidada: la austeridad.
En la permanente coyuntura que vivimos, ya no resulta extraño que cuando uno husmea entre los artículos de los nuevos periódicos digitales, todos los vituperios contra la pobreza y su consecuente justificación de la riqueza, son propiedad de los columnistas de la sección economía &finanzas, muchos de ellos de extracción liberal. Frente a ellos, y frente a los otros, esos que usan la pobreza para la cautividad del voto, uno duda si se trata de verdadera sensibilidad social en éstos últimos, o de ricos con culpa en el caso de los primeros.
Titulamos a este artículo: “La metamorfosis de la pobreza”. La intuición que da sentido a estas líneas, hunde sus raíces en el proceso de sostenida pauperización de nuestros pueblos. Hace algunos años, cuando trabajaba yo en el seno de una comunidad de muy bajos recursos, en una “villa”como se le solía decir antes de los nuevos eufemismos, las madres o los padres de los niños, dejaban a sus hijos en nuestros salones con la consigna: “aquí lo tiene, sáquemelo bueno”, y el niño, bien peinado, exudaba aroma a Jabón Federal o 6M, ese pan blanco que iba adelgazando en la pileta del patio, entre las manos de la abuela, cuando no existían los lavarropas. Cada pequeño espacio abierto en las casas de las villas, eran la prolongación de un patio provinciano. Lentamente, esa pobreza digna, fue girando hacia lo indigno, hacia un tipo de miseria material y sobre todo espiritual. La música provinciana y ese estilo tan peculiar que una fracción de nuestro pueblo llamó “cumbia santafesina”, plagada de frases de amor, se trocó en la apología del delito y de la mala vida. Se olvidaron los veleros llamados “libertad”, las rosas que sabían de promesas de amor y se impuso la neolengua de la delincuencia: “Si tu viejo es zapatero, zarpale la lata”[2].Las expresiones culturales siempre toman la temperatura de los tiempos y de los pueblos. La pobreza se metamorfoseó y devino indigna.
Esa es la lección que he aprendido de las aves, la de la libertad, la de la lucha por lo necesario y el desprecio de lo superfluo. La de la mirada atenta ante la amenaza, la de la tibieza del nido y el amor a la prole. Más aún, la de la soledad callada de aquel pájaro que se posa solo, sobre el tendido eléctrico de una calle cualquiera, mientras contempla la declinación de la tarde. “Y cuando llegue el día del último viaje– escribe Antonio Machado – y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo, ligero de equipaje…”
En su Carta sobre el humanismo (1946), Heidegger retoma una anécdota que narra Aristóteles sobre la figura de Heráclito y que había expuesto y meditado el filósofo alemán en su curso del semestre de verano de 1943. La anécdota es conocida, pero puede servir de epílogo a esta breve meditación:
Unos extraños llegaron hasta la morada de Heráclito para observarlo, los inquietaba curiosear el “espectáculo” del pensar. Llegaron seguramente con expectativas, pero al entrar en la casa, observaron al viejo filósofo calentándose junto al fuego. Allí, los visitantes permanecieron de pie y en silencio. Heráclito los miró y les dijo: “también aquí hay dioses”. Allí, junto al fuego, en el lugar cotidiano donde se cuece el pan, la pobreza abre un sentido: el sentido de lo extraordinario en lo ordinario. Esa es la lección de las aves cuando las sabemos mirar y la pedagogía de los pobres, cuando abren las puertas de su casa y ofrecen su pan.
[1]Heidegger, M. La pobreza. Ed. Amorrotu, Buenos Aires, 2006: p. 107
[2]Letra de una canción de la denominada “cumbia villera” que evoca el acto de robar la lata de pegamento con el que drogaban los jóvenes.