Es el momento de desempolvarlos…
Anduve por allí en dos ocasiones, hace de eso ocho años, la primera, y siete, la segunda, gracias en ambos casos a los buenos oficios de mi amigo Gerardo Bugallo, a la sazón embajador de España en Kiev. Fue él quien me invitó, con la venia de las instituciones culturales del país que ahora está, por desgracia, en boca de todos, a dar una conferencia sobre nuestra historia en el aula magna de la universidad. Fue una experiencia muy grata. El salón, que era enorme, se puso a rebosar. Durante cosa de una semana permanecí en la ciudad, que por aquel entonces aún se lamía las heridas abiertas por la revolución Naranja, teñida luego de rojo, y los sucesos del Maidán. La recorrí de arriba abajo, visité sus monumentos, palpé su religiosidad, adentellé su vigorosa gastronomía y disfruté de la exuberante hospitalidad de sus gentes.
Mi charla tuvo tanto éxito ‒disculpen que sea yo quien lo diga‒ que el rectorado de la universidad me invitó a impartir en ella un curso de quince días y seis lecciones. Tenía que darlas en la Facultad de Historia. Acepté de inmediato, a pesar de que no disponían de presupuesto para pagarlas, aunque sí para facilitarme alojamiento. Alrededor de seis meses después, que por mayo era por mayo, volé de nuevo a Kiev acompañado por la escritora y periodista Anna Grau, que hoy es diputada de Ciudadanos en la Generalidad catalana, que entonces era mi pareja y que hace poco ha dado en un artículo ‒No enterarse de nada en Kiev‒su versión, muy subjetiva pese a haberse publicado en The Objective, de lo que en aquella ciudad vivimos juntos.
Las cosas, en mi segunda visita al país que evoco, se complicaron nada más llegar. Yo, en meses e incluso años anteriores, había manifestado en mis colaboraciones de El Mundo‒una columna semanal y el blog Dragolandia‒ mi admiración por la cultura rusa y mi identificación con las posturas conservadoras de la era de Putin.
Y ellos, mis anfitriones, tardíamente, se enteraron. Su reacción fue generosa, ecuánime, cortés y civilizada. Me dijeron que, así las cosas, no les parecía oportuno que yo tomase la palabra en la Facultad de Historia, pero que nada impedía que lo hiciese en la de Letras, y así lo hice. La verdad es que no sólo entendí y acaté esa decisión, que me pareció razonable, sino que salí ganando, pues mi ámbito natural es la literatura y siempre me encuentro más a mis anchas ejerciendo la docencia en él que en los de otras disciplinas.
Las clases apenas me quitaban tiempo. Disponía de la práctica totalidad de éste para brujulear por Kiev, siempre en compañía de Anna Grau, que era mucho menos rusófila que yo y bastante más crítica en lo concerniente a Putin. Nos instalaron en un céntrico apartamento de techos altísimos y vitola decimonónica. Frente a él, embutido en un semisótano, funcionaba un simpático restaurante al que acudíamos con frecuencia y en el que trabamos conversación y vínculos amistosos con los fornidos ucranianos que lo frecuentaban. Eran gente recia, contundente, belicosa, aunque no agresiva, y de ideas claras. Algunos venían del frente abierto en las regiones que Rusia, de facto, pero no de iure, se había anexionado. Los corazones estaban divididos, aunque con claro predominio de los que defendían la independencia, unidad e integridad de Ucrania. Anna cerraba prudentes filas con ellos. Yo, menos ducho que ella en el manejo del inglés y siempre escéptico en cuanto a la política se refiere, me mantenía al margen y demostraba mucho más interés por los usos y costumbres de los vecinos de la ciudad, y por el pulso de ésta, que por las cuitas históricas, civiles, castrenses y demográficas del país.
¿Esto es todo? No, hubo otras cosas, como es natural, pero son de carácter íntimo y sería frívolo exponerlas a cuento de un lugar en el que ahora se está materializando el infierno. Tiempo habrá, o no, para contarlas en el último volumen de mis Memorias. Último, digo, porque acababa yo de cumplir setenta y nueve años el día en que hace ocho llegué a Kiev. Sospecho que ya nunca volveré a hacerlo.