No era mi intención levantar la pluma (metafóricamente hablando), pero me toca abajar las manos al teclado (literalmente hablando). Me había propuesto sólo tocar temas de reflexión sobre cuestiones de fondo, pausadas y sin dejarme arremolinar por los acontecimientos. Pero la historia muchas veces te sobrepasa con una avalancha de acaecimientos; y si no quieres verte superado debes plantarte como una estaca, mejor dicho como un roble, y reflexionar sobre lo que hace temblar un suelo que muchos creían firme y fácil de domeñar.
En muchos foros, conferencias y escritos, he reflexionado sobre el independentismo y la necesidad de comprenderlo y no precisamente para derrotarlo sino para “desencantarlo”. Creer que el independentismo es un enemigo externo y objetivable, es caer ya en la trampa que nos ha tendido. El independentismo no es –si es que alguna vez lo fue- un tema político, aunque formalmente se disfrace de tal. El independentismo es una de las múltiples manifestaciones de una enfermedad espiritual que se llama nihilismo y que se ha extendido por todo Occidente. Pensar que el combate contra el independentismo es político, es caer en el mayor de los errores estratégicos. Pues cada derrota de ese aparente enemigo, él sabrá transformarlo en victoria. ¿Acaso no tenemos el 11 de septiembre como ejemplo claro de ello?
Hace escasos días por no decir horas, el Gobierno regional de Cataluña, inició una campaña, ambigua y sutil a favor del referéndum de independencia. El anuncio no era explícito, para evitar que fuera desautorizado legalmente, pero sí que era/es tremendamente locuaz para entender el independentismo. El spot muestra una imagen que avanza sobre una vía de tren. En un momento determinado de desdobla la vía y hay que escoger uno de los dos caminos. Una voz en off, va relatando un sugestivo mensaje: “Naciste con el derecho a decidir, ¿renunciarás?”.
¡Qué escueto mensaje y cuánto contenido! Abro una digresión para una breve interpretación. “Naciste …”. La Generalitat proclama que tienes el derecho inalienable a decidir desde que naces. Pero implícitamente niega que tengas un solo derecho antes de nacer. Por eso careces de derechos hasta el parto y puedes ser suprimido impunemente. Pero si has nacido ya eres ciudadano de una democracia y adquieres el “derecho supremo” a decidir … incluso si quieres tener un sexo diferente con el que naciste. No existe autoridad alguna, sea la propia naturaleza, sea la de la comunidad bajo forma de padres o políticos, y mucho menos la Divina, que puedan determinarte a ser lo que tú no quieras ser. Como vemos, el anuncio no habla de referéndum, sino de una cosmovisión voluntarista de la vida. Y eso es lo que llamo nihilismo.
El nihilismo que ha sido tratado filosóficamente desde tantas perspectivas, puede resumirse como una actitud, no ante la realidad que la niega, sino ante la nada. Cambiar de sexo, de patria, de relaciones vitales, de formas y condicionantes sociales o morales, no es una reafirmación. Por el contrario, el nihilismo es una huida de una estado mental y situacional que hace insoportable la realidad presente e impone la búsqueda de nuevas formas de no-ser. Por eso, (no seamos estúpidos), no podemos conformarnos con ver el independentismo como una cuestión política o de conflicto jurídico administrativo. Por, ende, una Constitución que garantiza que no hay un solo principio estable, no puede frenar el alma independentista. Pues ésta se mueve por otras lindes que la clase política es incapaz de vislumbrar.
La desesperante “búsqueda de formas de no-ser”, es lo que ha permitido la construcción imaginaria de una nación que sólo existe en las mentes de algunos. Es por ello que el nacionalismo no es una cuestión que se pueda ya debatir en parlamentos o en las tribunas públicas. El nacionalismo es una forma de nihilismo que pretende crear una “realidad irreal” donde reposar tras su huida de la “realidad-real”. Pero si alguna vez alcanza ese no-lugar, la desesperación anímica persistirá. Entonces no le queda más remedio que achacar a algún agente externo su perpetua insatisfacción. El nacionalismo no puede amar una Patria, solo puede odiar una nación opresora, que no es otra cosa que la proyección mental de sus propias ofuscaciones.
Mientras escribo, echo un vistazo por casualidad a un libro que sobre sale de una estantería. El título lo dice todo Una burgesia sense ànima (Una burguesía sin alma). Hubo un momento que la burguesía catalana vivía y bebía de venenosos ideales inoculados por el romanticismo. Ya en época decimonónica, la transformación de la realidad se manifestó primeramente de forma literaria y artística. No obstante, la burguesía catalana aún era una clase social ilusionada con sus conquistas y auto-deslumbrada de su poderío. No dudó en querer regir los destinos de España desde la sombra, y cuando no lo pudo lograr pataleó como un niño pequeño y se entregó a la ideología (el catalanismo) que había construido como argamasa de su poder. Pero el Golem cobró vida y emergió como una izquierda redentora deseosa de vengarse de la propia burguesía que la había creado. La rebelión del monstruo contra el Dr. Frankentein su creador. ¡Cuánto nos daría de sí analizar las relaciones entre la Lliga regionalista de Cambó y la ERC de Companys, desde una perspectiva de parentesco paterno-filial!
De ahí el título de la obra que he citado: La burguesía sin alma. El autor, Francesc Vilanova, “denuncia” algo más que evidente. La entrega total de la burguesía catalana al franquismo cuando vio peligrar sus intereses. Luego, esto ya no lo relata, la burguesía se entregó a la transición y al juancarlismo, inmediatamente después se rindió a Pujol, el nuevo Caudillo. Y como trágico colofón se ha entregado a sus verdugos naturales: los revolucionarios de la CUP.
Lo que estamos presenciando estos días, y es sólo el inicio, no es el fracaso –una vez más en dos siglos- del Estado español. De lo que realmente somos testigos es de la lenta agonía de una burguesía catalana y de sus aparejos ideológicos: un catalanismo genéticamente conservador, pero revolucionario a la vez. Los antifranquistas más notorios, todos venían de familias franquistas y católicas. Por eso, si se hacía la revolución, al menos que fuera en un convento de capuchinos (la famosa “Capuchinada”). Los hijos de Papá de las familias franquistas, se permitían ser antifranquistas porque siempre había un tío curo o político al que recurrir. “Somos revolucionarios, pero de buena familia”, parecen decir las fotos que recogen aquellos episodios ya lejanos. Como un anciano con Alzheimer, la burguesía catalana, sin energía, ni inteligencia, ni voluntad, se entrega a sus caprichosos nietos de la CUP, que la esquilmarán.
Si llegara la independencia de Cataluña, no sería por un acto de poder o fuerza de los independentistas, sino por un voluntarismo sin otro sentido que la huida, y la ausencia de resistencias en su camino. Alcanzando el hipotético fin de su lucha multisecular, el independentismo iniciaría un proceso de autodestrucción y eliminación de los últimos restos de la Cataluña real. La independencia simplemente es el medio para el suicidio. Ya nos enseñaron el camino los románticos decimonónicos, demostrando que su fin natural era suicidarse al darse cuenta que el amor deseado era un imposible. Ahora ya sólo queda quitarse la careta y afrontar el vacío bajo los pies. ¿De qué sirvieron los fastos del tercer centenario de la derrota de 1714? Sólo para realimentar la nostalgia romántica. Pero pronto se olvidaron las “injusticias” de 1714, para proclamar el derecho de autodeterminación, sobre mi cuerpo, mi “nación”, mi alma y, en fin, mi vida. Sea dicho de paso, quien proclama este principio con tal énfasis, es sólo para justificar su auto-negación. Y esto es lo que está pasando en mi amada tierra catalana: un suicidio colectivo, germinado desde hace mucho tiempo, pero que ahora vemos el fruto (podrido).
El malestar de los separatistas nada tiene que ver con aquella épica derrota de 1714. No. Es la insatisfacción propia de los individuos que se han impregnado de posmodernidad nihilista. Sin darnos cuenta, hemos inhalado el mefítico aire que nos rodea y que surgió de los laboratorios de ingeniería social del nacionalismo. Cataluña no agoniza por culpa de España, sino por no poder respirar del aire de ese frondoso bosque al que pertenecía –la Hispanidad- y del que apenas ya emana aire limpio. La modernidad nos ha despojado de lo que nos daba vida y ese bosque no era otro que lo que siempre se denominó la tradición hispana. Los separatistas buscan Ítaca, y sólo encontrarán desierto. Y los que piensan en el resto de España que esto no van con ellos, decirles que esto va con todos. Pero de eso ya escribiré otro día.
Levanto las manos del teclado, con tristeza por un lado, pero con la alegría por otro de saber cuál es mi lugar, cuál mi responsabilidad y, sobre todo, dónde quedan caños de agua limpia y recodos del camino con viejos robles que dan sombra y proporcionan vida. Y ahí me aferro a los restos de la realidad. Lo demás es vana alucinación que me abocaría al nihilismo y no pienso entrar en su juego.