Una persona tóxica causa daño a los demás, se lo causa a sí misma y no consigue a cambio más que sinsabores. Igual que hay personas y personalidades tóxicas, hay ideologías tóxicas, devastadoras e inútiles; nada les sobrevive, nadie se beneficia de ellas (ni siquiera, a largo plazo, sus propagadores/activistas), y ni una frase de perdón condescendiente merecen en los libros de historia. Seamos sinceros: todo el mundo tiene derecho a mantener sus convicciones y exponer sus opiniones, pero ni todas las convicciones son respetables ni todas las opiniones son razonables. Es el caso del nacionalismo, naturalmente: la ideología suicida por romántica, tóxica por antonomasia.
Durante todos estos días (tantos días ya…) de dramatización del delirio nacionalista/separatista en Cataluña, quedan para la anécdota la cantidad de disparates, salidas de tono y patetismos protagonizados por los dirigentes del invento. La última, esa especie de “espantá” del expresidente Puigdemont camino de Bruselas, donde fue recibido con todo cariño por los neonazis flamencos y un abogado de etarras en peligro de extradición. Pero eso es anécdota, cierto, el colofón al “irse a Girona de vinos” que se permitió el ínclito al día siguiente de declarar la República Catalana; su silencio pasmarote en momentos históricos, su sonrisilla inescrutable y embobada mientras las masas separatistas callejeras berreaban de entusiasmo ante la promesa de una República recién nacida, tan joven como incapaz, por breve y surrealista; inepta hasta para lo simbólico, como arriar la bandera española en la sede de la Generalitat. Y anécdota aparatosa, vodevilesca, fue la comparecencia de Puigdemont en un club de prensa bruselense, ante la imposibilidad de hacerlo en algún espacio oficial de la UE, contando su versión del desatino y colocando al “gobierno de la Generalitat”, a efectos electorales, en el “exilio”.
Lo que queda, el sustrato, la verdad irrepresentable del fenómeno, es la eficacia operante de la sentimentalidad transformada en ideario político. Llamemos de nuevo a las cosas por su nombre: no todo el mundo está capacitado ni tiene instrucción y criterio suficientes para “afinar ideas”; pero todo el mundo tiene sentimientos, no digamos emociones; y ese es el venero del que históricamente se ha nutrido y se seguirá nutriendo el nacionalismo: la emoción convertida en reacción, el sentimiento convertido en doctrina.
En los últimos meses (años) se ha abusado del verbo “sentir”, la expresión “me siento”, en este contexto de enfrentamiento identitario. Unos “se sienten” catalanes antes que españoles, otros a la inversa, otros al 50% y otros excluyen ambas consonancias. ¡Como si la política y los asuntos de lo público fuesen una cuestión de sentimientos! Precisamente es todo lo contrario, justo para eso se inventó la política: para impedir que la visceralidad, el apego irrefutable a “lo íntimo”, el valor de “lo propio”, prevalecieran sobre la razón objetiva que debe conducir toda acción ajustada al interés colectivo. La política, desde ese punto de vista, es la capacidad de ordenar y organizar los sentimientos y convicciones particulares para transcenderlas a la categoría de pensamiento racional, articulado en forma de leyes y, por eso mismo, útil al conjunto de la ciudadanía. Lo demás son mitos y leyendas. Majaderías.
Cierto es que “la convicción” siempre parece justa, puesto que nace del sentimiento, en tanto que los sentimientos son legítimos vengan de donde vengan… Pero resultan no sólo inválidos, sino arrasadores para la convivencia de un país. Cuando la convicción particular se eleva a doctrina, y la doctrina a precepto, llegamos al contexto más nocivo: la secta. Y no cualquier secta, sino una secta especialmente masiva y radicalmente destructiva. De nuevo el nacionalismo.
Las personas tóxicas devastan su entorno. Las ideologías tóxicas dejan atrás frustración, rabia, resentimiento… desolación. Como un mal sentimiento. Como un mal sueño.
Como lo que son: veneno para el alma, mugre para el pensamiento.