Como Nietzsche tuvo el coraje de aventurarse jenseits von Gut und Böse, “más allá del bien y del mal”, así el desafío teórico-práctico de nuestro tiempo coincide con la voluntad y la capacidad de impulsarse “más allá de la derecha y de la izquierda”. Por encima de la agorafobia intelectual y política, y superando la fidelidad nostálgica a mapas conceptuales y símbolos identitarios incapaces de arrojar luz sobre el presente, deben prevalecer el coraje teórico y la pasión creativa, capaces de recategorizar la realidad sobre nuevas bases cognitivas y teorizar nuevos escenarios desde la filosofía política. In specie, será necesario contar con un «plustrabajo hermenéutico» que conjugue alternativamente la dicotomía de Freund und Feind, de «amigo y enemigo», coesencial a la esfera de lo político, y que lo haga de tal manera que esta pueda volver a hacer presa sobre la realidad magmática de la política de la globalización mercadista.
Esa última, que es el humus del nuevo capitalismo absoluto-totalitario (turbocapitalismo), no se deja cuestionar, comprender y, menos aún, “resolver” prácticamente, mediante las tradicionales categorías de derecha e izquierda. Por el contrario, requiere la mise en forme de nuevas figuras conceptuales de las que actualmente se carece; y que, en la práctica, como se ha subrayado, el poder neoliberal, con su extremismo de centro, se esfuerza con diligencia en evitar que maduren, movilizando para ello el poder intelectual y el archipiélago semántico proscriptivo de la Neolengua. Recordando a Gramsci, el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer, y es en ese claroscuro donde cobran vida los monstruos más insidiosos. De facto, el capitalismo absoluto-totalitario de la globalización se acompaña de una organización simbólica del espacio político, que es manejada unilateralmente desde arriba hacia abajo, por el Señor global-elitista contra el Siervo nacional-popular.
La imagen, empleada por nosotros, del águila neoliberal con doble apertura del ala, aparece, en este momento, heurísticamente fecunda: de hecho alude, por un lado, a la organicidad de la derecha y de la izquierda en el seno del poder dominante; y por otro, al movimiento vertical de la lucha de clases unidireccional que los de arriba libran contra los de abajo. La guerra de clases en la época del turbocapitalismo, tal como está planteada, se presenta como una masacre unívoca. Y está icásticamente representada por el rapaz planear del águila sobre las clases medias y sobre las clases trabajadoras, sobre los pueblos y sobre las naciones: en definitiva, sobre el polo dominado que, desde abajo, sufre pasivamente las agresiones del polo dominante.
En particular, la organización simbólica del espacio político se gestiona hoy de manera monopólica y pro domo sua desde arriba, sobre la base de una renta simbólica acumulada en el imaginario social de las generaciones precedentes. Y la antítesis entre derecha e izquierda es parte integrante de esta herencia simbólica, manejada capilarmente de tal modo que la contraposición realmente existente entre arriba y abajo nunca se manifiesta. Y dado que – Gramsci docet – la lucha de clases es siempre también una lucha cultural, este ocultamiento de la dicotomía realmente existente entre lo alto y lo bajo, mediante el desvío de la mirada hacia la ahora ficticia lucha entre la derecha y la izquierda, forma parte en sí mismo del conflicto cultural de clase, dirigido en sentido único por el alto contra el bajo.
En el escenario del «gran teatro» falsamente pluralista del sistema, la derecha azulina y la izquierda fucsia, totalmente subsumidas bajo el capital, escenifican una representación que produce, al mismo tiempo, distracción y desvinculación respecto del conflicto vertical manejado unívocamente por el polo dominante. Derecha e izquierda, como se ha evidenciado, representan indistintamente arriba contra abajo. Así que la dicotomía, por una parte, queda vaciada mediante la subsunción bajo el capital de los dos polos, ahora redefinidos como prótesis del partido único neoliberal y como alas del águila capitalista; y, por otra parte, se reimpone artificialmente desde arriba para organizar de modo inocuo el espacio simbólico de la política, a fin de que ésta última ratifique de plano y sin inoportunas interferencias, las decisiones soberanas del mercado y del bloque oligárquico neoliberal borderless. Esta organización inofensiva del espacio político se obtiene creando el sentido de la alternativa posible (que, por supuesto, siempre se resuelve en una alternancia sin alternativa), e impidiendo que los de abajo se estructuren de modo potencialmente revolucionario contra la globalización capitalista, esto es, dando salida compactamente, en un movimiento vertical, a la propia ira preñada de buenas razones contra el cielo de la plutocracia neoliberal.
Desde otra perspectiva, el alto neoliberal triunfa en la medida en que impone sus propios mapas conceptuales y su propia simbología política al bajo, logrando que éste último siempre se oriente hacia el interior de la jaula de acero del capitalismo, sin llegar nunca a tomar conciencia del éxodo necesario. A este respecto, la díada de derecha e izquierda coincide con una prótesis politológica artificial de adhesión consensual del bajo al proyecto del alto, de los dominados a la hegemonía de los dominantes, del Siervo al tableau de bord del Señor . Esta prótesis viene impuesta forzosamente, gracias a la violencia simbólica organizada desde grupos intelectuales. El objetivo es, de un lado, el control capilar del consenso y el disenso en el interior de la jaula de acero del modo de producción capitalista; y, del otro, el mantenimiento vigilado y supervisado de ideologías identitarias de pertenencia para los períodos electorales, de manera que estas últimas, bajo un falso pluralismo, permitan al orden neoliberal reproducirse imperturbablemente sin ninguna posibilidad electoral de cuestionar realmente su integridad.
Por esta vía se garantiza que los períodos electorales estén controlados y domesticados, de modo que lo que ya está decidido desde arriba, en estancias cerradas y de una manera que es todo menos democrática, parezca consensual y democráticamente elegido desde abajo. En concreto, en las elecciones, reducidas en la época del turbocapitalismo al rango de meras representaciones coreográficas destinadas a encubrir el carácter no democrático de la gestión de los asuntos públicos, una vez tras otra resultan «libremente» y «democráticamente» elegidas por los de abajo, variantes oligárquicas de la misma gestión de reproducción del orden neoliberal que garantizan el dominio unívoco de los de arriba. Parafraseando el título del estudio de Arnaud Imatz (Droite/Gauche, 2016), aquello de la antítesis entre droite et gauche es ahora sólo un équivoche del que es necesario sortir cuanto antes; en última instancia, sería -en palabras de Costanzo Preve – un “mito incapacitante destinado a quebrar la resistencia popular a la cristalización oligárquica”.
Como han corroborado Alain de Benoist y Costanzo Preve, la democracia en la época del neoliberalismo se reduce así a un juego intrínsecamente no democrático, al autogobierno de las clases poseedoras. Estas, desde lo alto, permiten generosamente que los de abajo elijan entre fuerzas políticas, candidatos y programas que, en forma falsamente plural, expresan igualmente los mismos intereses, objetivos y puntos de vista de clase de los de arriba. Las opciones plurales que se pueden elegir de vez en cuando en las elecciones, son preventivamente pasadas por el tamiz del orden neoliberal. Eso demoniza, condena al ostracismo y deslegitima cualquier posible formación que no sea orgánica al orden liberal mismo y a su ficticia división según la díada derecha e izquierda.
También –pero no sólo– por ese motivo, el orden neoliberal del turbocapitalismo se legitima idealmente como democrático, pero resultando en esencia una oligarquía plebiscitaria de marca financiera. Utiliza los procedimientos de legitimación democrática para imponer contenidos que no son democráticos, y que sólo reflejan los mismos intereses y decisiones soberanas de los de arriba. Decide autocráticamente, en las «estancias cerradas» de la plutocracia neoliberal y en sus cumbres privadísimas (Grupo Bilderberg, Foro Económico Mundial, etc.), las trayectorias a seguir, las «reformas» a realizar y las prioridades a ser implementadas; y provoca que sean in actu ejecutadas por la alternancia sin alternativa de la derecha azulina y la izquierda fucsia, legitimadas a través de elecciones en las que los pueblos son interpelados y llamados a elegir “libre y democráticamente”, cuál de las dos alas del águila neoliberal deberá llevar a cabo las decisiones tomadas aguas arriba desde la cúspide neoliberal. Con lo que también cobra veracidad el dicho de Mark Twain, según el cual, el poder no nos permitiría votar si realmente, sic stantibus rebus, el voto sirviera para cambiar el orden de las relaciones de fuerza.
De esta manera, en el tiempo del capitalismo absoluto, el propio sufragio universal queda vaciado de toda eficacia. Y muta en una simple aclamación de dramatis personae que, tanto en la derecha como en la izquierda, deben preventivamente resultar «creíbles», esto es, coherentes camareros del orden de la globalización mercadista. Estas dramatis personae de la política, cada vez más indistinguibles de los influencers y de los actores publicitarios, deben atraer tras de sí los consensos necesarios para que el proyecto de clase no democrático de la élite plutocrática, de arriba, parezca democráticamente compartido y, además, soberanamente elegido desde abajo.
Por ello, el consenso es de fundamental importancia, con el fin de que el poder de los grupos dominantes se ejerza mediante la hegemonía, que es precisamente una dominación de clase no impuesta con la violencia, sino aceptada consensualmente también por quienes, por intereses y posicionamiento en el esquema de equilibrios de poder, deberían oponerse. El poder intelectual y la fuerza superestructural administrada por los heraldos del pensamiento único deben, en todo caso, impedir que las clases dominadas adquieran verdadera conciencia de sí y del conflicto efectivo entre lo alto y lo bajo. Y es principalmente en esta dirección en la que se orientan, encontrando en la contraposición cultural y política asumida por los de abajo según la antítesis entre derecha e izquierda, su propia y más relevante arma de división y, al mismo tiempo, de distracción de masas.
La distracción de masas hace que el pueblo teledependiente y tecnonarcotizado no se dé cuenta de que las decisiones se toman puntualmente y al margen de él, en espacios privados y distantes de los parlamentos, que simplemente ratifican esas resoluciones confiriéndoles una apariencia de democracia. El berlusconismo, en Italia, ha creado escuela: además de marcar el declive de la política, sustituida por la figura del emprendedor que trata al Estado como una empresa (la «empresa Italia»), introdujo el modelo televisivo y de la “sociedad del espectáculo” en la esfera de la política. Según lo que Stiegler ha definido como la télecratie contre la démocratie, el ciudadano-elector, a partir de ese momento, ha pasado a ser entendido y tratado como espectador-consumidor (homo videns), guiado sin solución de continuidad, desde la televisión en la sala de estar a la cabina electoral, eligiendo, tanto en la pantalla como en la papeleta electoral, las figuras y rostros que encuentra más agradables.
La elección electoral es de todo punto ficticia, del mismo modo en que lo es la que se da entre las diversas mercancías que, altamente diferenciadas al expresar el mismo orden de cosas, pueblan los espacios cosificados de la civilización del consumo. Ya sea que se elija la mercancía X o la mercancía Y, se reconfirma siempre desde cero el horizonte de la civilización mercadoforme; de manera análoga, la elección de la derecha neoliberal azulina o de la izquierda neoliberal fucsia valida igualmente el orden dominante. La política misma, por lo tanto, termina siendo mercadizada, como se desprende de la forma en que los candidatos y los partidos se anuncian como cualquier otra mercancía. Y es también por esta razón que los políticos, como camareros de la global class dominante, son sistemáticamente chantajeados por personal especial no electo; un «staff» que, utilizando el poder judicial o el intelectual, debe estar siempre dispuesto a intervenir cuando sea necesario, incluso en el remoto caso –insistió mucho Costanzo Preve- en que los mencionados políticos de librea fucsia o azulina se atrevieran a intentar escapar al control de las oligarquías plutocráticas soberanas. La «política de los partidos» antagonistas entre sí, propia de la fase dialéctica, es sustituida en el escenario post-1989 por la «política de los mercados”.