El mito tenebroso de la Cultura

La Idea de «Cultura», con mayúsculas -esto es, como Idea-clave, Idea-fuerza, Idea- cúpula- la inventaron los alemanes con la peculiaridad metafísica que les caracteriza. Fue una Idea que se incubó en las universidades de los políticamente desunidos Estados alemanes -y que ganaría prestigio tras la unificación política de la nación canónica alemana- por profesores como Herder, Fichte, Dilthey, Windelband, Rickert, Ostwaldt, Frobenius, Spengler, Cassirer y por supuesto, como el que más, Hegel, para el cual la Cultura es el momento inmanente del Absoluto «y expresa su valor infinito» (Hegel, 2005b: 310). Es por tanto una Idea «moderna», una Idea que no existía porque no podía existir en la antigüedad ni en la Edad Media. En la antigüedad las Ideas de «técnica», «poesía», «pintura» o «arte», así como las Ideas de latinitas o aticismo, y urbanitas y helenismo bloqueaban la constitución de la Idea de Cultura en sentido objetivo.

La Idea de Cultura (de Cultura objetiva) no es, pues, una Idea eterna o surgida in illo tempore, ya que apenas tiene doscientos años. Se trata de una Idea relativamente reciente, la cual sigue de plena actualidad teniendo un gran prestigio y relevancia. Aunque ya en 1725 Juan Bautista Vico en su Ciencia nueva habló de la «naturaleza común de los pueblos», y en 1728 Feijoo proyecta en el tomo II de su Teatro crítico universal un «mapa intelectual y cotejo de naciones»; en 1748 Montesquieu se refirió al «espíritu de las leyes» en un sentido muy parecido al de «cultura de un pueblo»; y lo mismo hay que decir del concepto de «siglo» que empleó Voltaire en 1753 (en referencia al siglo de Luis XIV), o del concepto de «civilización» de Mirebeau o Turgot. «Pero una cosa es haber entrado y pisado un nuevo territorio, incluso advirtiéndolo como peculiar, y otra cosa es recortar sus supuestos límites y, a través de ellos, enfrentarlo a otros territorios ya previamente delimitados, tales como “Naturaleza cósmica”, “Revelación divina”, “Conciencia moral”, “Artes”, “Leyes” o “costumbres”. La vacilación de las denominaciones utilizadas, y su carácter metafísico, manifiesta que todavía no estaba definido el nuevo territorio y que éste necesitaba un nuevo rótulo. Que sería precisamente el de “Cultura”, en el sentido moderno de la expresión» (Bueno, 2004d: 70).

Pero, ¿por qué aparece esta Idea a finales del siglo XVIII y no antes? ¿Por qué es tan tardía? Porque había obstáculos potentísimos que impedían que saliese antes; obstáculos que, paradójicamente, fueron necesarios para la construcción de la Idea de Cultura objetiva; todo ello inmerso en el entramado del proceso de inversión teológica. V eámoslo.

Desde una mirada un tanto superficial podría darse la apariencia falaz de que la Idea moderna de Cultura vendría a presentarse como una mera extensión o extrapolación de la Idea tradicional de cultura: la «cultura subjetiva» (cultura animi de Cicerón, que los alemanes interpretaron como Bildung: la formación educadora mediante el trabajo). El término «cultura» en la antigüedad se expresaba a través de un uso sincategoremático, pues siempre estaba incluido genitivamente a otro término (así tenemos agri-cultura, cultura animi…). Visto así la Idea registra un tono subjetivo, psicológico; viene a ser, en definitiva, la cultura de una persona en particular: sus experiencias, sus saberes, sus gustos por la música, la pintura, la literatura, etc. Es más bien una cultura intrasomática (capa subjetiva), aunque nutrido por la cultura intersomática (capa social) y extrasomática (capa material). En cambio, la Cultura objetiva, la Cultura moderna (o mejor dicho, la Idea de Cultura objetiva moderna: que a nuestro juicio es un mito oscurantista y confusionario), se expresa de modo exento; es decir, el término «Cultura», en su moderno sentido, se sustantifica y generaliza, y es por ello una idea metafísica. «La idea metafísica de Cultura comporta una visión “holística” de la cultura, es decir, la visión de cada cultura como una totalidad global sistematizada que se comparará muchas veces con un organismo viviente. La cultura objetiva, en su acepción metafísica, será presentada como una “interconexión espiritual de partes” que se comunican entre sí un mismo aliento (la arquitectura, la literatura, la música, las leyes, &c.), transmitiéndose una misma “espiritualidad” (por la lengua, por las instituciones jurídicas, por la música, por la tecnología, por la religión y hasta por el modo de morir)» (Bueno, 2004d: 67). La oscuridad de la Idea de Cultura objetiva está en la unidad de sus partes y la confusión en la distinción con las partes de su entorno. El «mito antropológico-filosófico de la cultura» es una «idea capaz de ecualizar (“lisológicamente”) a las más heterogéneas culturas de los etnólogos o los antropólogos han ido delimitando. Ideas que aparecen expuestas en bronce en el atrio del Museo Nacional de Antropología de México: “Todas las culturas son iguales”. Una sentencia que, al apelar a la relación de igualdad, sin dar parámetros, no tiene más valor que la sentencia opuesta: “Todas las culturas son desiguales”» (Bueno, 2016c: 12-13).

Es, pues, a partir de la llamada «modernidad» cuando se empezará a hablar de «la Cultura», una forma de englobar una cantidad de materiales muy heterogéneos y nebulosos, un «todo complejo», un entramado de instituciones desarrolladas in medias res que se codeterminan en symploké y que por tanto no siempre están en armonía. Desde las coordenadas del materialismo filosófico, lejos de toda metafísica sublime, la Cultura viene a ser una reorganización normativa de cursos naturales previamente establecidos de múltiples operaciones violentas que los hombres han ejercido en dichos cursos transformándolos en unas morfologías que por sí mismos, por inercia, jamás se hubiesen alcanzado.

La Idea de Cultura es producto de los países de la órbita protestante, es por ello una Idea germana; como hemos dicho, una Idea que se ha ido configurando y desarrollando en las universidades alemanas, en su lucha por la Cultura (contra la Cultura católico- romana y también contra la filosofía ilustrada procedente del cartesianismo, como se vio después con Bismarck en la Kulturkampf). Según Hegel, el catolicismo no supo alcanzar la verdadera libertad, misión que le fue encomendada a Lutero, el héroe del cristianismo al liberarlo de sus rejas romanas. La Cultura objetiva ha dejado de ser el Espíritu Subjetivo de cada cual y viene a ser el Espíritu del Pueblo, esto es, el Volkgeist (Volk significa «vulgo», de ahí que -como ironiza Bueno- el lenguaje les jugase una mala pasada), la encarnación parcial de la Idea. La Idea de cultura subjetiva es cronológicamente anterior a la de Cultura objetiva, pero una vez que se configura la Idea de Cultura objetiva la Idea de cultura subjetiva se empezaría a explicar desde la Cultura objetiva o será reducida como un caso más de ésta, la cual envuelve a los sujetos culturales.

El mito tenebroso de la Cultura empezó probablemente con Herder (sin perjuicio de los antecedentes que hubiese, pues nada sale de la nada). Pero es en Hegel donde este tenebroso mito cristaliza con más fuerza y se consagra definitivamente (como pasa con el proceso de inversión teológica). Es entonces en el sistema hegeliano donde la Cultura llega a realizarse como Espíritu Absoluto en el drama de la Historia Universal, y por eso el mito de la Cultura cristaliza con más fuerza. «La cultura es por lo tanto en su determinación absoluta la liberación y el trabajo de liberación superior, el punto de tránsito absoluto a la infinita sustancialidad subjetiva de la eticidad, que ya no es más inmediata, natural, sino espiritual y elevada a la figura de la universalidad» (Hegel, 2005b: 309). Podría decirse sin exagerar que el idealismo alemán estaba inspirado en el mito de la Cultura.

La Idea de Cultura la interpreta Hegel a través de la Idea de Espíritu Objetivo, el cual, en palabras de Ortega, es un «desalmando», y sin embargo es el canal por el que las almas quedan conformadas (envueltas y determinadas por la objetividad del Espíritu). El Espíritu Objetivo no es propiamente humano, sino más bien praeterhumano; Hegel es el representante y el prototipo más potente de lo que Gustavo Bueno ha llamado la concepción espiritualista del praeterhumanismo cultural, pues en parte identifica y en parte separa al Hombre de la Cultura (el caso de Marx sería un materialismo praeterhumanista de signo optimista y, como veremos, tan escatológico como el de Hegel). Pero el colmo del refinamiento de la Cultura se desarrolla en las tres fases del Espíritu Absoluto: arte, religión y filosofía como saber absoluto. El Espíritu Absoluto vendría a ser la fase superior del desarrollo del Espíritu en la Historia Universal. Y es a través de la Idea de Espíritu Absoluto la forma en la que la Idea de Cultura ha culminado definitivamente; forma que ha tenido que pasar por la necesidad del ascenso del Espíritu, esto es, desde el Espíritu Subjetivo, pasando por las instituciones del Espíritu Objetivo (plataforma en la que emerge la Idea de Cultura), hasta encontrarse a sí mismo en la esfera del Espíritu Absoluto que, a nuestro severo juicio materialista, es tan sólo un «sueño dogmático» aunque una gran construcción archimetafísica pensada desde la plenitud del monismo panlogista en la que todo será racional y en el que como pez en el agua se moverá el mito tenebroso de la Cultura.

Pero los tres pilares en los que se funda la fase superior del Espíritu que son el arte, la religión y la filosofía serían inexistentes sin la realidad institucional del Estado: «El derecho del Estado está, por lo tanto, en un nivel superior al de los otros estadios; es la libertad en su configuración más concreta, que sólo se subordina a la suprema verdad absoluta del espíritu del mundo» (Hegel, 2005b: 114). Dicho de otro modo: es el Estado la conditio sine qua non de la Cultura, siendo ésta aquello que impone la producción de la universalidad del pensamiento para la realización efectiva del Espíritu en el mundo, el cual «es lo ilimitadamente absoluto» (Hegel, 2005b: 108).

La dialéctica del Espíritu, según Hegel, se desarrolla de forma inmanente en la Historia Universal, la cual es movida por los motores del trabajo y la guerra (y esto tanto en la dialéctica de clases como en la dialéctica de Estados). El trabajo es la condición necesaria del surgimiento de la Cultura. El trabajo transforma la Naturaleza, y dicha transformación hace al Espíritu libre, pero sólo a través de la Naturaleza y del trabajo pueden los hombres mantener relaciones y establecer enfrentamientos dialécticos entre sí («la lucha por el reconocimiento»). Aquí la dialéctica del amo y el esclavo, así como la del señor y el siervo, juegan un papel muy importante. Así como la dialéctica entre burgueses y proletarios jugará un papel muy importante en la Idea de Producción, tal y como se interpretó desde el marxismo; pues la Idea de Producción es la transformación materialista de la Idea de Cultura, como a su vez ésta lo era, aunque desde el idealismo, de la Idea de Gracia. Gracia, Cultura y Producción forman así una trilogía bajo el guion de la Providencia, el Progreso y la Revolución respectivamente.

En la Edad Media, hemos dicho, no existía la Idea de Cultura en sentido objetivo. Su lugar lo ocupaba la Gracia, la Gracia que elevaba y santificaba y que era enviada por la divina providencia para salvar a los hombres del pecado original, de la des-gracia (así como también era representada como el fundamento del poder político en tanto sacramento de la unción real o imperial: Non potestas nisi a Deo, decía San Pablo en Romanos 13.1). Se afirmaba, de modo dogmático, que la Unión Hipostática eleva a los hombres a la condición de almas plenas de Gracia. No solamente la religión, sino el lenguaje, el Estado, las artes y todos los bienes eran dones de la Gracia, regalos de la Providencia; de ahí que la Idea de Gracia prefiguraba la inversión teológica, ya que desde la Gracia se explicaba la historia humana, el Estado, la economía política, la moral y desde luego la religión. Así, la Idea de Cultura no se forjó ex nihilo, sino que fue producto de otras ideas que le precedían. La Idea de Cultura surgió a raíz de la metamorfosis de la Idea medieval del Reino de la Gracia; es decir, el Reino de la Gracia se metamorfoseó en el Reino de la Cultura. Así, el puesto que ocupa en la Edad Media, en el Antiguo Régimen, la Gracia lo ocupó ya en el Nuevo Régimen (el régimen de la sociedad moderna de la burguesía industrial teóricamente holizadora) la Cultura, como consecuencia de los importantes cambios sociales, económicos y políticos (y, por supuesto, filosóficos) dados a finales del siglo XVIII, el llamado «siglo de las luces», el siglo de la llamada «Ilustración» de la «diosa de la razón», que desembocó en la razón del Espíritu Absoluto hegeliano (aunque Hegel también pensó contra los «ilustrados» estableciendo una nueva síntesis «superadora»). Por lo tanto, la Idea teológica de la Gracia es una idea homóloga (y no solamente análoga) precursora de la Idea de Cultura, y sobre todo de la Idea alemana de Cultura. Una Idea no meramente contemplativa sino implantada políticamente contra la cultura romana como se vio en la política del citado Bismarck, cuyo Kulturkampf desvió la dialéctica de clases a la lucha entre católicos y protestantes, y en la dialéctica de Estados entre los católicos franceses y los luteranos alemanes; porque las Ideas no son inocentes e incluso se manchan de sangre. «No nos parece del todo gratuito tomar como fecha simbólica de la “mayoría de edad” de la idea de cultura (o del mito de la cultura) en cuanto mito político la de 1871, es decir, la fecha en la que comenzó el Kulturkampf de Bismarck (el término fue acuñado por Virchow, el “fisiólogo ateo”)» (Bueno, 2004d: 129).

La Gracia presupone la libertad de, la libertad negativa; aunque eso sería en la otra vida, una vez que el alma se ha emancipado de su naturaleza corpórea concebida como una red o una jaula que aprisiona al hombre, aunque en el ascenso definitivo del día del Juicio Final las almas se elevan con sus cuerpos gloriosos. Del mismo modo, mutatis mutandis, la Cultura, el ocio y el deporte emancipan al hombre en esta vida. El énfasis ideológico que retrata a la Cultura como valor supremo representa la esencia misma del mito tenebroso de la Cultura. «La Cultura os hará libre», sería el lema del evangelio del mito de la Cultura.

La Idea de Cultura disuelve la Idea teológica de la Gracia, consecuencia de lo que arriba hemos llamado proceso de inversión teológica. «Como motor principal de la transformación del “Reino de la Gracia” en el “Reino de la Cultura” habría que considerar el proceso de constitución de la “sociedad moderna” en la medida en que precisamente esa constitución comparta la cristalización de la idea de Nación, en su sentido político, como núcleo ideológico característico de la consolidación de los Estados modernos» (Bueno, 2004d: 141). Si durante el Antiguo Régimen alguien se situaba fuera del ámbito de la Gracia, era un des-graciado; durante el Nuevo Régimen, si alguien se sitúa fuera de la Cultura es un in-culto (o un salvaje, con permiso de Lévi- Strauss). Se trata, pues, de todo un proceso de secularización, lo cual quiere decir sustituir «sociedad eclesiástica» por «sociedad civil», «Artes Sagradas» por «Bellas Artes», «Dios» por «Hombre» y, en definitiva, «Gracia» por «Cultura». Y así el domingo dejaría de ser el «día del culto al Señor» para ser el «día de la Cultura», y los sacerdotes del mito de la Cultura son los «artistas e intelectuales», «los nuevos impostores» (Bueno, 2012d: 2).

Ya Leibniz había hablado de la «armonía entre el reino Físico de la Naturaleza y el reino Moral de la Gracia, esto es, entre Dios considerado como Arquitecto de la Máquina del universo y Dios considerado como Monarca de la ciudad divina de los Espíritus» (Leibniz, 2001: 132). Y asimismo la armonía preestablecida corresponde con la divina Providencia: la inversión teológica estaba en ciernes, y en la Idea de Dios se estaba incubando la Idea de Hombre, tan metafísica como la primera (como desde su anarquismo individualista ya criticó Max Stirner).

La transformación del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura, vertebrada por el proceso de inversión teológica, fue correlativa a la debilidad de la fe católica en los reinos y a la emergente fe de otras iglesias. El Espíritu Santo, que soplaba a través de la Iglesia de Roma, dejó de soplar a partir de la secesión de la secta protestante y empezó a soplar a través del Espíritu de los Pueblos, el cual es la entidad supraindividual que constituye la Cultura. La Idea de Cultura, podríamos decir, surgió a raíz de la crisis de fe en el Espíritu Santo. En la Reforma luterana el Espíritu Santo no insuflaba su Gracia a través de la Iglesia apostólica romana, sino que ya era algo instalado en el fuero interno de cada criatura humana, en el seno del alma individual. Aun así, el soplo del Espíritu se manifestará también en las asambleas de los pueblos más diversos, y por eso el Espíritu Santo, elevante y santificante, se trasformará en el Espíritu del Pueblo conocido como Volkgeist. Kant, en el § 83 de la Crítica del juicio teleológico, sostiene que «El primer fin de la naturaleza sería la felicidad; el segundo, la cultura del hombre» (Kant, 2007: 371); lo cual, teniendo en cuenta el proceso secularizador de inversión teológica, viene a ser una reinterpretación del Génesis del hombre como la obra del sexto día de la Creación (aunque no se trata aún de la Idea de Cultura objetiva, sino de su prefiguración, es decir, Kant se refiere a la formación: Bildung).

Así pues, si en la Edad Media la Idea del Reino de la Gracia se centró en torno a la Idea de Espíritu Santo, en la Edad Moderna la Idea de Cultura se centra en la Idea de Hombre; aunque tanto esa Gracia como esa Cultura, así como ese Espíritu Santo y ese Hombre, son más bien paraideas y mitos tenebrosos. Por eso, desde nuestras coordenadas ateas y materialistas, la Cultura, en tanto sucedáneo laico de la Gracia, viene a ser una teología vergonzante o encubierta.

Es a raíz de la turbulenta dialéctica de clases y de Estados del decimonónico siglo -el momento en que empiezan a caer las monarquías absolutas a causa de las invasiones napoleónicas, precedidas por la metamorfosis del reino del Antiguo Régimen francés en nación política por holización: libertad, igualdad y fraternidad, guillotina mediante- cuando empieza la andadura de las naciones políticas canónicas (España, Alemania, Italia, etc.). En esta coyuntura el mito tenebroso de la Cultura se extiende por la cristianísima Europa con asombrosa precisión, pues la nación es el Estado de Cultura (Fichte) y esta Cultura es la palabra del «pueblo de Dios». Esto supone, por tanto, la secularización de la Idea de la Gracia, y la Cultura no sería otra cosa que un mito, pues dicha Idea es más bien una paraidea tan oscura como la paraidea de la Gracia (es decir, el mito tenebroso de la Cultura es tan oscuro y confuso como el mito tenebroso de la Gracia). Por tanto, la Idea de Espíritu Objetivo, al ser sólo posible por el soporte del Estado, implica la Idea de «Estado de Cultura», al que se refería Fichte, y la Cultura cumplirá un papel semejante al de la Gracia santificante de las doctrinas teológicas, pues «el Estado se considera como el reino cerrado de la cultura, y en tal calidad se halla en guerra natural contra la incultura» (Fichte, 1976: 158). Para Fichte lo importante no es la organización del derecho, ni la custodia del orden ni siquiera la felicidad pública sino la preservación y despliegue de la Cultura del pueblo o nación que requiere para ello un Estado. No obstante, «No es la cultura la que “tiende” a constituir un Estado: ésta fue precisamente la tesis de Fichte, la tesis del “Estado de cultura”. Es la nación moderna, y el Estado nacional, el que tenderá a hacer nacer o refundir ad hoc una cultura nacional, cuando no disponga de otras alternativas ideológicas más estrictamente políticas (como pudieran serlo el “Estado de derecho”, el “Estado democrático” o el “Estado de justicia”)» (Bueno, 2000c: 118).

Para Fichte la finalidad del Estado es la Cultura; y más aún: la finalidad del universo es la difusión universal de la Cultura, cuya consecuencia sería la formación de una república de los pueblos cultos. «Fácilmente podían entender los nazis que la “lucha por la cultura” de Bismarck era la lucha del pueblo más culto de la Tierra, el pueblo alemán, lucha cuyo último objetivo sería el elevar a la Humanidad a la condición de discípula de la cultura alemana o, por lo menos, de servidora suya; en particular, y de modo inmediato, a entender la lucha por la cultura como orientada hacia la extirpación de la cultura judía, de la cultura romana o de la cultura asiática, encarnada, a la sazón, por el comunismo estalinista» (Bueno, 2004d: 81).

La Idea de Estado de Cultura ésta de mucha actualidad en España, porque los secesionistas catalanes, vascos o gallegos (e incluso andaluces, valencianos, mallorquines, aragoneses…) se basan en tener una Cultura propia para fundar un Estado como fracción o putrefacción de una parte formal de la nación canónica que es España, y por ello son los más anacrónicos defensores del Estado de Cultura que postulaba Fichte (y de conseguir sus propósitos no formarían una nación canónica, sino, en todo caso, una nación fraccionaria que acabaría bajo el yugo de otras potencias que sí son naciones canónicas e incluso Imperios, agencias internacionales y otras sociedades políticas: Francia, Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos y el Vaticano, por no hablar de la infiltración musulmana muy preocupante en Cataluña). Los secesionistas reivindican una Cultura propia que reconocen como sus «señas de identidad» que remite a una sustancia profunda; pero estas premisas «no tienen en cuenta que las llamadas culturas, en cuanto unidades, no pueden ser en ningún caso sustanciales, sino, a lo sumo, círculos de causalidad que constituyen estructuras en el sentido del actualismo. Por tanto, que pueden estar englobadas por otras, capaces de difundirse por todas ellas, sino por ello subsumirlas íntegramente» (Bueno, 2005e: 168). «Desde la perspectiva del materialismo filosófico las “esferas culturales” se nos ofrecen más que como culturas sustanciales, como círculos causales morfodinámicos, torbellinos que incorporan partes o rasgos que no derivan tanto de una “plasma germinal”, de un genotipo interior, susceptible de evolución, sino de un núcleo histórico que pierde o recibe, asimila o incorpora, partes procedentes de otros círculos culturales. La difusión de rasgos segregables, por tanto, la interacción entre culturas, con los consiguientes conflictos mutuos, a veces sangrientos, institucionales, es el proceso más importante para explicar su historia» (Bueno, 2005e: 177).

Bibliografía:
– Bueno Martínez, Gustavo
* (2000c) «España frente a Europa». Alba Editorial. Barcelona 2.000
* (2004d) «El mito de la Cultura». Prensa Ibérica. Barcelona 2.004
* (2005e) «España no es un mito». Temas de hoy. Madrid 2.005
* (2012d) «Los intelectuales; los nuevos impostores». El Catoblepas, número 130. Diciembre 2.012
* (2016c) «El mito de la Cultura». Pentalfa. Oviedo 2.016
– Fichte, Johann Gottlieb
* «Los caracteres de la Edad Conteporánea». Biblioteca de la Revista de Occidente. Madrid 1.976
– Hegel, Georg Wilhelm Friedrich
* «Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política». Edhasa. Barcelona 2.005
– Kant, Immanuel
* «Crítica del juicio». Tecnos. Madrid 2.007
– Leibniz, Gottfried
* «Monadología». Biblioteca Nueva. Madrid 2.001

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