En el clima sectario que arrastramos en Occidente la figura del intelectual aparece relacionada con el activismo político. Desgraciadamente desde aquellos años 60 en los que la liberación sexual, el anticapitalismo, el anticolonialismo, el optimismo utópico y un postmarxismo revolucionario, impregnaba la obra y acción de todo pensador que aspirase a estar de moda, la vida intelectual se ha concebido como un compromiso con la causa del socialismo. Y no con toda clase de socialismo. El epíteto positivo del intelectual comprometido estaba reservado, ya desde la Revolución de Octubre, para los Gorki, y andando el tiempo, para los Jean-Paul Sartre de turno, es decir, para el intelectual que militaba o simpatizaba con el comunismo. Los que se oponían eran intelectuales controvertidos, o simple y llanamente, lacayos del fascismo. Willi Münzenberg, primer presidente de la Internacional Comunista de la Juventud y organizador del Socorro Rojo, diseñó tempranalmente la estrategia de contar con personalidades independientes del mundo del arte, la literatura, el cine, la filosofía, el periodismo, la economía, en definitiva intelectuales, que de buen grado o por ingenuidad negaban el terror rojo e incluso consideraban a la Unión Soviética de Stalin abanderada de la democracia frente a la amenaza fascista. Eran lo que Münzenberg llamo los “compañeros de viaje” del comunismo. Tras el IV Congreso Mundial de la Komintern, de 1923, el propio Münzenberg señalaba cuál era su función primordial: “Existimos básicamente para hacer propaganda de la Rusia soviética a gran escala”. Ya entonces abogaba por deslizar sibilinamente actitudes de solidaridad hacia la URSS, como vanguardia del socialismo.
Esta devaluación de la figura del intelectual, prostituido a la causa política, se contrapone con la imagen del intelectual disidente, el intelectual maldito, incómodo para el poder, indómito en su originalidad y en su pertinaz lucha contracorriente. Dragó pertenece a esta última clase. Cómo Isaak Bábel, Mijaíl Bulgákov, Ernst Jünger, Erza Pound, Louis-Ferdinand Céline, Jean-François Revel, Milan Kundera o Alain de Benoist, cada cual en su estilo y con ideas políticas contrapuestas, pero siempre ferozmente libres.
Dragó pasó por las cárceles del tardofranquismo, lo que no le impidió comprender y admirar a José Antonio Primo de Rivera, tal y como refleja en su obra “Muertes paralelas”. Hijo de la revolución sesentaochista, se paseó por este mundo haciendo lo que quería, como escritor, como comunicador, como pensador, como vividor, como hombre. Su última disidencia contracultural y provocadora fue su apoyó a VOX. Los pseudointelectuales de pesebre de hoy en día no se lo han perdonado. La muerte le ha llegado pocos días antes de la ceremonia de entrega del premio Castilla y León de las Letras 2022. Los que hablan del páramo cultural de los años 50 y 60 del pasado siglo, criticaron su concesión y han saludado su fallecimiento. Esta es la cochiquera cultural en que se ha convertido la España de hoy en día.
Fernando Sánchez Dragó no sólo es el autor de una obra monumental cuya fecundidad está lejos de haber sido agotada, es el símbolo de ese intelectual comprometido, sí, pero comprometido con la honestidad del pensamiento, con la sana rebeldía ante lo políticamente correcto, con la fecundidad del debate abierto y en libertad.
Dios lo tenga en su gloria… o disfrute del nirvana.