La gran oportunidad de Jorge Bergoglio

Con toda certeza, la Iglesia Católica conoció épocas más brillantes que el momento presente; periodos históricos durante los cuales el mundo presenció la expansión fulgurante de la fe en el Dios Uno y Trino. Necesariamente -pues las religiones en sentido propio jamás pueden reducirse al estrecho ámbito privado o familiar- los cristianos construyeron sociedades nuevas en las que, con irregular acierto, dejaron la profunda impronta de su credo. Hoy la situación se ha invertido y el mundo occidental troquelado por la modernidad en el individualismo extremo reniega de su pasado cristiano y considera la religiosidad un mero sentimiento sin relevancia ni manifestación pública, en el más indulgente de los supuestos. Si alguna duda albergamos al analizar las vicisitudes del catolicismo en los últimos cincuenta años no es acerca de su muy sombrío momento actual: nos preguntamos si llegó alguna vez a atravesar por situación más aciaga que la de nuestros días, herejía arriana y reforma protestante incluidas.

Ya el lector deduce tras las líneas precedentes que aludimos a las acusaciones de abusos sexuales que se suceden sin cesar contra clérigos de los cinco continentes. Deducción lógica, habida cuenta de la desgraciada reiteración con la que ese tipo de noticias ocupan páginas de prensa y titulares de radio y televisión, aunque más bien pensamos que esta proliferación de conductas abyectas constituye una manifestación -terrible, pero sólo una más- de la crisis mucho mayor que sacude reciamente esta institución dos veces milenaria: la crisis presente comenzó a manifestarse décadas antes del primer escándalo de pederastia.

Jorge Bergoglio es desde el 13 de marzo de 2013 el 266º Obispo de Roma y Sumo Pontífice de la Iglesia Universal. Tras la conmoción causada por la renuncia de Benedicto XVI -primer Papa dimisionario desde la renuncia de Celestino V en 1294- la Santa Sede entregaba por vez primera su gobierno a un hombre de las Américas, mientras se hacía cada vez más patente que la Iglesia se hallaba sumida en una fase sobrecogedoramente crítica de su historia. Crisis que vacía desde hace décadas los templos y eleva paulatinamente la edad media de los cada vez más escasos fieles, de igual modo que vacía seminarios y conventos y provoca que cada año mengüe invariablemente el clero, tanto diocesano como regular. Crisis incuestionable si se tiene presente que, por ejemplo, en España sólo algo menos de la mitad de los nacidos cada año es bautizado en la Iglesia Católica. Crisis manifiesta cuando, según el Instituto Nacional de Estadística, apenas un 22% de los enlaces matrimoniales en nuestro país se celebran por el rito católico y desde el año 2000 la caída de esta cifra lleva acumulados cincuenta puntos porcentuales. Por supuesto, los datos varían de un país a otro: según cifras de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, en África y Asia la Iglesia goza de una vitalidad de la que carece en Europa, cuyas nuevas generaciones manifiestan mayoritariamente indiferencia hacia las religiones, excepción hecha del islam que se expande sin cesar y no sólo por la incorporación de inmigrantes, sino incluso por la conversión de europeos autóctonos. Por su parte, el catolicismo se reduce vertiginosamente en el subcontinente americano, donde las sectas evangélicas made in USA le arrebatan fieles sin cesar. Tal vez los números, la fría estadística, no aporten la más adecuada medida de realidades espirituales, pero nos facilitan un acercamiento siquiera preliminar y nos sitúan ante la realidad de un invierno gélido que desmiente aquella candidez -o, tal vez, temeridad- de quien vaticinaba en 1965, con el Concilio Vaticano II, una nueva primavera para la Iglesia. La barca de Pedro, agitada por viento recio y golpeada por el oleaje, requería en aquella noche de marzo de 2013 un nuevo tripulante que asiera con fuerza el timón y la guiase hacia aguas apacibles.

Francisco: un Papa con peligrosas amistades

El nuevo timonel Bergoglio, precedido desde su época de arzobispo de Buenos Aires por su reputación de convencido progresista, fue proyectado hacia la sede de Pedro por el “Grupo de San Galo”, llamado así por la abadía suiza donde solía celebrar sus reuniones un hermético club de cardenales igualmente progresistas. A confesión de parte, relevo de prueba, proclama el célebre apotegma jurídico: el cardenal Godfried Danneels, arzobispo emérito de Bruselas, reveló la existencia y actividad de aquel Grupo de San Galo en septiembre de 2015, durante la presentación de su biografía autorizada (“Godfried Danneels”, de Jürgen Mettepenningen y Karim Schelkens, Ed. Pelckmans, Kalmthout – Bélgica). Desde 1996 habían conspirado para impedir que Ratzinger llegase algún día a suceder a Wojtyla y, al tiempo, propiciar la elección de un pontífice rupturista capaz de llevar a su culminación la obra demoledora postconciliar, aunque fallaron en 2005 cuando el cónclave dejó a Bergoglio en un decepcionante segundo puesto. Pero la nueva intentona se vio coronada por el éxito. Después de bromear Danneels con el calificativo “mafia” que adjudicó al grupo de confabulados, reveló los nombres de los implicados en la conspiración. Además de él mismo, participaban en la intriga los cardenales Carlo Mario Martini, arzobispo de Milán; Achille Silvestrini, prefecto de la Congregación para las Iglesias Orientales; Walter Kasper, secretario del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos; Basil Hume, arzobispo de Westminster y Adriaan Van Luyn, arzobispo de Rotterdam. Verdaderamente, desconcierta el desparpajo de Danneels al reconocer y divulgar a los cuatro vientos la conjura de la mafia de San Galo, por cuanto las maquinaciones y acuerdos entre cardenales para elegir un futuro papa, como las públicamente admitidas, están terminantemente prohibidas en su canon 79 por la constitución apostólica Universi Dominici Gregis, de 1996, y penadas con excomunión en el canon 81.

En cualquier caso, lo determinante a la hora de comprender el pontificado de Francisco -del que el propio pontífice no es la pieza principal- es la adscripción inequívocamente progresista de sus mentores mafiosos (según la terminología del Card. Danneels). Precisemos: el progresismo eclesial no guarda relación con ideologías políticas, sino con la escuela teológica que en la segunda mitad del siglo XIX comenzó a extenderse en el seno del catolicismo y que en su momento fue conocida como modernismo. Se trata de una corriente de raíz racionalista y fuerte influencia protestante, que relativiza el magisterio tradicional expresado mediante definiciones precisas, formuladas con afán de exhaustividad y vocación de permanencia intemporal. El modernismo, la teología progresista de nuestros días, afirma que la vivencia de la fe por los creyentes evoluciona y adopta rasgos singulares en cada época histórica, de forma que la particular experiencia de Dios por los fieles ha de ser determinante en la noción y manifestación colectivas que de Él hace la comunidad cristiana y cada uno de sus miembros. Podríamos propiamente referirnos a una fe líquida, de perfiles difusos, menos teológica y más humanista, centrada en la vivencia subjetiva de la trascendencia y en permanente diálogo con la realidad social, igualmente mudable y cambiante. Así, por ejemplo, el Card. Danneels, en contra de la doctrina católica sobre la familia y la sexualidad, remitió en mayo de 2003 su felicitación al primer ministro belga, Guy Verhofstad, por haber instado la legalización del “matrimonio” homosexual, según consta en la biografía autorizada a la que nos referíamos líneas arriba. De un estilo semejante, podría citarse a Walter Kasper, su compañero alemán en la mafia de San Galo, célebre por cuestionar lo más sustancial de los hechos evangélicos y reducir las manifestaciones sobrenaturales de Jesucristo a meros códigos simbólicos de realidades estrictamente humanas. Significativamente, Kasper es uno de los teólogos de referencia del Papa Francisco, quien en febrero de 2014 le interpeló directamente en términos sumamente elogiosos ante la totalidad del colegio cardenalicio reunido en consistorio extraordinario: «Me gustaría darle las gracias, porque me encontré con una profunda teología, un pensamiento claro en teología. Es agradable leer teología clara. (…) Me ha hecho bien y me vino una idea -discúlpeme si le hago avergonzarse, Eminencia- pero la idea es que a esto se le llama “hacer teología de rodillas”. Gracias. Gracias.».

Jorge Mario Bergoglio posee cualidades propias de los navegantes intrépidos: ambición, tenacidad, osadía extrema y arrojo ante lo desconocido. Especialmente notable esto último en hombre de escasos saberes, pues lo desconocido alcanza para él proporciones siderales. De hecho, si nos detuviéramos a comentar sus ocurrencias, sus simplezas y las astracanadas de su disparatado magisterio, bastante antes de concluir agotaríamos el espacio que esta revista nos concede y la paciencia de los lectores. En este momento, no nos interesan tanto la confusión interna, el desconcierto y dispersión de los fieles, como la capacidad y fiabilidad en la gestión de conflictos y la imagen que hacia el exterior transmite el equipo de Bergoglio. Exactamente un mes después de su elección el Papa creó un nuevo órgano colegiado, el Consejo de Cardenales, destinado a servirle de asesoramiento en la reforma de la Curia romana e integrado por nueve purpurados, razón por la cual suele ser conocido como “el G9 del Papa”. Estos nueve cardenales eran: Óscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa; Francisco Javier Errázuriz Ossa, arzobispo emérito de Santiago de Chile; Sean Patrick O’Malley, arzobispo de Boston; Reinhard Marx, arzobispo de Munich; Laurent Monsengwo Pasinya, arzobispo de Kinshasa; Oswald Gracias, arzobispo de Bombay; George Pell, Prefecto de la Secretaría de Economía; Giuseppe Bertello, Gobernador del Estado de la Ciudad del Vaticano y Pietro Parolin, Secretario de Estado de la Santa Sede. En algunos de estos nombres nos detendremos, pero antes de ello -por mero rigor cronológico- recordaremos determinados hitos muy señalados en relación con los casos de abusos sexuales, materia que amargó el pontificado de Benedicto XVI y en relación con la cual seguían por entonces multiplicándose las denuncias.

En fecha tan temprana como abril de 2013, en su primera audiencia, manifestó su determinación para erradicar los abusos sexuales por parte del clero, pidió perdón a las víctimas y se comprometió a promover «el compromiso de las Conferencias Episcopales en la formulación y ejecución de las directivas necesarias», aunque sin abandonar en ningún momento el plano de la vaguedad que a nada definido puede obligar. Un año más tarde, en marzo de 2014, Bergoglio instituyó una Comisión Pontificia encargada de garantizar «la tutela efectiva de los menores (…) y reparar el daño, hacer justicia y prevenir con todos los medios posibles que se repitan episodios similares en el futuro». Al frente de la Comisión figuraba uno de los miembros del G9, el Card. Sean Patrick O’Malley, mientras que otro de sus integrantes, el Card. Pietro Parolin, sustituyó en el puesto de Secretario de Estado al Card. Tarcisio Bertone quien, en 2010, había señalado públicamente el nexo entre pedofilia y homosexualidad.

Homosexualidad y pederastia: el nido de la serpiente.

En julio de 2013, en el transcurso de una entrevista, un redactor del diario porteño La Nación preguntó a Bergoglio por Battista Ricca, designado por el Papa prelado en el Instituto para las Obras de Religión y, por tanto, presumiblemente hombre de su confianza. Por esas fechas había trascendido al dominio público el tórrido romance homosexual que Ricca había mantenido con un capitán del ejército suizo en la Nunciatura Apostólica en Montevideo; el periodista argentino interpeló al Papa sin rodeos sobre la supuesta vinculación de Ricca con un lobby gay, supuestamente infiltrado en las estructuras de gobierno de la Santa Sede. Bergoglio eludió la espinosa pregunta con un par de vaguedades sin negar ni confirmar la existencia de dicho lobby; divagó, intercaló algún sinsentido y remató la faena con su ya célebre necedad: «Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?». Ésta es una de las tretas dialécticas más propiamente bergoglianas, a saber: eludir el compromiso, esquivar la precisión y desmentir lo que nadie había afirmado, pues no se le pedía un juicio sobre las creencias de una persona, sino sobre una conducta. Posteriormente, en el Sínodo extraordinario sobre la familia de 2014, pronunció otro de sus característicos exabruptos -ambiguo, confuso y engañoso- sobre el mismo asunto: «Los homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer». Como es obvio, todas las personas, cualesquiera personas por el hecho de serlo, han recibido dones del Altísimo; lamentablemente, Bergoglio olvidó detallar cuáles son los dones y cualidades propios y específicos de los homosexuales.

En incontables ocasiones a lo largo de los últimos años, Bergoglio pidió públicamente perdón por los abusos sexuales perpetrados por malos clérigos contra menores e incluso contra jóvenes seminaristas. Repetidamente ha anunciado lo que él denomina “tolerancia cero”: medidas drásticas y plena colaboración con las autoridades civiles cuando se hicieran públicos nuevos casos desgraciados de estos crímenes repugnantes. Por desgracia, la suma de escándalos no deja de acrecentarse y parece avanzar a mayor velocidad que las intenciones del Obispo de Roma. El 14 de agosto de 2018, Josh Shapiro, fiscal general del estado de Pennsylvania (EE. UU.), publicó un informe de más de 1,300 páginas sobre delitos sexuales cometidos en las diócesis católicas de dicho estado, donde de daba cuenta los abusos y encubrimientos sistemáticos de los setenta años precedentes. La investigación desarrollada durante dos años por un Gran Jurado identificaba, con nombre y apellido, a trescientos sacerdotes predadores y más de mil menores víctimas de abusos, desde las molestias hasta las violaciones. En todos los casos, las víctimas fueron olvidadas y silenciadas por la jerarquía católica, más preocupada por proteger a los abusadores y salvaguardar su imagen pública. El presidente de la Conferencia Episcopal de los EE. UU., el Card. Daniel DiNardo admitió la veracidad del informe de Pennsylvania, y deploró “los pecados y las omisiones de sacerdotes y obispos”.

Necesariamente, Bergoglio hubo de salir al paso de tan terrible evidencia de la práctica de pederastia en el seno de la Iglesia. Seis días después, el 20 de agosto de 2018, fue publicada la “Carta del Santo Padre Francisco al Pueblo de Dios”, un documento extenso en cuyo encabezamiento figura una frase que define perfectamente el tono general: «Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse». Aquella Carta de Jorge Bergoglio contenía sustancialmente la enésima repetición de los lamentos y las promesas de rectificación. Destacaba no por su novedad sino por sus omisiones: entre sus casi 2.000 palabras no se encuentra el vocablo “homosexualidad”. Cuando alguien sensato, medianamente inteligente y dotado de una mínima capacidad lógica analiza el caso de trescientos hombres adultos que experimentan atracción y deseo físicos hacia los muchachos, hasta el punto de no vacilar en servirse de la coacción y el abuso de autoridad para satisfacer sus apetitos sexuales con mil niños y adolescentes, pero sin embargo no con niñas ni chicas jovencitas, ese alguien sensato, inteligente y lógico necesariamente habrá de concluir que la pederastia es sólo una parte de la realidad. El enunciado completo de la verdad ha de incluir que los pervertidos abusadores de menores actuaban a partir de un irrefrenable deseo homosexual. No estamos seguros de si Bergoglio omitió tal dato por carecer de sensatez, inteligencia y criterio lógico -circunstancia posible, en cualquier caso- o impelido por su extremada corrección política que tanta adulación mediática le ha proporcionado, entre otras razones porque esa corrección política pusilánime le impide alzar su vocecita meliflua contra los grandes y reales poderes de este mundo, entre los que figura el apabullante lobby LGTB. Asimismo, la ausencia en aquellos cinco pontificios folios de la palabra “castidad” termina de evidenciar que el redactor desconoce por completo cómo atajar y revertir el mayor escándalo eclesial de la historia. No falta quien piensa que, en realidad, no quiere.

¿Realmente no existe la “mafia lavanda” en la Iglesia?

El 26 de agosto de 2018 debió de ser con toda seguridad un día nefasto para Jorge Bergoglio cuando el arzobispo Carlo Viganò, antiguo nuncio de la Santa Sede en Washington, difundió un extenso documento sobre los abusos sexuales por parte de dignatarios eclesiásticos y concretamente de Theodore McCarrick, arzobispo emérito de Washington, desposeído del cardenalato y reducido al estado laical en junio de 2018. Viganò acusó a Francisco de haber encubierto durante varios años a McCarrick a pesar de haber sido informado personalmente por el nuncio de los escandalosos y criminales hábitos sexuales del arzobispo. Viganò incluso afirmaba: «Francisco ha renunciado al mandato que Cristo dio a Pedro de confirmar a sus hermanos. Más bien, con su actuación, les ha dividido, les induce a error y anima a los lobos a continuar devorando las ovejas del rebaño de Cristo» y concluía que «Francisco debe ser el primero en dar ejemplo a los cardenales y obispos que han encubierto los abusos de McCarrick, y dimitir junto con todos ellos». Es innecesario indicar la extraordinaria repercusión en toda la prensa mundial del testimonio de Viganó, y la conmoción formidable que causó entre los fieles católicos. Pero, contra toda lógica, contra lo exigido por el decoro de la institución papal y el buen nombre de la persona que lo encarna, e incluso contra el más elemental criterio de sentido común, Bergoglio se limitó a manifestar a la prensa: «Yo no diré una palabra sobre eso». En días posteriores, añadió algún comentario vago e indirecto sobre la cuestión. Por ejemplo: «Que el Señor nos dé la gracia de discernir cuándo debemos hablar y cuándo debemos callar». No faltan en la Iglesia quienes, ante tan desconcertante elusión, recuerdan el viejo aforismo canónico: «Qui tacet consentire videtur (quien calla da a entender que consiente)».

En efecto, dudamos seriamente de que pueda encontrarse un momento histórico en el que la imagen y pública consideración de la Iglesia se hubieran degradado hasta los niveles actuales. La Iglesia católica no adopta decisiones de forma asamblearia. Tampoco sus fieles eligen democráticamente a sus rectores. La Iglesia es jerárquica y sus órganos superiores de gobierno son regidos por una aristocracia no hereditaria. Estos aristócratas eligen de entre ellos a un monarca vitalicio que concentra en sus manos todos los poderes, que debe ejercer sin más límites que la fe y la moral de las que la Iglesia entera es depositaria, pero no propietaria. Francisco es hoy ese soberano y sobre él recae la responsabilidad de rectificar los errores del presente, prevenir y evitar su repetición en el futuro y -en la medida de lo posible- dar satisfacción a las víctimas y ejemplar escarmiento a los culpables. Su personalidad cuenta con limitaciones adicionales, sin duda muy prosaicas. Intelectualmente mediocre, teológicamente una nulidad; más versado en sociología que en filosofía, hijo de mayo del 68 y discípulo del Concilio Vaticano II y la UNESCO a partes iguales. Es hombre de habilidades sociales y modales próximos a la vulgaridad, apadrinado por el progresismo más tosco y sórdido, preso de su biografía y sus compromisos. Desde un punto de vista exclusivamente humano, las posibilidades de la Iglesia de alzarse de su actual postración de la mano de Jorge Bergoglio son nulas, nos tememos. Si nos atenemos al ámbito estricto del gobierno de la Iglesia, descubrimos una innegable tendencia de Francisco a seleccionar colaboradores cercanos de entre los más desaconsejables que puedan encontrarse y, de hecho, quienes dan credibilidad al testimonio de Viganò encuentran argumentación para ello en la lista de desgraciados nombramientos de Bergoglio.

Por ejemplo, Óscar Rodríguez Maradiaga, miembro del C9 de impecable pedigrí progresista y del que la prensa ha divulgado hasta la saciedad detallados informes con sus enjuagues financieros por los cuales se evaporaron millones de dólares, que nombró a un obispo auxiliar acusado de abusos a seminaristas -de hecho, acabó sido destituido por tal causa- y cuyo seminario diocesano de Tegucigalpa ha sido reiteradamente denunciado por antiguos seminaristas que denuncian la «tiranía gay» que domina la institución.

Otro de los miembros del C9 -ya relevado de sus responsabilidades- era el australiano George Pell, procesado por diversos casos de pederastia y por el encubrimiento de otros. Pell era tesorero de la Santa Sede en el IOR, precisamente la misma institución donde presta servicio el ya citado monseñor Battista Ricca, el “gay de buena voluntad”, según definición bergogliana.

El tercer miembro del C9 que traemos a colación, fulminado recientemente al igual que Pell, es el chileno Francisco Javier Errázuriz. El Papa Francisco se ha visto obligado a renunciar a sus servicios, tras acreditarse en el curso de una investigación penal que durante años fue activo encubridor de casos de abusos por parte de clérigos homosexuales.

Uno de los más singulares -y notables- miembros del C9 pontificio es el cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Munich y Freising cuyas posiciones doctrinales hacen dudar a los teólogos expertos si se trata de un creyente católico, protestante, ambas cosas al tiempo, o por el contrario ninguna de ellas. En realidad, le son perfectamente aplicables los términos en los que más arriba aludíamos al modernismo o progresismo: su credo es dúctil, móvil, evolutivo, delicuescente, evanescente… El 3 de febrero de 2018, durante una entrevista en la radio pública bávara, se manifestó favorable a que las parejas homosexuales pudieran tener acceso a una bendición especial para su unión.

Un caso singularmente sórdido fue el de Mons. Luigi Capozzi, secretario del cardenal Francesco Coccopalmerio, hasta fecha reciente presidente del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos. Coccopalmerio medió con insistencia para que a su secretario le fuese asignado un amplio apartamento en el Vaticano, residencia donde en junio de 2017 irrumpieron agentes de la Gendarmería y descubrieron que allí se desarrollaba una colosal orgía de homosexuales, entre los cuales corrían las drogas con prodigalidad. Coccopalmerio era un reconocido partidario de acomodar la moral católica hacia una tolerancia de la homosexualidad e incluso había llegado a proponer a Capozzi para el episcopado.

No menos sorprendentes son las circunstancias que rodean a Vincenzo Paglia, obispo que ganó celebridad cuando fue titular de la diócesis de Teri-Narni-Amelia al decorar el ábside de su catedral con un fresco en el que se representa a Jesucristo con actitud fácilmente identificable con el erotismo homosexual. Su condición episcopal no fue óbice para que en 2016 rindiese un emocionado homenaje público a Marco Panella, conocido por su militancia en favor del derecho al aborto libre, la liberalización del consumo de drogas, la contracepción, el matrimonio homosexual, los derechos transgénero, la eutanasia y el suicidio asistido. Mons. Paglia se refirió a Panella en términos más que elogiosos: «Marco fue verdaderamente un hombre de gran espiritualidad que luchó y esperó contra toda esperanza. Su muerte fue una gran pérdida, no sólo para el pueblo del Partido Radical, sino también para nuestro país». Vincenzo Paglia fue designado por Bergoglio en 2017 presidente de la Academia Pontificia para la Vida y Rector del Instituto Juan Pablo II para la Familia. Nada menos.

Es preciso mencionar también al jesuita James Martin, a quien Francisco encomendó la presentación de una ponencia durante el último Encuentro Mundial de las Familias, celebrado en Dublín a finales de agosto de 2018. Conociendo las preferencias del ponente, era fácil adivinar que la materia abordada guardaría relación con la homosexualidad. El P. Martin ha defendido la conveniencia de reformar en el punto 2357 del Catecismo de la Iglesia Católica (1992) la expresión «actos intrínsicamente desordenados» -en referencia a la homosexualidad- por «diferentemente ordenados».

Podríamos incluir en esta relación un buen número adicional de clérigos, de todo rango y nacionalidad, cuyas actitudes públicas, amistades conocidas e incluso inclinaciones manifiestas contradicen radicalmente la doctrina bimilenaria de la Iglesia en materia sexual. Y podríamos resaltar la extraordinaria habilidad que estos clérigos desarrollan para hacerse con el control de importantes resortes de influencia en el seno de la Iglesia, hasta el punto de convertir en ridícula la pretensión de negar que exista un lobby rosa en el seno de la institución, una estructura paralela y no oficial, y cada vez menos discreta, a la que se suele denominar “la mafia lavanda”. No obstante, creemos que los datos apuntados son suficientes para intuir el origen de la actual proliferación de abusos sexuales. Abusos siempre repugnantes, y doblemente cuando son cometidos por sujetos que proclaman en público y con voz impostada la conocida maldición evangélica «Al que escandalice a uno de estos pequeños que cree en mí, más le valdría que le pusieran al cuello una de esas enormes piedras de molino y lo arrojaran al mar».

Bergoglio en la encrucijada.

Si preocupantes son la actividad del lobby rosa y sus trágicas consecuencias, en realidad más angustiosa es la muy limitada capacidad de reacción del timonel de la barca de Pedro, Jorge Bergoglio. Su proximidad al progresismo teológico lo ubica en la placidez de la ambigüedad, en la permanente indefinición. Relativiza por principio y propende a la exasperación cuando alguien le recuerda que, en teoría, su cometido es diametralmente opuesto: su misión es definir límites y precisar doctrina. Él, y todo el progresismo con él, abominan de los “aferrados a la seguridad del dogma”, los “neopelagianos” y los “cuentarrosarios” (son todas expresiones suyas). Consideramos extremadamente difícil que un hombre de estas características sea capaz de disponer las medidas enérgicas necesarias para afrontar el problema y darle solución satisfactoria. Sobre todo, porque ello sería probablemente insuficiente para granjearse la simpatía de los católicos de sensibilidad tradicional, decepcionaría al catolicismo modernista y, con toda seguridad, desataría sobre él la ira del progresismo militante, y en esta ocasión sí usamos el término en un sentido político. El lobby rosa mundial le declararía la guerra, los líderes políticos dejarían de invitar a Bergoglio a pronunciar discursos en foros internacionales y ni siquiera el Secretario de Estado Card. Pietro Parolin podría participar en las reuniones del Club Bilderberg, como ocurrió en junio de 2018. Hasta el New York Times dejaría de dedicarle elogios en sus editoriales, lo cual ya ha empezado a suceder pues no somos los únicos que observamos la escasa repercusión práctica de las solemnes declaraciones de tolerancia cero.

Bergoglio cree firmemente en el consenso, entendido como el mínimo común denominador de dos ideas dispares. Ello necesariamente implica no conceder verdadera relevancia ni vigencia a ninguna de las dos, pero así es el relativismo progresista y los progresistas manifiestan dificultades insalvables para adherirse a una noción de verdad que implique caracteres como la intemporalidad y la plenitud. Puede un día afirmar vigorosamente lo que mañana negará con vehemencia. Puede Francisco contemporizar y transigir durante años con la mafia lavanda e, inopinadamente, afirmar en una entrevista concedida en diciembre de 2018 al P. Fernando Prado, director de la editorial claretiana de Madrid, que «un homosexual no puede ser sacerdote ni consagrado».

El Papa Francisco se encuentra en una encrucijada histórica y ante él se abren dos caminos trazados en direcciones opuestas. Uno de ellos conduce a sentar las bases de la restauración del sacerdocio sobre un verdadero veto a la pederastia y la inclinación homosexual que a ella conduce. El otro camino puede precipitar la Iglesia católica en una crisis de descrédito de dimensiones inimaginables, a la par de inscribir el nombre de Jorge Mario Bergoglio entre aquellos a quienes se ofreció la posibilidad de ser egregios y prefirieron revestirse de indignidad.

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