La pasada semana, durante su intervención dentro del curso de verano organizado por ISSEP en Segovia bajo el título La nación: pasado, presente y futuro, el periodista Francisco Javier Santas, Hughes, se preguntaba acerca de la posibilidad, acariciada en eso que se da en llamar su fuero interno, de declararse nacionalista español. A pesar de que el término «nación», del que deriva «nacionalista», figuraba en el rótulo que nos reunía bajo una techumbre decorada con los emblemas y escudos de los Reyes Católicos, la duda de Hughes dio pie a una controversia que sobrevoló el resto del curso tanto en las mesas redondas como sobre los manteles del restaurante Hotel San Antonio El Real.
La pública revelación de Hughes venía motivada por el habitual etiquetado -facha, fascista, rancio…- con que se obsequia a todo aquel que no comulgue, de modo figurado se entiende, con la ideología dominante en los sectores izquierdistas y algunos derechistas en lo relativo a la integridad de la nación española. En efecto, todo aquel que se oponga a algo tan elemental como el establecimiento de desigualdades efectivas entre ciudadanos en función de la región a la que pertenecen, todo aquel que no esté dispuesto a pasar por el aro de la inmersión lingüística obligatoria -repare el lector en la alegoría bautismal-, será tachado de reaccionario en el mejor y más elegante de los casos.
Ante la atormentada reflexión en voz alta de Hughes, abismado ante la idea de tirar por la calle de en medio y declararse nacionalista español, tercié en el turno de ruegos y preguntas y le ofrecí una fórmula para salir de lo que califiqué de callejón sin salida. La solución, pues nacionalista es un término muy connotado negativamente en España, pasaba por llamar nacionalistas fragmentarios a quienes hoy acaparan el término: las sectas secesionistas que tratan de construir una nación o liberarla de su secular opresor, el Estado español, pues estos facciosos niegan a España su condición nacional. Frente a estos grupos a los que es abusivo llamar nacionalistas, pues operan dando por supuesto lo que tratan de alcanzar, las naciones políticas constituidas, y dado que la secesión no ofrece de inmediato las condiciones materiales ligadas a tales estructuras que adquieren solidez después de un periodo de decantación, los defensores de la nación política española bien pueden llamarse nacionalistas españoles, en tanto en cuanto, defienden una realidad política tangible.
En rigor, el término nacionalista sólo debería emplearse en relación a los españoles que pretenden mantener dentro de su territorio a esas regiones con cuya tierra quieren, en fórmula clásica, alzarse quienes agitan el lema propagandístico del «derecho a decidir», es decir, los que hemos llamado, concediendo demasiado, nacionalistas fraccionarios. Unos nacionalistas que sólo lo pueden ser, pues sus pretendidas razones históricas son patrañas o deformaciones llenas de anacronismos ideológicos, teniendo como referencia la previa unidad de la nación española. Por ofrecer otra perspectiva, podemos decir que estas bandas operan de un modo diametralmente opuesto al descrito por José Antonio Maravall en su El concepto de España en la Edad Media. Si en la obra del historiador valenciano se ofrece el ejemplo de Ramón Berenguer el Viejo, que dio a sus hijos en testamento las ciudades de Tarragona y Tortosa, y las tierras que llegaban hasta el Ebro, por considerar que habían de recuperarse, en el caso de los secesionistas, por más fantasía lacrimógena que manejen, se parte de un todo del que ha de desgajarse un jirón. En este propósito consumen sus energías los que comúnmente son llamados nacionalistas, a los que ha de calificarse siempre, insistimos, como fraccionarios.
Dada la grave situación por la que atraviesa España, el uso público, la autodefinición como nacionalista español puede causar rechazo, especialmente en oídos piadosos acostumbrados identificar nacionalista con independentista. Razones no faltan para, en aplicación de una prudencia política operativa, tratar de eludir el término, pero ello no impide analizar con rigor la solvencia conceptual de la expresión «nacionalista español». Las claves de esta cuestión las ofreció Gustavo Bueno el 14 de abril de 2005 durante una conferencia organizada por el Ateneo de Oviedo titulada España como nación. En su intervención, Bueno dijo lo siguiente:
Y cuando se dice: «es que es el nacionalismo español». ¡Pero si es el primero que hubo! ¡Si no pudo haber otro! Entonces, cuando se discute nacionalismo excluyente… no excluyente… Absurdo. ¡Si el nacionalismo es excluyente siempre, por definición! El nacionalismo español no puede tolerar dentro de su nación a otros nacionalismos.
Como era de prever, la defensa de la expresión que Hughes sopesa comenzar a emplear en ámbitos más amplios, recibió el rechazo de cierto número de asistentes y de ponentes. Para la mayoría, «nacionalismo» y «nacionalista» tienen sentidos unívocos y radicalmente negativos. El Imperio austrohúngaro se destruyó por culpa de los nacionalismos, se dijo. Para evitar el problema se llegó a proponer el abandono del término en favor de uno, al parecer, menos traumático: patria. Una patria que podría ampliarse hasta el límite de la Hispanidad. Hasta una escala que cabe calificar como una suerte de ecúmene hispana restaurada que borraría las fronteras. Sin embargo, la realidad de unas naciones políticamente constituidas desde hace dos siglos, por no hablar de la pugna que mantiene el catolicismo en repliegue con el evangelismo en expansión canalizado a través de diversas plataformas mediáticas y financieras, supone un serio obstáculo para este deseo difícilmente convertible en realidad, que remite a un clásico dilema aparejado al Imperio español: «Por el Imperio hacia Dios» vs «Por Dios hacia el Imperio».
Sirvan estas notas para mantener vivo un debate inexcusable en el trance por el que atraviesa España.