Era en los tiempos de la oprobiosa. De la dictadura, digo. Del tardofranquismo de mi infancia. Del entorno de la calle Covadonga y el barrio de la Nalona en mi Sama de Langreo natal. Sucedió ya hace tantos años que mi memoria de niño chico, entre sorprendido y asustado, no recuerda con precisión. Y sin embargo los sentimientos y el vago rumor de unas emociones alteradas aún perduran en mí.
¿Creo que se llamaba Alfonso? Sí, Alfonso se llamaba. Y en el magín de una trémula conciencia moral en formación (ésa que tanto estudiaran ya Piaget y Kohlberg), todo se fraguó con el amargo regusto de lo turbio, de esos chismorreos en los que los chiquillos cogen in fraganti a sus padres. Y así, siempre que a lo largo de mi vida he evocado estos recuerdos difusos, me imagino a mis progenitores murmurando palabras como «marica» o «afeminado». Palabras que olían a soez condena. A lo prohibido.
Pues sí. Porque Alfonso creo que era un joven zapatero remendón que en el rellano de su portal arreglaba zapatos -en la citada zona-, por unas modestísimas pesetas. En mi mente tengo fija la fotografía de su mandil de cuero sobre un pantalón o un guardapolvo azul mahón. Su tez era muy blanca y tenía barba de pocos días. Sospecho que ya estaba calvo. Yo acompañaba a mi madre para hacer cierta compostura en algún calzado y él me acarició el cabello y me dio un caramelo.
Pero una mañana, corrió por las calles el reguero de pólvora de su defunción en lenguas de mineros y comadres. Alfonso había muerto. A Alfonso lo habían matado. Casi desnudo y cubierto por una vieja gabardina había aparecido de madrugada su cadáver, arrojado su cuerpo en el estanque de los patos del parque de la villa. Pero no sé si todo esto es fruto de una imaginación pueril de infante impresionable. Mi madre se lo dijo a mi padre al mediodía, cuando éste, sudoroso y con pringue de grasa, llegaba de la Duro Felguera enfundado en su sucio mono para comer a toda prisa. Todo con la boca pequeña, con esas medias palabras que en aquellos lóbregos tiempos eran casi causa de confesión ante un sacerdote.
Yo me quedé con la copla a pesar de que estaba jugando. No sé si era a finales de los sesenta o ya estábamos en la época del «Cuéntame cómo pasó». Supongo que también oí expresiones cómo, «le dieron una paliza», «lo mataron a golpes», «lo reventaron a patadas y le hundieron las costillas en el corazón». No sé…, no sé. ¡Fue todo tan ficticio, fue todo tan veraz! Con esa trágica irrealidad, o realismo mágico de las crónicas negras de sucesos, con la que se cuentan los escándalos que sólo son escandalosos en la doble y falsa moral de unos años infames. Los años de la oprobiosa, comentábamos.
Ya no importa el móvil del crimen, sobre el que todavía hace unos meses me ponía al corriente, y según su versión, un viejo vecino de la zona cuando recordábamos frente a unas cervezas en la cafetería Lieja a añosos personajes de antaño. Y así, deslenguados -él de expresiones y yo de oídos-, el caso de «Alfonso» salió a la vez que mentábamos, más nostálgicos que cotillas, a alguna señora casadera notoria en el barrio por su liviandad o a aquella hermosa joven, adúltera esposa, que «murió de repente» (como entonces se llamaba al infarto) y en pleno acto en brazos de su amante. Y aquel joven, de la familia de los Chato Palma, que acabó ahorcándose a las puertas del cementerio cuando su amada furtiva, señorita de más edad… etc., etc. Rumores de barra y de “chigre”, de vapores etílicos
Pero el asesinato de Alfonso fue un hecho que cada uno podrá recordar como quiera. Que dobles vidas las ha habido siempre y, ¡pardiez!, también quien está dispuesto a matar o a pagar por hacerlo si se trata de salvaguardar una «reputación» forjada con mala conciencia. Mas ya no son hoy tiempos de dictadura ominosa sino de nihilista dictablanda mediática y hasta de apolilladas alacenas salen ajados varones y señoras haciendo pública confesión televisiva. Que el trivializar siempre forma parte del aceptar y asumir, y del desenvolvimiento moral en los procesos de evolución ética.
Pero ya aún recuerdo a mi madre apenada, compasiva y piadosa por la muerte de Alfonso, y esto a pesar de su joven alma de pueblerina de oscura castellana aldea. Conciencia troquelada en oscuros tiempos, más largos y negros que aquellas pútridas sotanas que eran todo bragueta.
Pues yo no sé si a Alfonso lo asesinaron en el contexto de una macabra gamberrada que se les fue de las manos, si fue en una trama de crimen pasional porque sabía demasiado, o, como quedó fijado en la mítica memoria o crónica trágica de la villa de Sama, simplemente porque era distinto de lo obligado en materia sexual. Pues era, según se dijo y se dice, un homosexual, y puestos a decir, a Sócrates y Alcibíades, en tiempos pretéritos pero de Histórica remembranza, no los mandaron matar precisamente por su opción erótica.
No está de más que los que tenemos una mente filosófica forjada en el logicismo del rigor conceptual, tal vez rígido en exceso (en lo tocante al tema de a qué llamamos matrimonio), rompamos una lanza en favor de una «libertad para» y no sólo de una «libertad de». En este caso una libertad para evocar y dignificar con el máximo respeto. Yo lo hago desde el aliento poético, aún traumatizada mi episódica memoria por el recuerdo de aquel tétrico asesinato. Porque la noche que mataron a Alfonso yo sentí triste a mi madre. Porque la noche que mataron a Alfonso yo también lloré por él.