Siguiendo las «aventuras de la dialéctica«, como las calificó Merleau-Ponty, la transición al turbocapitalismo (o capitalismo absoluto-totalitario) se puede interpretar como el tránsito histórico desde una forma de capitalismo caracterizada por la presencia de dos clases (la burguesa y la proletaria) a una forma sin precedentes de capitalismo “post-clases”, que ya no se distingue por la existencia de clases en sentido estricto (como subjetividad in se y per se) y, al mismo tiempo, se caracteriza por generar la máxima desigualdad. Este proceso evolutivo también ha determinado la razón profunda de la obsolescencia de la dicotomía derecha-izquierda, «dos palabras ahora inútiles».
Por capitalismo «posclasista«, es decir, literalmente «sin clases«, no debemos entender un modo de producción desprovisto de diferencias individuales y colectivas de saber, poder, renta y consumo. De hecho, estas diferencias aumentan exponencialmente en el contexto de la cosmopolitización neoliberal (cuyo mot d´ordre es precisamente el lema «Desigualdad«). Pero no formando, in se y per se, «clases» como subjetividades conscientes y portadoras de diferencias culturales e ideales. Ya que como “clases”, in se y per se, no se pueden considerar ni al Siervo nacional-popular ni al Señor global-elitista. Por paradójico que pueda parecer, justo cuando -Berlín, 1989- el capital comienza a volverse más clasista que nunca y a dar lugar a desigualdades más radicales que las experimentadas anteriormente, se van a ver eclipsadas las clases entendidas como grupos dotados de “in-se-idad” y “per-se-idad”. Más concretamente, los proletarios no dejan de existir e incluso crecen en número, debido a la concentración cada vez más asimétrica del capital. Pero ya no poseen la «conciencia de clase» antagonista y, en rigor, el propio proletariado se convierte en «precariado«, condenado a la flexibilidad y al nomadismo, a la movilidad y a la ruptura de todo vínculo sólido, según las nuevas necesidades sistémicas del turbocapitalismo. La clase burguesa, por su parte, pierde su conciencia infeliz y, junto con ella, también su condición material de existencia. Se proletariza y, desde 1989, se precipita paulatinamente en el abismo de la precariedad.
Mientras el sistema capitalista, en su fase dialéctica, se caracterizó por la división en dos clases y dos áreas políticas opuestas era, ab intrinseco, frágil. De hecho, estaba atravesado por las contradicciones y por el conflicto, como se manifestaba en la conciencia infeliz burguesa, en las luchas proletarias por el reconocimiento del trabajo, en las utopías futuro-céntricas de reorganización del mundo y por último, pero no menos importante, en el programa «redentor» de la izquierda (ya fuera socialista-reformista, o comunista-revolucionaria). Hegelianamente, el capital se encontraba en su propio ser-otro-de-sí, en su propio auto-extrañamiento que debía «superar» dialécticamente para poder coincidir plenamente consigo mismo en la forma de superación de su propia negación.
El Capital, como la Sustancia sobre la que escribe Hegel, coincide con el movimiento de autoposición y con el proceso de convertirse en otro-de-sí–con-sí. Se trata, por tanto, de la igualdad autoconstitutiva después de la división. Para decirlo nuevamente con Hegel, es el volverse igual a sí a partir del propio ser-otro. Su esencia no es la abstracta Selbständigkeit, inmóvil igualdad consigo, sino «el hacerse igual a sí«: la identidad “con sí ” no es dada, sino que se logra como resultado del proceso. Por este motivo, como el Espíritu que teoriza Hegel, el Capital también puede entenderse como das Aufheben des seines Andersseyn, «superación del propio ser otro». Al desarrollarse según el ritmo de su propio Begriff, es decir -siguiendo la Ciencia de la Lógica-, como realidad ontológica en desarrollo dialéctico, el capitalismo produce una superación tanto de las clases antagonistas, como de la dicotomía derecha-izquierda y, en perspectiva, de cualquier otro elemento dialéctico capaz de amenazar su reproducción.
In specie, este proceso, a lo largo de la pendiente que discurre de 1968 a 1989 y de ahí hasta nuestro presente, se desarrolla -como ha evidenciado Preve- subsumiendo bajo el capital toda la esfera de los antagonismos y de las contestaciones, tanto de la derecha (in primis el tradicionalismo cultural y las protestas de la pequeña burguesía contra la proletarización), como -sobre todo- de la izquierda, ya sea democrática, socialista o comunista (reformismo keynesiano, prácticas redistributivas, welfarismo, praxis revolucionaria, utopía de reorganización igualitaria de la sociedad). Derecha e izquierda son dialécticamente «superadas» (aufgehoben), en sentido hegeliano. Y se transforman en partes abstractamente opuestas y concretamente intercambiables de la reproducción capitalista. Figuran como polos que, alternándose en la gestión del status quo, niegan la alternativa. Y engañan a las masas sobre la existencia de una pluralidad que, en realidad, ya ha sido resuelta para siempre en el triunfo predeterminado del partido único articulado del turbocapitalismo.
Por esta razón, la superación de la pareja adversaria derecha-izquierda no debe entenderse ni como el simple resultado de una «traición» de los dirigentes de la izquierda, ni como un sutil intento contemporáneo de la derecha radical de infiltrarse en el «mundo de los buenos«. Es, por el contrario, un proceso in actu coesencial a la lógica dialéctica de desarrollo del capital. Y en síntesis, la incapacidad para interpretar correctamente el contexto real constituye el error de las aun generosas e ingenuas tentativas hermenéuticas del viejo-marxismo superviviente, guiado todavía de la ilusoria pretensión de superponer al turbocapitalismo los esquemas del anterior marco dialéctico ahora disuelto, cayendo así en el teatro del absurdo; un teatro del absurdo en cuyo escenario se seguiría representando el conflicto entre la burguesía y el proletariado, y en consecuencia, la izquierda podría ser “refundada” mediante un retorno al pasado injustamente olvidado (cuando la cruda verdad es que el conflicto realmente existente, a día de hoy, es el que tiene lugar entre “arriba” y “abajo”, entre “el alto” de la oligarquía financiera y “el bajo” de las clases medias y los trabajadores, cada vez más reducidos a la miseria).
La izquierda no puede refundarse principalmente por dos razones: a) ha mutado el marco histórico (lo que, por tanto, requiere nuevos paradigmas filosófico-políticos que comprendan y contesten operativamente la globalización capitalista y el neoliberalismo progresista); b) alberga desde su origen en una parte de sí -como ha mostrado Michéa- un doble vulnus fundamental: 1) la concepción del progreso como necesaria ruptura con las tradiciones y con los vínculos precedentes, es decir, el elemento decisivo que la llevará indefectiblemente a adherirse al ritmo del progreso neoliberal; y 2) el individualismo iluminista heredado de la Ilustración, que desemboca necesariamente en la monadología competitiva neoliberal. La defensa del valor individual contra la sociedad del Ancien Règime se invierte en el individualismo capitalista y en su antropología monadológica, del mismo modo que el derrocamiento en bloque de las tradiciones genera la integración del individuo no ya en la comunidad igualitaria, sino en el mercado global de los bienes de consumo.
El fundamento del capitalismo absoluto-totalitario, en el contexto socioeconómico, ya no es la división entre la burguesía a la derecha y el proletariado a la izquierda. Y ni tan siquiera es, políticamente, la antítesis entre derecha e izquierda. El nuevo fundamentum del global-capitalismo es la generalización no clasista y onnihomologante de la forma mercancía en todas las esferas de lo simbólico y de lo real. Precisamente porque es absoluto y totalitario, el capitalismo supera y resuelve -en sentido capitalista, se entiende- las divisiones que amenazan de diversas maneras su reproducción. Por esta causa, el turbocapitalismo no es ni burgués ni proletario. Y tampoco es de derechas o de izquierdas. De hecho, ha superado y resuelto estas antítesis, válidas y operativas en su previa fase dialéctica .
Con el advenimiento del turbocapitalismo el proletariado y la burguesía son «superados» y «disueltos» -no «in se” y “per se«, se diría con Hegel- en una nueva plebe posmoderna de consumidores individualizados y resilientes, que consumen mercancías con estúpida euforia y soportan con resignación desencantada el mundo subsumido bajo el capital, esto es, un mundo cada vez más ecológicamente inhabitable y antropológicamente deshumanizado. De ahí deriva la sociedad de Narciso, el posmoderno dios de los selfies, de los «autorretratos» de gente triste que se inmortaliza sonriendo.
De manera similar, derecha e izquierda son «superadas» y «disueltas» en una homogeneidad bipolar, articulada según la ahora traicionera alternancia sin alternativa de una derecha neoliberal teñida de azulina y una izquierda neoliberal teñida de fucsia. No luchan por una diferente y quizás opuesta idea de realidad, basada en órdenes de valores distintos y en sus Weltanschauungen entre sí irreconciliables. Muy al contrario, compiten para realizar la misma idea de realidad, aquella decidida soberanamente por el mercado y el bloque oligárquico neoliberal, respecto a los cuales desempeñan ahora el papel de simples mayordomos, aunque con librea de diferente color. En lo alto, sobre el puente de mando, hay una nueva clase posburguesa y posproletaria, que no es de derecha ni de izquierda, ni burguesa ni proletaria. Es la clase del patriciado financiero cosmopolita que, más precisamente, es de derecha en la economía (competitivismo sans frontières y mercantilización integral del mundo), de centro en la política (alternancia sin alternativa del centroderecha y del centroizquierda igualmente neoliberales), y de izquierda en la cultura (openness, desregulación antropológica y progresismo como philosophie du plus jamais ça).
En resumen, el tránsito hacia la nueva figura del capitalismo absoluto-totalitario se desarrolla a lo largo de una trayectoria que nos acompaña desde 1968 hasta el nuevo Milenio, atravesando la fecha epochemachend de 1989. De hecho, desde 1968 hasta hoy, el capitalismo ha «superado» (aufgehoben) dialécticamente la contradicción que él mismo había provocado en la fase antitético-dialéctica, representada por el doble nexo de oposición entre burguesía y proletariado, y entre derecha e izquierda. Así, el hodierno capitalismo absoluto-totalitario se caracteriza: por un lado, por el eclipse del vínculo simbiótico entre las dos instancias de la «conciencia infeliz» burguesa y las «luchas por el reconocimiento del trabajo servil» proletarias; y por el otro, por la eliminación de la polaridad entre derecha e izquierda, ahora convertidas en las dos alas del águila neoliberal. El turbocapital ha «superado» aquellas antítesis, propias del momento del «inmenso poder de lo negativo» (o sea, del ser-otro-de-sí), y las ha «subsumido» bajo sí mismo, reconquistando la propia identidad con-sí en un nivel superior respecto al de la fase tética, en cuanto fruto del tránsito por el propio autoextrañamiento.