Lamenta una publicación más o menos adscrita al nouveau droitisme francés que entre la juventud de aquel país se hayan puesto de moda algunas expresiones tomadas del idioma árabe, como el famoso ¡wa allah! con que muchos parisinos de edad escasa y mientes justas expresan entusiasmo ante cualquier novedad o sorpresa, en sustitución del “¡hala!” de toda la vida. La cuestión no tiene mayor importancia, se diga lo que se diga y aunque moleste a algunos, porque el ingenio consiste en sustituir una invocación a Dios —Allah— por otra más depurada. A nosotros, españoles posteriores a la conquista del reino de Granada por los Reyes Católicos, el asunto nos turba nada porque, digamos, nos pilla acostumbrados; aquí decimos “hala” y “guitarra”, “acequia”, “jinete”, “almuzara”, “jabalí” y otros seis mil vocablos provenientes de la lengua árabe y sus variantes habladas en norteáfrica. La grandeza de un idioma no se encuentra en su impermeabilidad sino en su capacidad de asumir términos y construcciones de otras lenguas. No se trata de una cuestión ideológica sino de pura eficiencia gramatical: en la medida en que la estructura lingüística es más depurada y más avanzada, más dúctil se muestra y con más aptitud para incorporar nuevas expresiones que aportan matiz a la conceptualización de lo real. Y eso no es algo malo, al contrario, es bueno y significa avance, progreso en la actualización del idioma como instrumento para describir e interpretar lo fáctico objetivo. Para entender esto no hay más que detenerse y observar el anquilosamiento de las lenguas “antiguas”, inflexibles, ancladas en una supuesta pureza expresiva que no denota otra cosa que su ineptitud para vivir el presente: o son ellas mismas fuera de lugar o no sirven; en definitiva, no se adaptan a otro propósito ni tienen otra función que la escueta intercomunicación en entidades sociales reducidas. En Europa —geográficamente considerada— se hablan 132 idiomas, de los cuales más de ochenta no tienen absolutamente ningún recorrido ni remota utilidad fuera de su ámbito civilizacional, lo que no supone desde luego ningún demérito al valor intrínseco que posee cualquier idioma, pero sí les priva de dos ventajas propias de las lenguas universales: expandirse y crecer en contacto con otros idiomas.
En España, decía, no tenemos ese problema. El idioma español disfruta la herencia histórica del latín —la lengua más evolucionada de la antigüedad—, y añade a ese valor el desarrollo dinámico que se transmite por pura inercia social a las lenguas romance en la época de su formación y crecimiento. Hay un momento en la historia de la península ibérica en que el valenciano y sus variantes catalana y mallorquina son la lengua más extendida en el Mediterráneo, el galaico-portugués el idioma culto peninsular y el castellano la lengua más hablada, y esa condición mayoritaria local le confiere ductilidad, se convierte en idioma asumible por quienes no lo hablan de cuna ni de diario pero lo necesitan para entenderse con sus vecinos. A partir de ese fenómeno, el español —castellano—, se abre a todas las demás lenguas, incorpora vocablos, términos y conceptos de todas las lenguas peninsulares más los ya conocidos arabismos, galicismos, anglicismos, germanismos —no olvidemos el continuo histórico entre Alemania y España, desde el siglo V hasta nuestros días— y, desde luego, americanismos. El núcleo permanece invariable, la normativa gramatical acoge con facilidad todas las incorporaciones y el idioma se expande por medio mundo. No insistamos, no se trata de un logro político sino del éxito de una lengua maleable desde bases lingüísticas ajustadas al binomio insustituible: precisión-adaptabilidad. No, ciertamente no importa que la juventud parisina se empeñe en exclamaciones de fondo árabe-musulmán; nosotros decimos “ojalá”, que es Corán puro, y no se nos caen los anillos. Lo que importa es cuidar una lengua capaz de hacer suyo todo lo que no interfiera en su núcleo, cada más prolija en vocabulario, cada vez más extendida. Ese es el español de hoy, a pesar de los pesares y a pesar de quienes lo querrían lengua de Castilla y nada más. Aunque esto último nos lleva a otras cuestiones, otro debate que no es motivo de este artículo.