La cara oculta del ser

La cara oculta del ser. Santiago Mondejar

Porque todos los Dharmas no son todos los Dharmas

por eso se les llama todos los Dharmas

Porque no hay seres vivientes

por eso hay seres vivientes 

Del Sutra del Loto

 

Hacer frente a la idea de la muerte inevitablemente implica confrontar radicalmente dos perspectivas contradictorias: la científica y la escatológica. En el primer caso, la discusión está forzosamente circunscrita a lo empírico, limitándose a notas de carácter biológico; cuasi estadístico, por lo que tiene poco recorrido. La segunda perspectiva carece de límites porque dimana del empecinamiento del ser humano en negarse a aceptar que su persona pueda reducirse a un conjunto de parámetros que se pueden cuantificar analíticamente; por lo tanto, pertenece al campo de las creencias, no como opinión, sino como certeza superior surgida de la fe religiosa.

Para atisbar a comprender lo poco que las explicaciones científicas nos sirven como consolación frente a la desazón del común de los mortales al discernir su propia finitud, basta con remitirnos a las sagaces observaciones del académico español Higinio Marín[1], en las que señala que la ausencia de los difuntos no puede interpretarse simplemente como un vacío o falta de presencia física, sino que tiene una carga ontológica y simbólica significativa, continúa resonando en la memoria colectiva y en las prácticas rituales de la comunidad, al   punto de servir como foco de atención para reflexionar sobre la vida y la muerte, y la posibilidad de trascendencia existencial más allá del plano biológico. Por esta razón, sostiene Marín, el culto a los difuntos y la construcción de mausoleos tiene por objeto afirmar la continuidad arquetípica de los finados, de manera que la ausencia se convierte en una presencia simbólica en la praxis sociocultural y normativa de las comunidades humanas.

Es desde esta perspectiva que cabe interpretar la afirmación del también filósofo y español Leonardo Polo[2] en el sentido de que «la muerte es la falta de lo que no falta». Con este sintagma, Polo nos insta a repensar la muerte no como un final absoluto, sino como la pérdida de la plenitud esencial de nuestra existencia, que, no solo termina con la vida biológica, sino que nos arroja a la realidad esencial de nuestra propia existencia y nos obliga a buscar un sentido trascendental en nuestra vida y en nuestra muerte. Y además, cualquier análisis existencial de la muerte precede ontológicamente toda consideración biológica, metafísica o escatológica, ya que estos conceptos presuponen la comprensión del fenómeno de la muerte en un contexto vivencial directo.

Aun y así, la muerte escapa objetivamente a la experiencia directa; como máximo, podemos presenciar la muerte de otros. Sin embargo, cuando otro muere, no experimentamos el «morir» en su auténtico sentido; en el mejor de los casos, simplemente lo «presenciamos»: la muerte es fundamentalmente siempre propia (no solo implica la ausencia de los otros, sino también mi propia ausencia, es decir, la separación de la subjetividad en general). Por ende, no es algo que podamos captar positivamente, sino en todo caso negativamente. De ahí que Polo apostille que «por eso ahora no se nota esa falta», porque la «falta» no alude a una mera ausencia, sino a la carencia de algo que no debería faltar a priori (i.e. el cuerpo no está ausente en la vida, pero se ausenta en la muerte).

En su formulación filosófica sobre la muerte, Leonardo Polo evita la trampa ontológica de Kant, desarrollando su teoría antropológica del “límite mental”. Recordemos que Kant[3] postula que el punto de partida natural para la clarificación del «sí mismo» radica en la afirmación yo. Según él, esta expresión es absolutamente simple, nunca puede ser un predicado y actúa como el sujeto absoluto que permanece inmutable. En su perspectiva prefenomenológica, Kant atribuye al yo características de sustancialidad, simplicidad y personalidad. Sin embargo, esto nos lleva a la cuestión de si estas categorías pueden aplicarse ontológicamente al yo. Kant aborda el yo tanto desde el «yo pienso» como desde el «yo actúo», afirmando que la persona práctica se incluye en la inteligencia y que el yo es el sujeto que enlaza todo comportamiento lógico. En el acto de pensar, que es un reunir, se presupone un «yo enlazo»; por lo tanto, el yo es una base subyacente. En este sentido, el yo se concibe como una forma de representación, equiparable al yo como «sujeto lógico».

A pesar de esto, Kant rechaza la sustancialidad del alma y del yo desde un punto de vista ontológico. Sin embargo, paradójicamente, cuando intenta definir la naturaleza del yo, recae en la idea de sustancialidad. Es crucial examinar cuidadosamente cómo incurre en esta contradicción, especialmente en su tratamiento del «yo pienso». Para Kant, el yo es una autoconciencia transcendental que acompaña a toda representación.

Pero si bien tiene razón al afirmar que el yo no es una sustancia y que su esencia radica en el «yo pienso», sin duda yerra ontológicamente al considerarlo un sujeto: la noción ontológica de sujeto no logra captar la suidad[4] del yo como «sí mismo», sino que refiere a la identidad y permanencia de algo que siempre está presente. Al definir el yo como sujeto, Kant lo conceptualiza como un ente dado, siendo su ser comprendido como «res cogitans». Esto es, Kant se queda en el «yo pienso» y omite que este «yo pienso» es siempre un «yo pienso algo», a pesar de reconocer que el yo está relacionado con sus representaciones y que «sin ellas no es nada».

Por eso, en Kant las representaciones o fenómenos siempre acompañan al yo, aunque el filósofo de Köniesberg nunca se tomó la molestia de dar razón de cómo tiene lugar esta relación. La da por sentada simplemente como una copresencia del yo junto a las representaciones, sin reconocer que el «yo pienso algo» es una determinación fundamental del sí mismo.

La pregunta que entonces surge de esto es: ¿qué se entiende por ese «algo»? Si este «algo» se refiere a un ente intramundano, entonces implica la existencia del mundo, siendo este último un momento constitutivo del ser. Así, el «yo pienso algo» se traduce en un «yo estoy en un mundo», de manera que Kant, en verdad, reduce el yo a un sujeto aislado que acompaña a las representaciones de una manera ontológicamente indeterminada.

En contraste, Leonardo Polo propone una concepción del ser humano que integra la corporeidad de manera esencial en la configuración de la inteligencia. Polo va más allá incluso del «yo-percibo» de Merleau-Ponty (el sujeto no es algo que está «dentro» del cuerpo, sino que se forma a través de la interacción del cuerpo con el mundo), y de la conciencia prevalente de Schelling (el sujeto no es algo separado del objeto, sino que ambos están íntimamente conectados a través de la conciencia), e introduce el concepto de inteligencia incorporada, mediante el cual sostiene que la corporeidad es fundamental para la operatividad intelectual, estableciendo una mediación significativa en el debate sobre la relación entre sensibilidad e inteligencia. Polo sortea la clásica disyunción entre aprehensión y perceptualidad, proponiendo en su lugar una dualidad intermedia que resalta la inteligencia como una facultad inmaterial, aunque intrínsecamente ligada al cuerpo.

Para Polo, la inteligencia es esencialmente inmaterial, si bien sus operaciones están intrínsecamente vinculadas a la corporeidad. Esta dependencia implica que las actividades intelectuales están condicionadas por la materialidad del cuerpo, lo que limita la libertad personal en cuanto a la disposición completa sobre el propio cuerpo. Esta limitación se manifiesta en la idea de que la persona no posee plenamente su cuerpo, lo cual se evidencia en la eventual pérdida del cuerpo con la muerte. Pero Polo establece que la identidad del objeto pensado es determinada por la actividad mental, la cual reemplaza a la actividad del ser, de modo que al abandonar esta identidad, se accede al ser real en el marco de un momento trascendental.

El filosofo madrileño profundiza en la noción del «cuerpo propio», subrayando que la persona no posee un dominio absoluto sobre su cuerpo. En este contexto, la muerte se interpreta como la pérdida de esta característica esencial, la salida del mundo y el fin de la existencia personal en términos históricos y físicos. No obstante, esto no implica necesariamente un cese total del ser, sino que sugiere una desintegración entre la persona y su cuerpo, culminando en la expoliación del cuerpo en la muerte.

Su comprensión de la vida, la muerte y la naturaleza humana se articula en un marco conceptual que distingue entre dimensiones metafísicas y antropológicas. En la metafísica, Polo señala una dualidad fundamental entre la esencia y la existencia del universo físico; mientras que en la antropología, explora la esencia y la coexistencia personal del ser humano.

En esta última dimensión, la muerte adquiere una relevancia especial, al ser considerada no solo como el término de la vida biológica, sino también como el fin de la coexistencia personal única de cada individuo: Leonardo Polo mantiene que la muerte, al poner fin a la vida orgánica, clausura asimismo el crecimiento y el aprendizaje, elementos que constituyen la esencia del ser personal humano.

Según él, el cuerpo humano actúa como un vehículo para la expresión personal y el aprendizaje, procesos que integran la vida recibida y la moldean a través de la experiencia y la interacción con el entorno. Este crecimiento corporal es comparable a la adquisición de hábitos, donde el desarrollo de funciones cognitivas y conductivas conlleva una constante diferenciación y adaptación. En su manifestación más espontánea, el sujeto prescinde de la necesidad de organizar su cuerpo, reduciéndolo a un mero hecho, lo que refleja una dualidad entre la dependencia física y la libertad esencial.

En el marco teórico poliano, la justificación del límite mental radica en la unión anómala entre el sujeto y su cuerpo. Esta unión incompleta indica que la persona depende de su cuerpo para realizar operaciones intelectuales, pero no lo domina completamente, lo que permite la posibilidad de perder el propio cuerpo y, en consecuencia, encarar la muerte. La operación intelectiva, que presupone el cuerpo sin organizarlo, es una manifestación de esta limitación, lo que vendría a sugerir que la auténtica libertad personal no se alcanza plenamente con el cuerpo. En esto, Leonardo Polo coincide en lo fundamental con el pensamiento del filósofo gaditano Antonio Millán-Puelles[5], cuando sostiene éste que «para que se lleven a cabo las operaciones peculiares de la vida vegetativa y sensitiva, las cuales no son las propias del espíritu humano, aunque dependan de él. Es nuestro cuerpo lo que tiene necesidad de nuestro espíritu para poder vivir con esos únicos modos o maneras de vida que en un cuerpo se pueden dar. Pero en el espíritu se da, como algo que sólo a él le pertenece, otra forma de vida: la existente en las operaciones peculiares del entendimiento y de la voluntad».

Pero Polo nos indica además que no existe un límite máximo para el pensamiento; que siempre es posible pensar más. La idea de un máximo pensable implicaría la negación de la naturaleza dinámica y perpetuamente expansiva del pensamiento.

Leonardo Polo plantea pues que la inhabilidad del sujeto para apropiarse plenamente del cuerpo se debe a una tacha inherente, una ofuscación del cuerpo frente a la actividad personal que no es explicable de manera natural, sino que se colige a consecuencia de una condición existencial más profunda. Sin embargo, concluye, la muerte no se interioriza como una pérdida final, sino más bien como un evento transitivo que apunta hacia una dimensión trascendental y una perennidad del espíritu que trasciende la finitud biológica, esto es, no es una problemática del tener, sino del ser.


[1] Marín, H. (2019). Mundus. Una arqueología filosófica De La Existencia. Granada: Nuevo Inicio

[2] Polo, L. (1981). Antropología trascendental. Tomo II: la esencia de la persona humana. Pamplona, España: Eunsa.

[3] Kant, I. (2013). Crítica de la razón pura (J. V. Arregui, Trad.; 3ª ed.). Ediciones Akal.

[4] Según Xavier Zubiri, el Yo, formalmente hablando, no es una estructura psicológica o antropológica; es una estructura rigurosamente metafísica. Es el acto en virtud del cual se reactualiza – si se reactualiza supone un acto anterior en forma de acto lo que es la suidad propia de la realidad reactualizada en ese acto. Eso es justamente el Yo. Ver: Zubiri, X. (1989). El hombre y Dios: Ensayo de teología. Alianza Editorial

[5] Millán-Puelles, A. (2015). Obras completas VII. Léxico filosófico. (L. Flamarique, Ed.) Madrid: Rialp, pg 362

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