La personalidad de Marx

La personalidad de Marx. Daniel López Rodríguez

Para Marx su vida fue un incesante trabajo y el trabajo una incesante lucha. A Marx no le gustaba hablar de las dificultades de la vida cotidiana y doméstica, «y sólo lo hacía cuando la amarga necesidad le obligaba a ello; muy al contrario de esos míseros filisteos a quienes la preocupación de sus pequeñas miserias hace olvidarse de Dios y del mundo, él ponía siempre por encima sus necesidades, por apremiantes que éstas fuesen, “los grandes problemas de la humanidad”. La vida había de depararle abundante ocasión para ejercitarse en esta virtud» (Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, pág. 65)

Al disculparse ante Ruge por no haber mandado a tiempo unos artículos para la Anekdota, así le escribía a éste el 9 de julio de 1842 tras enumerar una serie de obstáculos: «el resto del tiempo se me pasó desperdigado y malhumorado por las más repelentes controversias de familia. Mi familia me puso una serie de dificultades en el camino, que, a pesar de su holgura, me exponían momentáneamente a las angustias más agobiadoras. Pero no voy a importunarle a usted con el relato de estas miserias privadas; es una verdadera fortuna el que los asuntos públicos incapaciten a toda persona de carácter para irritarse por los asuntos privados» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 65).

Leyendo atentamente los relatos que Hans Magnus Enzensberger recopila en Conversaciones con Marx y Engels, muchos de ellos coinciden en describir a Marx como una persona arrogante y prepotente, una persona que está muy segura de sí misma y que al mismo tiempo ningunea a las demás que no comparten su criterio y posición.

Así lo retrataba Carl Schurz en 1880 situándose en el caliente verano de 1848, cuando éste tenía sólo 19 años, en referencia a un congreso de asociaciones democráticas que se celebró en Colonia: «Por aquel entonces contaba éste unos treinta años y ya era cabeza reconocida de una escuela socialista. Ese hombre corpulento, fuerte, de frente ancha, de cabello y barba intensamente negros y fulgurantes ojos oscuros, atrajo desde un principio la atención general. Poseía fama de gran erudito en su especialidad, y dado que yo sabía muy poco de sus descubrimientos y teorías socioeconómicas, estaba deseoso de reunir palabras sabias de los labios de ese hombre famoso. Pero tales esperanzas quedaron defraudadas en cierto sentido. Todo cuanto Marx dijo, fue realmente lógico, claro y rico en contenido. Pero jamás he visto a una persona de una presunción tan insoportable e hiriente. A ninguna opinión que divergiera algo de la suya le concedía el honor de una consideración mínimamente respetuosa. A cualquiera que le contradecía lo trataba con un desprecio apenas encubierto. Cualquier argumento que le desagradaba lo contestaba con una cáustica burla sobre la deplorable ignorancia, o bien sospechando de los motivos de aquel que se había atrevido a manifestarse. Todavía recuerdo el tono cáusticamente despectivo, casi diría expectorante, con el cual pronunciaba la palabra “burgués”. Y denunciaba como “burgués” -esto es, como ejemplo manifiesto de una profunda corrupción intelectual y moral- a todo aquel que se atrevía a contradecir sus opiniones. No era de extrañar que las propuestas apoyadas por Marx no progresaran en el congreso; que aquellos cuyo sentimiento había herido por su actuación, estuvieran inclinados a votar a favor de todo aquello que él desechaba; y que no sólo no lograra ganar ningún partidario, sino que incluso llegara a repeler a algunos que hubieran podido llegar a ser partidarios suyos» (citado por Hans Magnus Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, Traducción de Michael Faber-Kaiser, Anagrama, Barcelona 1999, págs. 90-91).

El fourierista estadounidense y corresponsal de New York Tribune Albert Brisbane escribió sobre nuestro protagonista en el verano de 1848 cuando estuvo en Colonia en los días de la revolución: «Allí conocí a Carlos Marx, jefe del movimiento democrático. Eran los tiempos en que empezaban a hacerse famoso; tendría poco más de treinta años, y era un hombre bajo y robusto, de trazos finos y abundante cabellera negra. Sus rasgos denotaban una gran energía, y, detrás de su actitud contenida y serena, no era difícil adivinar el fuego y la pasión de un alma intrépida» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 182).

En 1850 afirmó el teniente Techow después de mantener una conversación con Marx: «Marx me ha producido la impresión, no sólo de una superioridad poco común, sino de una gran personalidad. Si tuviese el corazón tan grande como la inteligencia, el amor tan grande como la inteligencia, el amor tan grande como el odio, sería capaz de echarme al fuego por él, y eso que no se ha rectado nada para darme a entender de diversas maneras el absoluto desprecio que sentía por mí, llegando a declarármelo sin ningún género de ambages. Es el primero, y el único de todos nosotros, a quien reconozco dotes para gobernar y el talento de no perderse en minucias ante los grandes problemas» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 182).

En 1850 le escribía su esposa a Joseph Weydemeyer: «Lo que me duele verdaderamente hasta en lo más íntimo y me hace sangrar el corazón es tener que ver a mi marido pasar por tantos trances mezquinos, verle aquí solo, sin ayuda de nadie, a él, a quien con tan poco se le ayudaría y que a tantos ha ayudado penosa y alegremente. Y no crea usted, querido Weydemeyer, que exigimos nada de nadie para nosotros mismos. Lo único que mi marido exigiría seguramente de aquellos que tantas ideas, tantos ánimos y tanto apoyo tuvieron en él, sería un poco más de energía, de celo y de entusiasmo para la Revista. Tengo el orgullo y el atrevimiento de decirlo así. Para él, no necesita nada. Y creo que nadie hubiera salido perdiendo nada tampoco con ello. A mí, estas cosas me duelen, pero él piensa de otro modo. Jamás, ni en los momentos más terribles, pierde su seguridad en el porvenir, ni su buen humor siquiera, y para estar contento no necesita más que verme a mí un poco alegre y a los niños rodeando y haciendo caricias a su pobre madre» (citada por Mehring, Carlos Marx, pág. 182).

En relación a esta época escribía en 1918 su primer gran biógrafo Franz Mehring: «Marx no era de ésos que brindan la mano fraternal a cada nuevo conocido que les saluda, pero sí de los hombres que saben ser leales y hacen honor a la amistad. En aquel mismo Congreso en que, por lo visto, repelió con su insoportable arrogancia a gentes que hubieran querido ser amigos suyos, conquistó a Schilyun abogado de Tréveris, y en Imandt, un maestro de Krefeld, una amistad de por vida, y si es cierto que el severo hermetismo de su carácter asustaba a los falsos revolucionarios, como Schurz y Techow, no lo es menos que en aquellos mismo días de Colonia, supo atraer hacia sí, con la fascinación irresistible de su espíritu y de su afecto, a dos revolucionarios tan auténticos como Lassalle y Freiligrath» (Franz Mehring, Carlos Marx, págs. 184-185).

Este último, Ferdinand Freiligrath, un hombre dado a darse de lejos el orgullo y la pretensión, se cruzó varias veces en Bruselas con Marx, y se refirió a él como un «muchacho inteligente, simpático, afable y llano» (Citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 185).

En 1868, cuando tenía 50 años, sus hijas le plantearon el siguiente cuestionario al que contestó con las siguientes respuestas: «Tu virtud preferida La sencillez Tu virtud preferida en un hombre La fuerza Tu virtud preferida en una mujer La debilidad Tu principal característica El tesón Tu idea de felicidad Luchar Tu idea de infelicidad La sumisión El defecto que más disculpas La credulidad» (citado por Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio II, Espasa, Barcelona 2017, pág. 370).

Y en 1871 así lo describía Bakunin: «Marx es en extremo vanidoso, presumido hasta la sordidez y la locura. Aquel que haya tenido la desgracia de haberle herido en esa vanidad enfermiza, siempre sensible y siempre irritada, aunque fuera de la forma más inocente, se convertirá inmediatamente en su enemigo irreconciliable; y en ese caso Marx considera válidos todos ante la opinión pública. Miente, inventa y se esfuerza en difundir las más sucias difamaciones. En este aspecto, por lo tanto, tenía razón Mazzini al hablar de su carácter abyecto los medios y utiliza de hecho los más prohibidos e ignominiosos para perder a la persona en cuestión » (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, pág. 278).

Y, como escribió el mismo Bakunin a los hermanos españoles de la Alianza de los Socialistas Revolucionarios en la primavera de 1872, «Marx no es un hombre común. Es una mente preclara, hombre de gran erudición, en especial en cuestiones económicas, y por añadidura una persona que -según tengo entendido- desde 1845, época de mi primer encuentro con él en París, siempre ha estado entregado con todas sus fuerzas y toda sinceridad a la causa de la liberación del proletariado, una causa a la que prestó innegables servicios, que nunca reveló conscientemente, pero que hoy está comprometiendo gravemente debido a su enorme vanidad, a su carácter malicioso, y a su tendencia a la dictadura en el seno del propio Partido Revolucionario Socialista. Su vanidad no conoce realmente límite alguno; es la verdadera vanidad de un judío, y eso es una lástima. Es un lujo innecesario, pues la vanidad es comprensible en una persona nula que, al no ser nada, quiere aparentarlo todo. Marx, sin embargo, posee unas cualidades muy positivas, así como un ingenio y una fuerza de acción que le hubiera podido evitar, según creo, acudir en ayuda de los deplorables medios de vanidad. Esta presunción, ya de natural muy marcada, se incrementó de forma significativa a causa del servilismo que amigos y discípulos desplegaron ante él» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, pág. 309).

En 1895, su hija, Eleanor Marx-Aveling, escribía: «Para aquellos que conocían personalmente a Karl Marx, no existe leyenda más divertida que la que le muestra como un hombre malhumorado, amargado, inflexible e inaccesible, como una especie de dios del trueno que continuamente lanza sus rayos y que, sin mostrar jamás una sonrisa en sus labios, aparece solitario e inaccesible en su trono del Olimpo. Una tal descripción del hombre más alegre y campechano que jamás haya existido, del hombre desbordante de humor, cuya risa arrastraba irresistiblemente, del más amable, dulce y simpático de los compañeros, constituye una constante fuente de extrañeza y diversión para todos aquellos que le conocieron» (citada por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, pág. 212).

En el testimonio de Wilhelm Liebknecht escrito en 1895 y 1896, la persona de Marx sale también mejor parada: «Es completamente falso que Marx fuera el “intocable”, y Engels el más asequible y amoldable. Es cierto que Engels, con su mente clara a lo Lessing, escribió de forma mucho más comprensible que Marx; era algo inherente a su naturaleza y a la evolución de su vida, que desde su nacimiento condujo a ese hijo de fabricantes por el sendero de las actividades prácticas. Marx, sin embargo, era el hombre más accesible, además de ser mucho más agradable y amable en el trato. Engels era bastante más brusco. En ocasiones tenía algo de sequedad militar, que invitaba a contradecirle, mientras Marx atraía extraordinariamente a sus interlocutores. En la redacción de la Neue Rheinische Zeitung todo iba como una seda cuando estaba allí Marx. Pero tan pronto como le sustituía Engels, reinaba un ambiente conflictivo, cosa que fue confirmada repetidas veces por Wolff “el rojo” y Wolff “el de las casamatas” (Lupus) en presencia del propio Engels, quien en tales ocasiones se mesaba sonriente el bigote. Yo mismo sólo llegué a discutir dos veces con Marx, mientras que las discusiones con Engels eran múltiples».

El relato de Liebknecht lo confirmaba Paul Lafargue en 1904: «Marx me contó que al regreso de su viaje a Viena encontró en la redacción escindida en discusiones que Engels no había logrado apaciguar. Los ánimos habían llegado a tales extremos, que se pensaba que sólo con duelos podían solucionar los problemas. Marx tuvo que hacer valer toda su diplomacia para restablecer la paz» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, pág. 92).

Asimismo Liebknecht decía: «En lo referente a la redacción de la Neue Rheinische Zeitung cabe mencionar todavía que las geniales actividades en sus locales, las desenfrenadas jugadas y las homéricas luchas que se producían en ocasiones, daban a menudo lugar a alegres charlas y desenfrenadas carcajadas. Sólo cuando Marx se encontraba presente en la redacción reinaba paz y orden hasta donde fuera posible en tal compañía. Su ausencia, por el contrario, daba lugar a la más total anarquía, que en no pocas ocasiones -cuando era interrumpida por el dictatorial Engels, amante del orden- se convertía en rebelión abierta, que sólo Marx lograba apaciguar de nuevo» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, págs. 91-92).

Y más adelante leemos: «Marx nunca ha sido hipócrita. Era sencillamente incapaz de ello, exactamente como si fuera un niño recién nacido. Así, su esposa a menudo lo llamaba “mi niño grande”; y no hubo nadie que lo comprendiera mejor que ella, ni tan sólo Engels. En efecto, cuando se presentaba a una reunión social -entre comillas- en la cual se concedía la máxima atención a la apariencia externa y donde era preciso mostrarse mesurado, nuestro Mohr actuaba realmente como un niño grande, hasta el punto de mostrarse tímido y sonrojarse como un niño pequeño… Al igual que todos los hombres de naturaleza fuerte y sana, mostraba un enorme cariño por los niños. No sólo era el padre más cariñoso, que durante horas enteras podía ser un niño más para sus propias hijas, sino que también sentía una atracción magnética por los niños extraños, sobre todo por los desamparados y desgraciados con los cuales se tropezaba. Cientos de veces, cuando atravesábamos los barrios míseros, nos abandonaba de pronto para acariciar el cabello o entregar un penique a alguna criatura sentada en algún umbral y envuelta en harapos» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, págs. 177-179).

Como señala Eleanor, «A menudo le oí decir: “A pesar de todo, al cristianismo le podemos perdonar muchas cosas, pues ha enseñado a amar a los niños». Y añade: «El propio Marx hubiera podido decir: “¡Dejad que los pequeños vengan a mí!”, pues dondequiera que se encontrara, siempre estaba rodeado de criaturas. Tanto se estaba sentado en Hampstead Heath -una amplia pradera al norte de Londres, cerca de nuestro antiguo hogar- o en alguno de los parques, de inmediato un tropel de niños se congregaban en torno suyo, el hombre de larga cabellera y barba y de bonachones ojos castaños. Niños completamente extraños se acercaban a él en medio de la calle, parándolo, con la misma confianza que los animales» (citada por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, pág. 215). Marx solía decir que eran los hijos los que tenían que educar a los padres y no al revés (curiosa vuelta del revés).

El testimonio de Eleanor coincide con el de su camarada del Consejo General de la Internacional Friedrich Lessner que escribió en 1892: «En más de una ocasión explicó que lo que más le gustaba del Cristo de la Biblia, era su gran amor hacia los niños. Cuando Marx no tenía nada que hacer en la ciudad y sus paseos le llevaban en la dirección a Hampstead Heath, a menudo se podía ver al autor de El Capital jugando alegremente con la chiquillería de la calle».

Y añade contradiciendo los juicios de Carl Schurz, Bakunin y otros calumniadores: «Como todos los hombres realmente grandes, Marx estaba desprovisto de todo tipo de arrogancia y apreciaba cualquier auténtica ambición y cualquier opinión basada en un razonamiento personal… En general era una persona de extraordinaria sociabilidad, que atraía de inmediato a cualquiera que entrara en contacto con él, hechizándola casi. Cuando nuestros camaradas de partido lograban conquistar una victoria en cualquier país, manifestaba su alegría de forma desenfrenada y a grandes carcajadas, arrastrando con su entusiasmo a todos los que le rodeaban» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, págs. 231-232).

«Su trato con los animales -decía Eleanor- era igualmente amable». Y añade «en ocasiones estoy convencida de que [a Marx y Engels] los unía un lazo casi tan fuerte como su entrega a la causa de los obreros: su inagotable e indestructible humor. Es difícil encontrar otras dos personas que demuestren tanto placer como ellos por el chiste y la risa. Muy a menudo, especialmente cuando las circunstancias exigían decoro y discreción, los he visto prorrumpir en risas hasta el punto de que las lágrimas les corrían por las mejillas; e incluso aquellos que se creían obligados a mostrar su disconformidad, no podían por más que unirse a las carcajadas. ¡Cuántas veces he observado que no se atrevían a mirarse a las caras, porque sabían que una sola mirada les bastaría para desencadenar una explosión de risa!… Sí, a pesar de todos los sufrimientos y las luchas eran una pareja feliz, y el amargado “dios del trueno” no pasa de ser mera invención de los cerebros burgueses… Aquellos que se dedican al estudio de la naturaleza humana, no les extrañará que el hombre que fue un luchador tan complejo pudiera ser también el más dulce y agradable de todos los hombres. Comprenderán que pudiera odiar tan acremente porque era capaz de un amor tan íntimo; que si su pluma aguzada era capaz de arrojar a alguien al infierno con esa seguridad sólo superada por Dante, ello sólo era posible a que era tan fiel y delicado; que si su sarcástico humor podía quemar como un ácido, este mismo humor podía ser a la vez un bálsamo para quienes estaban en la miseria y en un aprieto» (citada por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, págs. 216-217).

Según escribe Stephan Born en 1898, quien más se quejaba Engels era de Marx: «No es periodista y jamás lo será -decía Engels-. Un editorial que otra persona escribía en dos horas, lo piensa él a lo largo de todo un día, como si se tratara de solucionar un profundo problema filosófico. Cambia, lima, vuelve a cambiar lo cambiado, y ante tanta perfección nunca logra dar fin a su trabajo en el plazo fijado» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, pág. 99).

Así retrataba a nuestro hombre un informe secreto de la policía prusiana de 1852 o 1853: «a primera vista se le nota que es un hombre de genio y energía. Su superioridad intelectual ejerce un poder irresistible sobre cuantos le rodean. En su vida privada en una persona en extremo desordenada, cínica; un mal administrador, que lleva una auténtica vida bohemia. El lavarse, peinarse y cambiarse de ropa constituyen para él actos muy poco frecuentes. Le gusta emborracharse. A menudo haraganea días enteros, pero cuando tiene mucho trabajo, aguanta incansablemente día y noche. No existe para él horario determinado para dormir y otro para estar despierto; a menudo permanece despierto noches enteras, al mediodía se echa completamente vestido en el sofá, donde duerme hasta el atardecer, sin preocuparse en absoluto de cuanto ocurre a su alrededor» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y en Engels, pág. 200).

El exceso de trabajo perjudicó su salud, pero -para que se vea hasta qué punto llegaba este hombre al fondo de las cosas- una vez que estuvo enfermo durante varias semanas le comentaba a Engels: «En estos días, totalmente incapacitado para trabajar, he leído las siguientes obras: Fisiología de Carpenter, ídem de Lord, Histiología de Kölliker, Anatomía del cerebro y del sistema nervioso, de Spunrzheim, y la obra de Schwann y Schleiden sobre la grasa celular» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 237).

Ante tales testimonios lo que cabe pensar es que Marx era implacable y severo contra sus enemigos y cordial y cariñoso con sus amigos; como así nos lo confirma el testimonio que Friedrich Adolf Sorge escribió en 1902: «En el trato personal, Marx era un hombre amable, jovial, afable, juicio que confirmarán todos aquellos que tuvieron la suerte de entrar en contacto más estrecho con ese hombre tan poco frecuente. Sin embargo, se mostraba inexorablemente severo con los hipócritas, ignorantes y presumidos, por lo que éstos difamaron siempre el carácter de Marx e inventaron y difundieron la leyenda de su afán de poder» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, pág. 353).

Y así lo testimonia Wilhelm Blos en 1910: «Muchos contemporáneos suyos han descrito a Marx como un hombre sombrío, presuntuoso, de carácter malicioso y sarcástico. Es posible que Marx, hombre tan increíblemente difamado, haya despachado rudamente a alguna persona estúpida que creía poderlo tratar despectivamente. A nosotros, en cambio, nos fascinó por su extraordinaria amabilidad» (citado por Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, pág. 350).

Su relación con Engels era de agradecida y sincera amistad. El 7 de mayo de 1867 le escribía a su amigo: «Sin tu ayuda nunca hubiera podido rematar mi obra, y puedes creerme que siempre ha pesado sobre mi conciencia como una montaña la preocupación de que, precisamente por ayudarme, te hayas visto obligado a malgastar económica y espiritualmente tus magníficas dotes, y que, por añadidura, hayas tenido que compartir mis pequeñas miserias [petites misère]» (Karl Marx y Friedrich Engels, Cartas sobre El capital, Traducción de Florentino Pérez, Edima, Barcelona 1968, pág. 126).

En 1911 Henry Mayers Hyndman comentaba así sus conversaciones con Marx: «Cuando con irritada indignación se refirió a la política del Partido Liberal, en especial con relación a Irlanda, los pequeños y hundidos ojos del viejo guerrero se encendieron, sus pesadas cejas se juntaron, la ancha y fuerte nariz y el rostro se agitaron por la pasión, y lanzó un Varios autores: Cómo era Carlos Marx según quienes lo conocieron 58 chorro de vigorosas denuncias, que revelaban a la par el fuego de su temperamento y el maravilloso dominio de nuestra lengua. El contraste entre su comportamiento y modo de hablar cuando la cólera le irritaba profundamente y su actitud cuando emitía opiniones sobre los acontecimientos del período era muy marcado. Sin aparente esfuerzo cambiaba del papel de profeta y acusador vehemente al de tranquilo filósofo, y yo sentí desde el primer momento que, en cuanto a este último aspecto, tendrían que transcurrir muchos años antes de que yo dejara de ser un estudiante en presencia de un maestro» (Henry Mayers Hyndman, «El caballero Inglés. Nota Biográfica sobre K. Marx», https://www.marxists.org/espanol/hyndman/1911/1911.htm, 2014).

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