“De las academias, ¡líbranos Señor!”

“De las academias, ¡líbranos Señor!”. Diego Chiaramoni

El Congreso Nacional de Filosofía de 1949 constituye, sin dudas, el hecho cultural más importante de la historia argentina. Se celebró en la Provincia de Mendoza entre el 30 de marzo y el 9 de abril de aquel año y se erigió como el primer congreso formal de filosofía celebrado en Hispanoamérica. Aquellas jornadas otoñales congregaron lo mejor de nuestro pensamiento nacional y las grandes cabezas de la filosofía europea. El discurso inaugural estuvo a cargo del Dr. Coriolano Alberini y ya en las primeras líneas aparece una idea gravitacional que nos dará el marco de meditación para este breve artículo: “Esperemos que en el futuro florezcan genios filosóficos ajenos a la enseñanza oficial”. ¿Cómo podemos traducir ese deseo expuesto por la pluma de Alberini y que, a su vez, intentó ser todo un proyecto filosófico arropado por aquella conducción política? Sucintamente la idea es la siguiente: la filosofía debe mostrar su genuino carácter más allá de la Academia.

En rigor de verdad, sería necio negar la importancia de las academias en la formación, aquilatamiento conceptual, orden y sistematicidad de las ciencias; pero hay un plus que no liga, que desborda a todo aquello, un principio vivificante que corresponde a la región más profunda del espíritu, una santa rebeldía de traspasar los corsés del formalismo y de peinar a contrapelo el lomo ajado de los animales totémicos del saber. Sucede que, en las Academias, suele estar la ciencia, pero no la sabiduría; el vademécum, pero no la medicina; la leña, pero no la hoguera.

Podemos nombrar a una pléyade de almas inquietas que son como los faros de costa en esta navegación. Desde el danés Kierkegaard que prefirió el escarnio púbico y cantar a solas en su rama, sin más abrigo que Dios y la intemperie existencial; hasta Max Scheler, quien aprendió los secretos de la intuición como método, en los torrentosos canales de la vida misma. Desde el Padre Castellani, que aceptó el destierro en Manresa y hacia allí partió cantándole versos al mismo fariseísmo que lo segregó, hasta Jacobo Fijman quien terminó sus días escribiendo versos en el patio de un hospicio. Desde Don Ramón María del Valle-Inclán, quien vociferó: “De las academias, ¡Líbranos Señor!”, hasta Paco Umbral, quien en la rosa y la espada de su prosa se río de todos, del primero al último.

Alguna vez, nosotros mismos fuimos víctimas del dedo acusador de los académicos, de ese dedo que señala formas de vestir, actitudes, expresiones, pero que esconden el revés de una trama non sancta en sus propios tapices interiores. Y es que no puede existir un saber vivo y contagioso en Instituciones donde importan más los accidentes que la sustancia, las formas que las razones profundas, el smoking que el corazón que late dentro. El formalismo seca la vida porque es el apagavelas de los pabilos que arden tenuemente en toda auténtica vocación.

En una entrevista publicada por la revista La Esfera de Madrid, el 5 de marzo de 1927, le preguntaron a Valle-Inclán, cuáles eran los dos nombres más indicados para ocupar los sillones vacantes de la Real Academia Española. Valle, con su verba punzante respondió:

“Hay un tipo de escritor que nunca será académico: Unamuno, Baroja, Blasco Ibáñez, yo desde luego…Este tipo de escritor nunca será académico, en primer término, porque no lo busca. Luego, porque la Academia, con su espíritu, con sus normas, con su vida quieta, ata, apaga en el escritor lo que en él haya de independencia, de rebeldía, de libertad. […] En cuanto a las vacantes, me parece bien que ocupe Ramón Pérez de Ayala una de ellas”.[1]

Y luego, con esa sonrisa de la inteligencia que es la ironía, remata Valle:

“El hombre que yo he encontrado en mi vida, indicadísimo para ser académico es un carpintero. Conocía una cantidad infinita de vocablos. […] “Señor Joaquín –le decía yo- quiero esto, de esta manera”, y le explicaba con multitud de palabras mi deseo. “Ah sí, lo que usted quiere es un inglete de la giloca…”. Aquel hombre era un vocabulario vivo e inmenso y hubiese hecho un gran papel en la Academia” [2]

Umbral, valleinclanesco por estilo y dandismo definió al académico como un señor que cuando se muere se convierte en sillón.

En filosofía, pasa otro tanto. Quien lo vio lúcidamente fue Etienne Gilson al sostener que el verdadero filósofo habla de las cosas, mientras que el “profesor” de filosofía habla de filosofía. Entre nosotros, lo mismo nos recuerda Albero Buela, que de dandi tiene poco, pero de sincero mucho: “nosotros hablamos de las cosas y los académicos hablan de los libros, por eso son especialistas de lo mínimo”.

En un rincón del sur del conurbano bonaerense, una comunidad de desvelados nos reunimos en tertulia todos los sábados por la noche. La palabra corre libre, inquieta y pasional, como el vino bueno que alegra la mesa de los hombres. Sabemos escuchar y afinar los términos teniendo claro que es preciso morderle los labios a la vida si queremos decir cosas que valgan la pena. Somos barrocos y por ello pulseamos con el amor que desgarra, la finitud como límite y la eternidad como promesa. ¿A qué no sabe usted, querido lector, quienes jamás se acercan a la tertulia? Obviamente, los académicos. Ellos aman lo apolíneo, lo circunscripto al aula, lo individual por sobre lo comunitario. Son así, los excita más el perfume del fijador de cabello que el aroma del café.


[1] Ramón María del Valle-Inclán. Entrevistas. Alianza, Madrid, 2000: p. 217

[2] Ibídem: p. 217/8.

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