Tras el fallecimiento en 2005 del último Papa del siglo XX, los romanos popularizaron la expresión «santo subito» con la que prácticamente exigían la canonización sin demoras del polaco Karol Wojtyla, un hombre que concitó en vida la animadversión del nihilismo cultural hegemónico y de la izquierda política y mediática mundiales. Desde el pasado Lunes de Pascua asistimos al fenómeno inverso: Pedro Sánchez, María Jesús Montero y Félix Bolaños han manifestado públicamente su compunción por tan notable pérdida, mientras Pablo Iglesias en su programa televisivo de Canal Red ha dedicado al pontífice un reportaje rigurosamente hagiográfico en versión laica. Figuras de mayor o menor relevancia dentro del progresismo político lamentan la defunción de un personaje al que sentían próximo y afín, mientras Alexander Soros se duele profundamente de la desaparición de Francisco y la Gran Logia de Italia manifiesta su admiración por la obra del difunto, marcada por su consonancia con los principios masónicos. En cambio, no me consta que entre los fieles que hoy desfilan ante los restos mortales de Jorge Mario Bergoglio se registren demandas de beatificación. Sin duda alguna, el Obispo de Roma que acaba de fallecer era diferente.
Francisco fue distinto de sus predecesores. Benedicto XVI, Juan Pablo II, Juan Pablo I, Pablo VI, Juan XXIII y Pío XII alcanzaron el grado académico de doctor en varias materias, según los casos: filosofía, teología, derecho, etc. Jorge Mario Bergoglio, más modestamente, se graduó como perito químico. Por si alguien lo duda, aclaro que no albergo animadversión contra los peritos químicos ni tampoco me siento predispuesto en favor de los doctores, pero encuentro el dato escueto bastante revelador de las singularidades biográficas e intelectuales mediantes entre el último timonel de la Barca de Pedro y los anteriores navegantes.
Francisco, a diferencia de los pontífices precedentes, nunca llegó a sentirse cómodo en el ejercicio de su ministerio; tengo para mí que las exigencias del objeto excedían con mucho las capacidades del sujeto. Al llegar a Roma, ya le precedía una acrisolada fama de laxitud doctrinal y su muy acusado gusto por la innovación -ocurrencia, más bien- litúrgica y formal. Quedan para el recuerdo sus celebraciones de la Janucá hebrea con «su rabino» (sic) Abraham Skorka, la conmemoración de la Kristallnacht en la Catedral de Buenos Aires o su ridícula imagen de arzobispo católico arrodillado ante un telepredicador evangélico para recibir su «bendición». Consecuentemente con su personalidad poco proclive a la sacralidad y más inclinada al happening políticamente correcto -al tiempo que absurdo y grotesco- se estrenó como soberano de la Ciudad del Vaticano despreciando desdeñosamente determinados símbolos del attrezzo papal: el anillo del pescador, el calzado rojo, la cruz pectoral dorada, etc. No faltó quien tras una ostentosa modestia intuía una exuberante arrogancia, pero tal vez se tratase en su caso más bien de la simpleza del hombre romo que fija toda su atención en el dedo y no se percata de la Luna que señala.
Anécdotas al margen, Bergoglio se reveló como un hombre inequívocamente de su época y del mundo en que le correspondió vivir. Es decir, de un mundo racionalista y liberal que ha prescindido de Dios y hasta de la noción misma de trascendencia. Una época para la que no existe la Verdad absoluta y eterna, pues se conforma con pequeñas certezas provisionales y mudables. En 2013 el filósofo argentino Alberto Buela definió a su compatriota tan certera como discretamente, al referirse a su ingreso en la Compañía de Jesús precisamente cuando los jesuitas ya estaban sustituyendo la teología por la sociología. Lo bien cierto es que Jorge Bergoglio ha desempeñado durante doce inacabables años el cometido de activista progre, valiéndose para ello de un discurso obsesivamente centrado en la misericordia -que le servía de vocablo subterfugio para en realidad aludir a la filantropía iluminista- y en la innovación. Según esta pauta, redactó su exhortación apostólica Amoris Lætitia, donde se cuestiona e implícitamente revoca una parte sustancial de la enseñanza pontificia precedente y, en general, la doctrina católica bimilenaria sobre el amor humano, el vínculo matrimonial, su carácter indisoluble, el estado de gracia imprescindible para la recepción de la eucaristía y se da pie a una peligrosa distinción entre pecado objetivo y culpa subjetiva. Hablando en cristiano, nunca mejor dicho: el relativismo moral y la fe líquida y evolutiva de Bergoglio se conjugaban a la perfección con la emotividad primaria de nuestro tiempo, un tiempo en el que los sentimientos de cada individuo y la subjetividad cambiante gozan de prestigio social y preferencia respecto de la «rigidez» y el «dogmatismo autorreferencial» de quienes afirman que, siendo Dios eterno e inmutable, no puede ser coyuntural e incierta su voluntad y su ley. Como era previsible, el documento suscitó tal desconcierto que cuatro cardenales -Brandmuller, Burke, Caffarra y Meisner- dirigieron una carta al Papa en la que planteaban diversas dubia; le requerían formal y solemnemente a dilucidar las contradicciones manifiestas con la doctrina tradicional católica. Con toda seguridad, aquellos cardenales creían dirigirse al Papa Francisco para que, en ejercicio del ministerio petrino de confesor de la fe cristiana auténtica y maestro del Pueblo de Dios que le había sido confiado, confirmase a los hermanos en la fe. No imaginaban que Jorge Bergoglio consideraba impropio de su altivez e incompatible con su arrogancia rebajarse a solventar las dudas de sus hermanos en el episcopado. Al margen de lo anterior, era tarea inaccesible para un hombre de sus limitaciones responder con profundidad, solvencia y rigor comparables a los de quienes le interrogaban. De hecho, existen más que fundadas dudas acerca del grado de comprensión que el propio Bergoglio llegó a tener de su propia confusa propuesta que relativiza la ley moral objetiva atendiendo a las circunstancias individuales.
Otro memorable hito del nefasto difunto quedó levantado con su firma al pie del Documento sobre la Fraternidad Humana por la Paz Mundial y la Convivencia Común, de título tan pomposo como claramente inspirado en el globalismo de raíz ilustrada. No se trataba de un texto presuntamente pastoral sino meramente político, firmado en 2019 en Abu Dabi juntamente con Ahmed el-Tayeb, gran imán de al-Azhar. Entre sus líneas se puede encontrar algún rotundo disparate, sustancialmente herético, como la afirmación de que la diversidad de religiones es «voluntad de Dios», que siembra la incertidumbre acerca de si Jorge Bergoglio llegó alguna vez a leer las últimas líneas de Marcos, donde se relata que, antes de ascender a los cielos, Jesucristo ordena a sus apóstoles: «Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a todas las naciones. Quien crea y se bautice se salvará; quien no crea se condenará». En cualquier caso, el rebuzno de Abu Dabi guarda perfecta armonía con otras innumerables declaraciones públicas de Francisco en las que daba a entender que cualquier religión es un posible camino hacia Dios, al tiempo que reiteraba ad nauseam su obsesiva condena del proselitismo. Lo extraño fue siempre escucharlas en boca de quien se intituló hasta su muerte Vicario de Cristo, teniendo en cuenta que el propio Cristo se autodefinió como EL camino, LA verdad y LA vida.
Podría extenderme sobre su idealismo mundialista pueril, muy al gusto de la ONU y de las instituciones globalistas. Y sobre su complacencia con lo heterodoxo, lo no canónico, con el falso ecumenismo fundado en la búsqueda del mínimo común denominador entre la verdad y el error. También podría escribir sobre su invitación tácita al escepticismo y al agnosticismo. O sobre su adhesión subrepticia al movimiento internacional gay friendly y su implícito cuestionamiento de la antropología cristiana al permitir la bendición por sacerdotes católicos de parejas homosexuales, estridente novedad de Fiducia Supplicans (2023), declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Podría redactar varias páginas sobre su ecologismo ramplón en la encíclica Laudato Si, con derivadas inauditas y sorprendentes como el culto aberrante perpetrado por varios clérigos, en presencia de Francisco, postrados en tierra para venerar un ídolo supuestamente representativo de la Pachamama (4-10-2029). Podría escribir sobre la instalación, en el Aula Pablo VI del Vaticano, de una estatua del heresiarca Martín Lutero (13-10-2016) o la edición de un sello con su imagen por parte del servicio vaticano de correos para conmemorar (¿?) los 500 años de la reforma protestante. Podría dedicar mi tiempo a ello, pero honradamente creo que sólo conseguiría hacerlo perder a mis beneméritos lectores. Lo dicho es más que suficiente para evocar el pontificado de Francisco, muy posiblemente uno de los peores de la historia papal y una auténtica calamidad padecida por la Iglesia. Su relevancia en el cristianismo es semejante a la de Gorbachov en la Unión Soviética. En lugar de seguir escribiendo esta antología del disparate, me limito a elevar mi ruego al Dios Uno y Trino revelado por Jesucristo en favor de un nuevo Sumo Pontífice. Ojalá fuera cierta esa leyenda piadosa, pero inexacta, que atribuye directamente al Espíritu Santo la elección del sucesor de Pedro. Me limito a suplicar un papa con pocos, pero marcados rasgos distintivos:
- Que sea hombre de arraigada fe y profunda devoción. No debe profesar la filantropía masónica, sino amar al prójimo como a sí mismo y hacerlo como consecuencia directa de su amor a Dios. Debe ser consciente de que su misión no es defender la Agenda 2030, ni pedir la reducción de los gases con efecto invernadero; su misión es proclamar la fe anunciada por Jesucristo y perseguir su difusión hasta los confines del mundo.
- Que sea consciente de que su misión no es innovar, sino vivificar la Tradición. Ha de entender lo absurdo de intentar bautizar las ideologías vicarias del globalismo: el nomadismo migracionista, la ideología de género, la obsesión aberrosexual, la histeria climática, etc.
- Que no tenga miedo de contrariar a los poderes del mundo. No tiene sentido pretender apaciguar a la bestia insaciable entre cuyos objetivos innegociables figura la erradicación de la fe. Debe comprender lo absurdo de intentar congraciarse con la posmodernidad, con el entramado nihilista, materialista, hedonista y refractario a la trascendencia en general y al cristianismo muy en particular. Debe confiar más en la gracia de Dios que en la benevolencia del New York Tim En resumen: que sea totalmente diferente de Francisco y de carácter y principios radicalmente antagónicos.