Jardiel Poncela, autor hoy prácticamente ignorado, con la maestría y la ironía que le caracterizaban, al socaire de la leyenda medieval de las once mil vírgenes y de Santa Úrsula, se preguntaba si es que alguna vez hubo once mil vírgenes. No se preocupe el lector, que este artículo no va de vírgenes, si queda alguna después del paso por las esferas del poder de la realidad del socialismo español, sino de la existencia, también real, práctica, del Estado de Derecho, y no de una simple creación teórica, diseñada por los conspicuos juristas alemanes del primer tercio del siglo XIX.
El problema del Estado de Derecho es una cuestión esencial, que se refiere sobre todo a lo que entendemos por un poder legítimo, con independencia de la identificación actual entre legitimidad y legalidad, identificación que destruye el sentido clásico de la legitimidad porque ya sabemos que la legalidad puede ser modificada, interpretada, manipulada, de manera que el ordenamiento jurídico permita todo aquello que en principio parecía estar expresamente prohibido.
Decía San Agustín que donde no hay justicia no hay Derecho y también que donde no hay justicia tampoco existe República. La consecuencia final es el resultado de un razonamiento recogido en La Ciudad de Dios, en el Libro I, señalando varios aspectos que tienen especial importancia en la España actual: “donde no existe verdadera justicia no puede existir comunidad de hombres fundada sobre derechos reconocidos” y a mayor abundamiento, tampoco existiría el pueblo. En consecuencia, “si no puede existir el pueblo, tampoco la cosa del pueblo, sino la de un conjunto de seres que no merece el nombre de pueblo”.
Es decir, que como pueblo habría que entender una comunidad de individuos, con derechos reconocidos y además conscientes de ellos. Si la política, en su concepción clásica, que está en el trasfondo de los asertos agustinianos, ha dejado de ser aquello que interesa a todos y que guarda relación con la noción ética del bien común, tampoco existiría el pueblo, formado por una voluntad de vivir conforme al Derecho, siguiendo también en esta idea, como hace Agustín, a lo observado por Cicerón respecto de la República.
Ya no es que se ponga en duda la existencia de un Estado de Derecho, ¿lo hubo alguna vez?, sino que lo que se pone en duda es si existe un pueblo, que no es esa masa aborregada de individuos que asisten con sorpresa algunos, estupor los más, impávidos otros cuantos y cooperadores necesarios, por activa o por pasiva, un grupo ingente, que a la postre constituyen, me temo que sin posibilidad de edulcorar el resultado, una agrupación de ciudadanos adormecidos frente a la nueva vuelta de tuerca del decisionismo jurídico-político con el que nos amedrentan, amenazan, y en todo caso nos gobiernan, aquellos que han ido retorciendo el Derecho hasta que ya no ha quedado ni un pequeño atisbo de justicia.
Señala Agamben que el siglo XX es el siglo donde se utiliza por primera vez el Derecho penal contra el enemigo, quizá porque los Estados totales del siglo XX discriminaban primeramente al adversario político, para terminar por utilizar un Derecho penal de nuevo cuño con el fin de sacar del espacio público al que discrepaba, incluso por razones ajenas a su propia voluntad, para convertir todo el Derecho en el acto final de la decisión política, amparada normativamente e institucionalizada con la finalidad de procurar el exterminio total del diferente. El derecho a ser distinto quedaba anulado por el vaciamiento de la política -en su versión clásica- que llevaba a cabo el Estado total del siglo XX en sus diferentes versiones, aunque una de ellas sigue gozando de gran predicamento por estos lares y revestida de variadas formas, ya sea castrismo o dictaduras bolivarianas, constituye incluso un sistema fecundo de financiación del que se ha nutrido y se nutre la pretensión de Estado, ya sea de Derecho o no, en que se ha convertido España. Porque ni siquiera puede motejarse de Estado lo que ha sido usurpado por la ley de hierro de las oligarquías, que dijera Dalmacio Negro.
Es indudable que el siglo XXI ha ido más allá de los Estados totales, porque el Estado relativista y nihilista, y encima con pretensiones de fundamentación axiológica, de este siglo es totalitario, quizá con mayor virulencia que en el pasado, porque penetra en las conciencias y transmuta los valores, que aparecen determinados por una élite internacional para la cual ni tan siquiera merece la pena forjar un Derecho penal contra el adversario, que no lo olvidemos podemos ser cualquiera de nosotros. De esta suerte lo de menos es la existencia o no de un Estado de Derecho, que en sí es una falacia, y que solo cobraba sentido sobre el papel de los sesudos alemanes que pensaron que un Estado burocrático o legal era algo más que las dominaciones, carismática o tradicional, en el sentido weberiano, de las que se surtió la historia. Cómo se nota que ninguno de ellos, ni tampoco Weber, profundizó en la historia y entresacó de ella la enseñanza que desdeñaron, muy al estilo alemán, como aquello que se escapa de una ciencia dogmática, que es en definitiva la que tenía que trabajar sobre ese binomio Estado-Derecho.
Sólo sobre este presupuesto puede aceptarse que el cuadro variopinto que presenta, hoy en día, la realidad política española sea la lógica consecuencia de un Estado de Derecho que no ha funcionado más que teóricamente y que, en la práctica, ha sido siempre la exacerbación de los diferentes “ismos”. Quizá porque nunca ha sido otra cosa que una simple construcción partitocrática y no tecnocrática o burocrática como se pensó inicialmente que debía de ser la construcción teórica del Rechsstaat. Conforme se escala en la pirámide del Estado deja de ser primordial el conocimiento y las aptitudes para encontrarnos con los diversos tentáculos del poder, en su versión de partido, que se enroscan y que hacen imposible una auténtica construcción jurídica del Estado y una vertebración del mismo. No es el Derecho el que organiza la vida del Estado y el que determina la división de poderes, como pieza clave de la vida político-jurídica, es la decisión, que ya no se sustenta schmittianamente en el Derecho, sino en el juego de las voluntades y en la cooptación de las mismas.
Quien se atribuye, en virtud de un sucedáneo de representación política, la posibilidad de mantenerse en el poder sin sonrojo termina por salir fortalecido de una crisis que sólo lo es aparentemente y que demuestra en realidad sobre qué base endeble se sustenta la pretensión de encarnar el Estado de Derecho. El asalto a las instituciones, el saqueo generalizado, las puertas giratorias de las que se surten los políticos que, no bien abandonan el puesto para el que han sido catapultados por la decisión de una oligarquía política, se ven encumbrados a cargos institucionales en los que demuestran que no son el burócrata-funcionario que se pensaba como característico del Estado de Derecho, sino una vez más la expresión de un sistema que no funciona y que quizás nunca ha funcionado, porque ya ni siquiera es la ideología la que determina el ascenso, sino la corrupción exacerbada, la compra y venta de favores, de votos, de componendas, donde lo público ha sido volatilizado y ha dejado de ser la cosa del pueblo para convertirse en lo de unos pocos, sin más mérito que el de cumplir las órdenes que, en cada momento, establece el partido.
La idea de que un partido representa el Estado y que no hay espacio en la vida pública para el que piensa distinto, menospreciando la necesaria alternancia política, que es la explicación necesaria del Estado de Derecho, porque aquello que permanece frente al cambio es el ordenamiento jurídico, nos demuestra hasta qué punto se ha producido la torsión del Derecho y cómo las aspiraciones dictatoriales del líder y sus hechuras pueden encontrar acomodo en el esquema simplista a que se ha reducido el Estado español, que no España.
La ley de hierro de la oligarquía funciona exactamente y en sentido inverso al funcionamiento del Estado, que ha ido perdiendo progresivamente su eficacia y se ha convertido en esa bolsa de empleo público para toda suerte de saqueadores profesionales, y sus adláteres, que inundan las listas electorales.
Y mientras, tampoco queda pueblo, porque la masa inerme de individuos, carentes de una conciencia cívica, no están en condiciones de exigir, de demandar derechos de los que hobbesianamente se han desprendido para cederlos a un Estado que no se somete al Derecho, sino que lo transforma, lo envilece y lo convierte en la correa de transmisión de sus decisiones.
Los fines operativos del Estado -la tutela de la vida y la salvaguarda de la seguridad- han terminado por convertirse en una finalidad puramente maquiavélica, instrumental, donde el Derecho es una herramienta más al servicio del poder: la única seguridad que vale la pena preservar es la de un poder que no admite quiebras en su estructura, aunque éstas sean evidentes. La última vuelta de tuerca, en este descenso precipitado hacia el nuevo paradigma de Estado total, por el que España se despeña, lo representan los últimos bastiones que todavía resisten frente al descalabro institucional: la libertad de los medios de comunicación y la independencia del poder judicial. Sobre el último campea la amenaza de una ley, que tiene por nombre el de unos de los ministros del jefe de la “Cloaca Máxima”, que pretende, en aras de una supuesta y necesaria agilidad de los procesos judiciales, la anulación de la instrucción y de la investigación criminal que ha sido primordial y que es el resultado de la colaboración entre la Guardia Civil, la Policía y los Jueces de Instrucción. La sustitución de los juzgados de instrucción por tribunales de instancia, divididos en secciones, tiene una finalidad que es la del control de lo que se investiga y de cómo se investiga, para evitar los versos sueltos de una Magistratura honrada, honesta y eficaz, y a su vez la sustitución de la Magistratura por la Fiscalía y la dependencia orgánica -lo estamos viendo- de ésta respecto del Ejecutivo, demuestran el singular empeño de un partido que no puede contemplar, ni tan siquiera como posibilidad, la alternancia en el poder. Recordemos que prácticamente desde González, hoy contemplado como gran estadista, los partidos españoles en el gobierno pierden las elecciones por las investigaciones sobre tramas de corrupción. Si la investigación se deja en las manos adecuadas el problema jurídico-político queda solventado de una forma contundente y quizá definitiva.
De lo que se trata en suma es de reproducir el modelo Pumpido, jurista asaz conveniente que moldea las leyes y los informes jurídicos a su antojo y que despacha los inconvenientes que el Derecho puede crear con una cierta soltura. Cuando Kelsen ideó la creación, en la recién nacida República de Austria, de un Tribunal Constitucional, del que fue electo como magistrado vitalicio, pensó que con ello se creaba una justicia constitucional que, lejos de estar dispersa, quedaría en las manos de un único Tribunal, cuya misión fundamental debía de ser la de proteger los derechos constitucionales, preservar el sistema federal austriaco consignado en su Constitución, velar por la independencia judicial como pieza fundamental de la Constitución austriaca de 1920, de la que había sido redactor, y articular las garantías constitucionales derivadas del principio de división de poderes, y eso que para Kelsen era una falacia hablar de Estado de Derecho, como un modelo de Estado superior a otras formas de poder históricamente existentes, porque a la postre todo Estado tiene su Derecho. El sistema constitucional kelseniano ya adolecía de una cierta connotación ideológica, muy lejos de la pretensión de neutralidad y de pureza metodológica: todo sea al servicio de una construcción jurídica formal que admite cualquier contenido y que convierte al Derecho en un mero procedimiento.
Pero lo que indudablemente no pasó por la cabeza de Hans Kelsen es que fuera el propio Estado -o lo que queda de él- quien tuviera interés en dinamitar el Derecho y hacer a la postre inservible la Constitución entendida, aparentemente, como la norma superior del sistema jurídico. Lejos de vigilar y proteger las garantías constitucionales, el Tribunal Constitucional está dando grandes alegrías a quienes disfrutan con la fractura nacional, que no está contemplada constitucionalmente, y con la posibilidad de utilizar una Ley de Amnistía que se concibe como la condonación de los delitos de traición al Estado, bajo la firme idea de considerar que aquello que no está prohibido expresamente está permitido implícitamente. Si además unimos a ello que la composición del Tribunal Constitucional viene, nuevamente, determinada por la ley de hierro de la oligarquía, tendremos la tormenta perfecta, que no se solventa con la abstención del insigne jurista Pumpido en la votación de dicha Ley, sino con la absoluta remodelación del sistema de designación de los magistrados del Tribunal Constitucional, donde no exista la intervención partitocrática.
En cuanto a la libertad de los medios de comunicación, de la cual es evidente que no hablaban los juristas alemanes del XIX al diseñar la imagen de un Estado de Derecho, cabe decir que el problema no es la libertad de la prensa, sino la libertad a secas, la libertad a pensar, a decidir, y a sopesar si la participación en un modelo de Estado como el que se sustenta en España no supone en definitiva la supresión de toda libertad y la ausencia de conciencia cívica, que es aquello que nos coloca en una posición inferior a la de un pueblo, agustiniamente entendido, y nos sitúa en la vía de la servidumbre voluntaria de la que nos hablara Étienne de la Boétie. Claro es que los conspicuos jerarcas del sucedáneo estatal desconocen quien es el pensador francés, tan amigo de Montaigne, que rechazaba ese acto de servidumbre por el que voluntaria y de forma pasiva los individuos se someten al poder de uno. Lo peor de la argumentación es que la servidumbre voluntaria sólo puede darse por la pasividad y la inercia: cuando la masa ha ido viendo sus derechos cercenados, cuando ha ido perdiendo su conciencia cívica, cuando no es más que ese agregado de individuos que no son conscientes de su capacidad de decidir y dejan que el espacio público sea determinado por el poder, no queda ya nada que ofrecer al poder y a quien lo representa.
El Derecho lo admite todo, es laxo, flexible, puede auspiciar a la sima del poder a Catilina y puede aherrojar al disidente, porque una vez que se ha perdido la unión entre justicia y Derecho, éste puede dar una cobertura legal a lo que no es más que una simple impudicia, la de una Cloaca Máxima, que en este caso no drena los desperdicios, sino que los aglutina, los aumenta exponencialmente, hasta terminar por engullir a la masa inerte, e inerme, que ha ido ofreciendo voluntariamente cualquier capacidad de resistencia y que es capaz de señalar y de condenar cualquier signo de disidencia, que implique reconocer los problemas sistémicos de una partitocracia a la española, que en esto también hay diferencias.
Sin la servidumbre voluntaria el poder terminaría por quebrarse y por descubrir la enorme falacia que le da sentido, que todo Estado es capaz de pergeñar un Derecho acorde con sus deseos y sus intenciones. Y para conseguir esto último, que subvierte el sentido originario que tuvo sobre el papel la configuración alemana del Estado de Derecho, se hace preciso despojar a la ciudadanía de sus derechos, llevarla y reconducirla hacia la servidumbre, haciendo que sea además su propia voluntad la que aliente esta nueva vuelta de tuerca del Estado.
¿No es éste el efecto deseado? ¿No es la lógica consecuencia del Estado total del siglo XXI? Una vez despojados de la libertad, que se ha ido cercenando en aras de una representación pretendidamente política, en realidad puramente partitocrática, ideológica y sectaria, a quien ha perdido la denominación de pueblo, sólo le queda inclinar la cerviz voluntariamente -hay que facilitar la acción de la guillotina-, en una conducta a la que el cuerpo va acostumbrándose, hasta llegar al convencimiento de que cualquier otra forma de vivir la política o de repensar el Estado de Derecho es una quimera absurda, fuera de los cauces marcados, unos cauces que eliminan la discrepancia y que buscan domeñar las distintas voluntades, de manera que ya sólo quede una única voluntad, sustentada en el decisionismo político.
Los males sistémicos del Estado de Derecho muestran la existencia de un mecanismo de opresión exacerbado, ese que los juristas del XIX no supieron ver, porque la realidad sería muy distinta apenas pasado un siglo. La política actual es la del resentimiento. Gobiernan los resentidos: los que rechazan el esfuerzo, el trabajo y el mérito, el pundonor y la honestidad, la capacidad y el conocimiento, que no se improvisan. Decían nuestros clásicos que aquello que natura no da, Salamanca no presta. Es claro que el ambiente torticero y marrullero de este trasunto de Estado, que favorece a las oligarquías partitocráticas, ofrece también amplias oportunidades a los resentidos: el resentido, sabedor de su inferior condición, tiene que utilizar los mecanismos estatales con el fin de aplastar los connatos de libertad y las ansias de un cambio. El resentido que utiliza las puertas abiertas de un sistema indolente y artero, busca no sólo mantenerse en el poder, sino la total transformación de la sociedad y la eliminación del diferente, aquel que está solo entre las ruinas, quizá como se sentía Agustín, como Cicerón que defendía una República que ya estaba agonizando y que solo existía sobre el papel. Bastarían unos pocos años más para su total desaparición. Nada queda ya del Estado de Derecho, si es que alguna vez cobró forma, fuera de la imaginación de quienes pensaron que bastaba con la burocratización jurídica del Estado para que éste dejara de ser el Dios mortal hobbesiano. Y este Dios mortal que camina a pasos agigantados hacia la encarnación en la tierra de lo Absoluto, exige sacrificios constantes. No hay nada que no pueda ser comprado, ni tampoco nada que no pueda ser utilizado y ya no caben lamentos cuando hemos ido ofreciendo voluntariamente nuestra servidumbre.