Ha habido hace unos días una interesante discusión en torno a la Hispanidad y la inmigración que llegó a hacerse eco en canales de YouTube y diversos medios digitales (por ejemplo, aquí un artículo de Estefanía Molina, otro de Víctor Lenore y otro de El censor de Castilla), si bien tuvo su origen en Twitter/X, lo cual significa dos cosas. Por un lado, fue escasamente articulada y zafia en sus maneras —al fin y al cabo, en esa red estamos para insultarnos unos a otros— y se aprovechaba como siempre el anonimato para expeler supremacismo y desprecio por media humanidad, con esas maneras propias del adolescente ávido por sentirse superior. Por otro, sin embargo, la polémica expresaba una preocupación genuina, orgánica, de abajo a arriba («basada», dirían) y autóctona frente a agendas foráneas: ¿Es la Hispanidad una excusa para abrir las fronteras españolas a millones de americanos?
Personajes como Ayuso o Espinosa de los Monteros acaban generando esa impresión, si ellos proclaman algo, sea en este caso un repentino entusiasmo por reunir ambas orillas del Atlántico, de inmediato hay que sospechar. Madrid no es Miami ni falta que le hace, con ser Madrid le vale. Así que es razonable maliciarse que bajo esa apariencia de hermanamiento lo que terminemos encontrándonos sea un incremento considerable de la criminalidad (basta recordar que de las 50 ciudades más violentas del mundo 37 son de Iberoamérica), conflictos debido a costumbres no siempre afines al lugar de acogida (ecuavóley-botellón en cada parque), congestión de servicios públicos e infraestructuras no preparados para tanta población, incremento del precio de la vivienda por su mayor demanda, bajada de salarios debido a la mayor oferta de mano de obra disponible….etc. Mal vamos si celebrar la historia imperial de España significa reducir drásticamente nuestra calidad de vida.
Pero no tiene por qué ser esta la disyuntiva: bastaría con reivindicar la Hispanidad como realidad cultural e histórica encomiable en muchos aspectos, forjándola como una palanca de poder geopolítico de proyección en el futuro, un entorno diplomático alternativo a una UE en deriva suicida y belicista (dar la espalda a las dos guerras mundiales, a Europa, fue lo mejor que hizo nuestro país el pasado siglo), mientras que al mismo se frena la inmigración, sea cual sea su origen. No parece complicado, ¿verdad? ¿Qué obstáculos habría para simultanear ambas cosas? Fundamentalmente dos.
En primer lugar, hay fuertes intereses económicos en favor de la inmigración, como sabemos todos, así que no hace falta pensar en Kalergi ni en Soros si ya contamos en nuestro territorio con invernaderos, hostelería y fondos de inversión que solo quieren ver bajar los sueldos y subir el valor de sus inmuebles. Así que una estrategia que viene ensayándose desde hace cierto tiempo es la de hacer una pequeña concesión gatopardiana, clamando, por ejemplo, contra la inmigración ilegal, mientras se defiende la legal. O rechazando a aquellos inmigrantes que delincan, quieran vivir de ayudas, o no se «adapten a nuestras costumbres», de manera que se pueda seguir contando los que sí, que seguirán llegando por millones. El entusiasmo sobrevenido por la Hispanidad de ciertos sectores podría entenderse como una coartada para seguir manteniendo el flujo migratorio, que permite aplacar el rechazo que eso genera en la población autóctona, a la que se convencería de que ha ganado porque ya no es de origen islámico. Lo que nos lleva al segundo punto.
Existe ya en circulación un discurso manufacturado en torno a la «islamización de Europa», que fantasea con un choque de civilizaciones entre Occidente y el mundo islámico por el que las señas de identidad del primero serían los valores liberales progresistas (el feminismo y lo LGTB ahora también como banderas de la derecha, qué cruz). Es una narrativa que pasa por alto que casi el 40% de la inmigración que llega cada año al Reino Unido procede de la India, porcentaje similar en Francia de la originaria del África subsahariana (mayoritariamente cristiana) y que en España resulta completamente inaplicable, artificial, pues cerca del 85% los inmigrantes que nos vienen no son musulmanes. Entre los 20 países que más población nos aportan, solo uno es de mayoría islámica, Marruecos.
¿Por qué tiene entonces tanto eco ese discurso? El motivo es que está generosamente financiado desde Tel Aviv. Fijémonos, por ejemplo, en que las dos figuras públicas en el Reino Unido más conocidas por su rechazo a la inmigración musulmana, Douglas Murray y Tommy Robinson, son dos ardientes sionistas con estrechos vínculos con las Fuerzas de Defensa de Israel y generosamente premiados allá (véase aquí o aquí). Algo similar ocurre con el político holandés Geert Wilders que reclama «sionismo para las naciones de Europa» puesto que «el pueblo judío es un modelo a seguir» y tiene una bandera israelí en su despacho de tamaño similar a la de su propio país (lo que debería hacer dudar de su verdadera lealtad nacional). En España es sabido en ciertos círculos qué periodistas han pasado unas vacaciones gratuitas en Jerusalén… y hasta aquí puedo leer, que diría la presentadora del Un, dos, tres.
La hasbará israelí logra, de esa manera, que sus enemigos regionales (predominantemente musulmanes, aunque hay minorías cristianas) pasen a serlo también para Europa y Estados Unidos, como si de una nueva Cruzada se tratase. Y tal apuesta, en los próximos años, tiene todos los visos de multiplicarse, en el momento en el que comiencen a construir el Tercer Templo en Jerusalén, lo que requerirá destruir la mezquita de Al-Aqsa, el tercer lugar sagrado del mundo islámico. Viendo la manera en que Netanyahu está pisando el acelerador en estos últimos dos años en su proyecto del Gran Israel, cabe sospechar que tal conflicto religioso no tardará en llegar generando aún más inestabilidad mundial. Como tampoco es difícil de prever cuál será la respuesta pavloviana de tantas mentes imbuidas de propaganda. En fin, seremos afortunados si la cosa no acaba en guerra nuclear…
Pues bien, y a esta conclusión quería llegar, señalar que España no tiene un problema específico con la inmigración islámica, sino uno más genérico con toda la inmigración en conjunto, desactiva esta narrativa neocruzada. Decir esto no debería percibirse, en modo alguno, como rechazo a la Hispanidad, que salvo lisérgicos casos concretos no guarda relación alguna con el sionismo. Así como oponerse a la inmigración masiva, venga de donde venga, no debería entenderse como desprecio arrogante hacia los miembros de ningún país o cultura, ni a la propia Hispanidad. Basta ser lo suficientemente sutil como para no tirar al niño con el agua sucia de la bañera. Tarea nada sencilla en la trifulca diaria tuitera, eso sí.