Hasta en la sopa. Democracia por todas partes, todo lo consagra y todo lo empapa. No vale con que la forma de una sociedad política sea democrática -considerando entonces a la democracia como una categoría o realidad política, entre otras-, tiene que serlo todo en esa sociedad. Mercado democrático, moral democrática, vida democrática, sexo democrático, ciencia democrática, deporte democrático, ruina democrática… Totalitarismo democrático.
Este formalismo -formalismo democrático-, este idealismo que separa las categorías de los fundamentos de su existencia, en definitiva, es una de las formas de corrupción ideológicas más visibles en nuestras democracias occidentales de mercado pletórico. Una corrupción que hace vacuas a estas expresiones señaladas -y usadas- por la excesiva extensión metonímica del adjetivo democrático. Tan malo es pasarse como quedarse corto.
Corrupción porque las democracias -y lo decimos en plural porque hay más de una, distintas unas de las otras e incluso opuestas- son categorías políticas, formas de organización de las sociedades políticas. Una categoría, por tanto, enfrentada a otras posibles. Porque lo posible es siempre composible, porque lo existente es siempre coexistente. No es que todo esté en todo o se relacione con todo, pero sí necesariamente con algunas cosas (y no con otras). Por ello podríamos hablar de parlamento democrático, de gobierno democrático o incluso de presupuestos democráticos, pero no de felicidad democrática o religión democrática. Y es que no porque pertenezcan a una democracia todas las instituciones de esta son democráticas, o tienen por qué serlo. Ni haberlo sido. Siquiera el hecho de que las instituciones de una democracia sean democráticas garantiza que los resultados de estas sean democráticos. Por ejemplo: dado el caso en que un parlamento democrático determinase la instauración de una dictadura o la implantación de una monarquía hereditaria -lo que rompería el principio de la igualdad de oportunidades de esa democracia-. No por el hecho de que una resolución sea aprobada por mayoría parlamentaria o por referéndum significa que haya garantías de que esa resolución sea democrática, porque eso dependerá más de los contenidos de la resolución y de sus resultados que de su génesis, de la forma de aprobarla. Por muy democrático que sea el método quizá no lo sean sus consecuencias.
Las democracias son productos históricos que no se pueden implantar de un día para otro ni imponer por las buenas en una sociedad, y menos pacíficamente. Y es que las democracias realmente existentes dependen de los diversos materiales -históricos, antropológicos- en los que se implanta cada democracia. Materiales históricos y antropológicos que hay que tener en cuenta. Siempre. Ya que, por ejemplo, las instituciones y los individuos que han de fundar la democracia no se pueden dar por presupuestos ni surgidos de la nada. No hay un estado de naturaleza desde el que los individuos puedan decidir fundar un Estado por un jurídico contrato social. Contrato que no tiene sentido ni posibilidad antes de la existencia de un sistema legal y de un Estado con fuerza para hacerlo cumplir; unos individuos que no son previos a la sociedad política sino producto de ella; una democracia que, por tanto, tampoco puede surgir por las buenas sino de formas políticas previas -con las que incluso tendrá que enfrentarse- no democráticas. Una democracia no puede autoconstituirse igual que una sociedad no puede darse a sí misma una Constitución, por mucho que se diga. No nos podemos saltar la historia como si nada. Y andar a estas alturas teniendo que hacer estas precisiones resulta ridículo.
Así pues, se podrán soñar democracias perfectas, democracias formales, pero no pasarán de un sueño muy bien organizado. Utópico. Infantil. Y si uno decide rechazar y hasta despreciar a las democracias y no participar en ella, o abstenerse, porque no se ajusta a esa forma pura, pues que con su pan se lo coma. No hay más cera que la que arde ni más democracia que la que hay. Y tampoco pasa nada.
Es ese formalismo político, ese idealismo que da lugar a una concepción ideológica -en cuanto que se enfrenta a otras- de la democracia, el que emponzoña la compresión de las realidades políticas, históricas, territoriales en las que vivimos. Bellas formas, tan bonitas y luminosas como fáciles de comprender. Porque cualquiera puede entender en qué consiste esa democracia. Pero con una luz cegadora que no deja ver lo que tenemos enfrente. Así, en sus modalidades extremas puede llevar al anarquismo cuando desde esta concepción prístina de la democracia se observa que las democracias reales no se ajustan al modelo ideal; cuentan con tal cantidad de «déficits» que lo mejor es acabar con la sociedad política, con el Estado. Un obstáculo para que la «genuina y auténtica» forma de toda sociedad que se digne de llamarse tal se realice. Si la democracia es la esencia misma de la sociedad política -otro supuesto gratuito de esta concepción-, toda otra estructura política que no sea democrática pasa a ser espuria, inauténtica. No política.
Un formalismo que, además y por tanto, está cargado de un componente axiológico meliorativo. Lo democrático marca la línea entre el bien y el mal. Si es democrático es bueno, si no lo es lleva directamente al infierno. O peor, al fascismo. Ser demócrata y predicar y extender la democracia te santifica, te eleva sobre la barbarie y los acontecimientos temporales. La acusación de antidemócrata, al contrario, te condena socialmente, te convierte en un enemigo público, un demonio.
La democracia formal, inexistente pero funcional, nos lleva directamente desde el terreno de las categorías políticas al terreno de las categorías teológicas. Y se dirá que cada uno tiene derecho a tener su opinión, a pensar como quiera -como si, por otra parte, el pensamiento fuera libre-. Y efectivamente, claro que cada uno puede pensar como quiera o como mejor pueda. Las democracias, en cuanto realidades políticas, también están envueltas por ideologías, sistemas de ideas para el combate entre facciones -no hay rito sin mito, y viceversa-; sistema de falsa conciencia con una funcionalidad necesariamente partidista. Es justo éste el peligro de estas formalidades, de estos idealismos. Cuando aquellos a quienes el pueblo -ese ente amorfo y poco armónico- da el mando, mediante el voto en unas elecciones, están presos de tales formalismos, nos ponen en riesgo a todos al estar incapacitados para establecer planes y programas adecuados para el Estado, frente a otros. Tan importante es la solución como el diagnóstico, no se puede dar el uno sin el otro, están en codeterminación. Pero cuando quien tiene que hacer ese diagnóstico está cegado por la luz de las formas puras y sagradas, difícilmente va a conseguir dar con las soluciones concretas y generales que esas democracias reales, esas sociedades políticas, tienen.
A su vez, esta diosa que todo lo puede y en todas partes está, también puede justificar, por ejemplo, que un grupo decida separarse del resto legitimado por el poder de la democracia. Si esa separación, si esa secesión, está realizada democráticamente y es para dar lugar a una nueva democracia y, para más inri, sin violencia alguna, ¿dónde está el problema? Si cuantos más demócratas y más democracias mejor, ¿no? ¿No será el sumun de la democracia hacer una democracia de democracias? ¿Hacer de una sola 17 más? Es más, si te opones a esto, ¿no será porque eres antidemócrata, que tu fascismo opresor está asomando la patita?
Y es que si sacas las cosas de quicio no siempre es fácil volver a ponerlas en su sitio. Y es que la corrupción delictiva no es la única y no siempre la más peligrosa.