Cuenta una vieja historieta que, en cierta ocasión, un caballero acudió con urgencia al sastre porque necesitaba sobrias galas, apropiadas para un evento al que había sido invitado a última hora. Sin apenas tiempo, el sastre apresurado hizo una chapuza, aunque sugirió esta solución provisional: “Si encoge usted el brazo derecho, sube el hombro izquierdo hasta la oreja y no dobla la rodilla del mismo lado, para que no se note lo corto de la pernera, el traje encaja a la perfección”. Doblado, deforme, arrastrando una pata tiesa, llegó el pobre hombre a la ceremonia. Quien lo vio, pensó: “Lo mal hecho que está el hijoputa y lo bien que le sienta el traje”.
El cuento, de suyo simplón como pelado es casi todo en los últimos tiempos, tiene la virtud de describir perfectamente las consecuencias de suplantar lo necesario por lo ingenioso, la realidad por lo acomodado, la eficiencia por la ideología y el interés general por el provecho particular. Cierto es que el concepto de “bien común” suele ser laberíntico y a menudo abstracto, por cuanto las desigualdades y contradicciones de la sociedad hacen malo lo que para otros es bueno y viceversa, mas tarea del político y el administrador de lo público es armonizar —al menos intentarlo—, ese “equilibrio entre imperfecciones” que define la acción de gobierno sensata. Lo que no se puede hacer, y si se hace las consecuencias resultan desastrosas, es gobernar a beneficio de unos y en contra de otros; o peor aún, mandar sobre todos bajo condiciones establecidas a beneficio de quien reparte la baraja. Este último fenómeno es el más característico de nuestro país, el que todavía se denomina España.
En nuestro entorno —léase, Unión Europea y Europa— a perder no hay quien nos gane. La crisis más pequeña nos sacude como una tempestad a un montón de heno. Si la crisis se presenta seria, de expansión internacional como la que vivimos actualmente, ni siquiera somos forraje aventado: no somos nada; desaparecemos en el inventario de naciones y escondemos cabeza en la discreta vaguedad de esos últimos puestos en todo donde siempre se encontrará nuestro nombre. Los últimos de la lista. Los últimos en todo.
Somos el país con más acusado descenso del PIB por causa del Covid-19, el que más empleo ha destruido, el que peores perspectivas de recuperación tiene, el que ha perdido más ancianos en sus residencias, el que más sanitarios contagiados y fallecidos ha soportado, el más afligido en muertes por millón de habitantes —por mucho que nuestros gobernantes se esmeren y obsesionen en disimular la cifra con estadísticas más o menos inventadas—; somos los primeros en lo último y los últimos en lo que debería ser primero: educación, sanidad, pensiones, calidad de empleo… Siempre los últimos, siempre en el pelotón de los torpes. Aunque, eso sí: en cuanto se refiere a la adaptación de las estructuras institucionales a las necesidades particulares de los políticos que nos manejan, somos la gran excepción no solamente europea sino mundial. Somos incomparables.
Pocas naciones habrá en el mundo con tantos representantes públicos para realizar funciones tan especializadas, con tantas instancias administrativas desde el zascandileo municipal a la jefatura de Estado, pasando por el poder provincial, autonómico, central, ejecutivo… Pocos países encontraremos con tantos y tantísimos cargos de libre designación ejecutando “políticas” concretas, tantos asesores, expertos, prácticos sobre el terreno, enterados, sabiondos, listillos, enchufados, arrimados, abrevados y beneficiados, todos ellos a cargo del mismo fondo, que se supone de todos. Claro que tanto y tantísimo concejal de cultura y tanto experto en abejas, tanto asesor en perspectivas de género y tanto sabiondo en historia de la guerrilla antifascista local, son carga pero no patrimonio, son gasto pero no activo, son ejército que no hace guerra ni sirve para la paz, tropa que no sirve —ni de lejos— para soñar en sacarnos de esos puestos de ignominia en el ránking de los negados donde vivimos desde que Adolfo Suárez era funcionario del ayuntamiento de Ávila. Aquí, primero se disciernen las necesidades de la clase política, después se crea el cargo y más tarde, y porque no queda otro remedio, se investiga qué funciones cumple. Los constructores de nuestra democracia, hace casi cinco décadas, se pusieron muy de acuerdo en lo que anhelaba cada uno de ellos, desde la sensibilidad democristiana a la comunista, de la avaricia nacionalista al centralismo de los antiguos mandamases del Movimiento. “Café para todos”, se llamó la fórmula. Fabricaron la herramienta y sólo después de “sentirse” todos “cómodos” en el proyecto, determinaron para qué servía el ingenio, cómo se iba a trabajar en beneficio de todos los españoles. Que el aparato administrativo/político fuese adecuado o no, era lo de menos. Lo importante fue que nadie quedase fuera del reparto o agraviado por el “tú más y yo menos”. De ahí la inoperancia del Estado, de la administración autonómica y de las sucesivas administraciones “menores” que, por cierto, sorben un presupuesto mayor de los recursos públicos. De ahí el desorbitado gasto público que autoalimenta los aparatos de poder. De ahí el derroche, el disparate orgiástico administrativo y la monumentalidad asiática de la España institucional. De ahí al último puesto en la lista de los últimos en todo, ni cuarto de milla.
De acuerdo, coincidamos en que los tiempos de la Transición fueron especialmente delicados y, en consecuencia, estas cuestiones se solventaron de buena fe, de la mejor manera posible. Pero medio siglo de experiencia nos ha archidemostrado la ineficacia proyectada en el futuro de aquel diseño que, no lo niego, sirvió en su día para pasar de una dictadura a un sistema democrático sin mayores traumas. No fue mala jugada, pero es todo el juego que podía dar y que ha dado. A los hechos me remito. Tiempo ha habido de enmendar, aunque… ¿enmendar digo? En fin, de ilusión también se vive, dicen otros.
Ahora, hablar de estos asuntos parece exclusivo de quienes execran “el régimen del 78” y de los energúmenos que quieren a Pablo Iglesias presidiendo la II República y media. O sea, vigilando de cerca el argumento: los que por décadas se enquistaron en las estructuras del poder y de las mismas sacaron todo lo que pudieron, ahora que ven agotarse el “modelo” —es decir, vaciarse el arcón—, saltan “a la catalana” exigiendo el cambio de régimen pero no el cese de sus privilegios. Quizás, lo sensato fuese empezar por donde se sobredimensionan el Estado y la administración: de abajo arriba. Casa Real sólo hay una y cambiarla por una presidencia de la republica cuesta millonadas. Autonomías hay 17, oficialmente, más dos o tres “de facto” que vampirizan las declaradas desde el mimetismo espectral de “naciones sin estado”. Se podrían inaugurar las obras por ahí, y no serían malos principios.
Por el momento, y mientras esto no se arregle —que no se arreglará—, seguiremos siendo el cliente retorcido por las circunstancias, el incauto que soporta y luce como puede, a su pesar y para rechifla del público, el espantoso traje a medida que nuestros sastres se hicieron a sí mismos.
Seguiremos siendo España mientras el traje-camuflaje les sirva.