¿Qué pasa con nuestra juventud?

Universalizar una afirmación y hacer extensiva una valoración crítica a todo un conjunto, sea de cualquier naturaleza, es temerario, inapropiado y carente de todo espíritu científico. Sería una equivocación irresponsable efectuar tal valoración. Vaya por delante pues esta necesaria aclaración para efectuar un serio diagnóstico. Por otra parte, mi opinión viene fundamentada por la experiencia profesional docente de más de treinta años de trabajo, por mi labor dentro del mundo de la educación y, sobre todo, por mi condición de padre de familia. No es por lo tanto una interpretación carente de fundamento y objetividad.

Nuestra juventud, durante la presente pandemia, está manifestando unos comportamientos marcados por la irresponsabilidad, la indolencia ante el dolor y el sufrimiento ajeno, por la frialdad emocional y social, por la ausencia de compromiso con la sociedad y por un hedonismo manifiesto. Macro fiestas, botellones, ocio nocturno descontrolado y innumerables manifestaciones de divertimento inconveniente arrojan las cifras de contagios alejadas de las medidas sanitarias de seguridad son un muestrario de todo ello. Sin lugar a dudas, asistimos a un fracaso educativo eco de una forma de entender la vida individualista y egoísta. La interrogante que debemos plantearnos es ¿cuál es el origen de la problemática que hoy se está planteando?

Lo primero que hay que aceptar, con enormes dosis de autocrítica, es que esta situación se ha venido gestando largamente en el tiempo. No es una casualidad, ni una sorpresa para aquellos que lo venimos percibiendo desde hace décadas. No es nuevo, es una proyección más de una profunda crisis de valores en el seno de la familia, de una moral social triunfante desprovista de principios y de una influencia mediática negativa palmaria. Nuestros jóvenes, lo queramos o no, son el producto social resultante de la dejación y abandono de una correcta acción educativa por parte de quienes deberían tener la responsabilidad de ejercer esa función.

La familia, entendida como célula básica de nuestra sociedad, está profundamente enferma, debilitada en grado supino y, en consecuencia, el tejido social resultante también está aquejado de una falta de vitalidad. Es en el ámbito familiar en donde se configuran los caracteres de nuestra juventud. La primera escuela de la vida de una persona es su ambiente más íntimo y afectivo, desde tempranas edades. Los principales fundamentos que se convierten en los pilares del ser personal se perfilan y se van cimentando fuera de la escuela. Hay muchas y diversas razones que explican la ausencia de intervenciones,  por parte de los padres, en el desarrollo y proceso de construcción de la identidad de los más jóvenes. Hay una máxima bien cierta que señala que no se puede enseñar lo que no se ha aprendido, no se puede practicar aquello que se desconoce. Así de claro y así de contundente.

Los más pequeños, luego convertidos en adolescentes y, finalmente, transformados en adultos, desde la cuna están recibiendo mensajes de toda naturaleza. La formación si no se produce se transforma en deformación, en lo contrario de lo deseable, de lo conveniente y lo fundamental. La educación de los sentimientos, desde la fuerza del ejemplo, es la clave para la prevención de la desorientación y el desgobierno futuro del ser humano. Lamentablemente, el relativismo moral, el nihilismo, el buenismo se ha abierto paso, con notable éxito, en el mundo privado de las familias. La falta de trascendencia, no solamente religiosa, impregna las relaciones interpersonales dando paso a un materialismo y un utilitarismo repugnante.

No se convive, se subsiste junto al otro. Se vive con, no se comparten proyectos, ni se asumen responsabilidades. Muchas veces he preguntado a mis alumnos qué es la familia para ellos, la contestación refleja el egoísmo imperante. La familia es lo que me da, no a la que me doy como hijo, como hermano, nieto, sobrino, o primo. Se entiende, porque así se ha aprendido, que es un mundo de ausencia de obligaciones, sobredimensionando los caprichos y los presuntos derechos. No se acepta, ya que ni se plantea, un principio de autoridad y reciprocidad. La casa queda limitada a su habitación y a ningún compromiso con los demás miembros de la unidad familiar. Un clima de desapego por lo común se implanta de manera inconsciente. La ausencia de límites y de disciplina hace el resto. Personas frías emocionalmente, insensibles ante la necesidad de un bien común, provocan el conflicto del que, practicando el escapismo, huyen los padres. Temprano, demasiado temprano, se impone la dictadura y la tiranía del menor. Con notable frecuencia los padres trasladan a los profesores su impotencia ante la contundencia de los comportamientos de niños y adolescentes.

Todos los valores más importantes se inculcan en la familia. A la escuela los chavales acuden con una mochila desde casa cargada de formación, o deformación, según sea el caso. Nuestros jóvenes son el espejo en el que se proyecta nuestra sociedad. La solidaridad, el respeto, la amabilidad, la cortesía, el esfuerzo, el trabajo bien hecho, el sacrificio, la responsabilidad y otros muchos valores se enseñan en casa, y  en la escuela se refuerzan.

En este sentido, es muy difícil que alguien se integre convenientemente en un grupo, si no se han aprendido esos capitales principios. Si no se respeta la autoridad de los padres es muy difícil que se respete la autoridad del profesor, o de quien corresponda la obligación de ejercerla. Queda claro que no educar tiene como efecto pernicioso maleducar. Si no se aprende a respetar y amar a nuestros seres más queridos, es casi imposible hacerlo con aquellos que nos son menos conocidos, o desconocidos.

Pero, hay que seguir analizando lo que está ocurriendo con el comportamiento de jóvenes, y no tan jóvenes. La escuela se ha convertido en una fábrica de individuos en la que lo importante es las nuevas tecnologías, los idiomas y la ciencia. La competitividad, el individualismo y el positivismo toman carta de naturaleza. Lo esencial se desdibuja, prima lo útil y lo práctico, se olvida lo trascendente. Demasiados centros de instrucción, demasiados centros de estudios y pocas escuelas de valores. La estadística y la despersonalización aparecen. No es lo mismo educar que instruir en saberes, como tampoco educar es adoctrinar. Hay muchos profesores, pero no hay demasiados maestros y, menos aún, educadores. Los centros educativos así entendidos, refuerzan negativamente las inclinaciones conductuales de los jóvenes. Para educar a un niño hay que amarlo, decía Marcelino de Champagnat, fundador de la comunidad marista. Bien cierto es. 

Por otra parte, una corriente triunfante de pedagogía “progresista” se ha adueñado de nuestras aulas. El profesor colega, amante del igualitarismo, que no de la verdadera igualdad, imparte docencia con discursos vacíos, fatuos y dispersos. Todo es discutible, todo es relativo, la permisividad, la mal entendida tolerancia son inspiradoras de un nihilismo social entre los alumnos. A mi entender las corrientes de la zambomba y la pandereta se han extendido como una mancha de aceite.

En fin, volviendo al principio de mi artículo, lo que está ocurriendo con nuestros jóvenes es un drama. La diversión mal entendida, la falta de escrúpulos en la irresponsabilidad conscientemente aceptada, la apatía hacia el bien común y la ausencia de respeto, son la conclusión de la ausencia de premisas asumidas como necesarias para la convivencia social. Es muy triste ver los titulares con los que se abren los servicios informativos referidos al llamado ocio nocturno, o no, de la juventud que no es capaz de entender la importancia de su papel en el desarrollo de la vida social. Solo importa el aquí y el ahora, vivir al límite, disfrutar sin freno, sin conciencia del mal cometido, son expresiones de este fracaso educativo.

Top