Seguramente quedé con ganas de más miga tras la lectura y comentario de “La sociedad abierta”, de Diego Fusaro. El caso es que el asunto incita a una reflexión detallada en lo posible sobre la que me parece parte mollar de una polémica en boga, muy actual en los ámbitos del pensamientos que hoy en día se reclaman de “la derecha liberal”, “la nueva derecha”, la “derecha nacional” y afines. Por orden.
Hay dos concepciones distintas, a menudo enfrentadas en su plano teórico: la derecha que reclama absoluta libertad individual y de mercado y, de lógica, la mínima intervención del Estado en la vida de los ciudadanos (lo de “ciudadanos” va sin segundas); por otra parte está la derecha que llamaríamos “intervencionista”, partidaria de supeditar el interés individual al bien colectivo, así como de regular a través de la iniciativa estatal las disfunciones propias de todo sistema económico: derivación hacia la desigualdad, injusticias distributivas y etcétera.
Ninguna de ambas concepciones ponen en tela de juicio la característica fundamental del sistema llamado capitalista: la propiedad privada de los medios de producción. Sin embargo, mientras que la derecha intervencionista no puede admitir de ninguna de las maneras que el trabajo, el beneficio y la riqueza no tengan una función social, “los liberales” optan por abstenerse en tan importante detalle. Para estos últimos, la producción colectiva de los bienes de consumo y la apropiación privada del beneficio comercial de los mismo no parece algo escandaloso, ni injusto, ni necesariamente corregible con un sistema impositivo que grave con especial tesón la riqueza acumulada por la actividad empresarial. De hecho, el liberalismo “puro” aborrece los impuesto y las políticas públicas redistributivas, germen —según estas posiciones—, del crecimiento abusivo del Estado administrador de la justicia social y los fondos dinerarios que la harían posible, vigilante celoso de todos los procesos productivos, fiscalizador/recaudador de todo beneficio legítimo. Su máxima: cuanto más grande el Estado, más impuestos para autoabastecerse de medios coactivos, más burocracia, más normas, más interferencias en la iniciativa privada, menos libertad…
Esta cuestión no es baladí. Lo que para algunos teóricos de la derecha parece algo connatural, inalienable a la naturaleza humana, para otros es algo repugnante. Un ejemplo: la subrogación de los vientres de alquiler. Diego Fusaro define esta práctica como algo “criminal, execrable y horrible. Y lo es porque utiliza a las mujeres pobres como bienes disponibles, como material humano a partir del cual obtener valor añadido”.
La misma existencia de pobres y ricos se valora de manera distinta desde ambas perspectivas. La derecha liberal, que siempre parte del principio, para ellos axiomático, de que la única igualdad posible es la de oportunidades, considera la desigualdad económica como un fenómeno propio de la “diversidad humana”. A favor de este argumento juega la evidencia de que riqueza y pobreza, en las sociedades avanzadas, son estados por lo general transitorios, mutables, sujetos a los vaivenes y convulsiones de la actualidad económica, de modo que un ciudadano puede ser hoy rico y mañana pobre, y viceversa. No se trataría por tanto de un “mal sistémico” sino de una circunstancia lógica e inevitable de la naturaleza humana socializada. En estos casos, el Estado quedaría como “remediador” de emergencias para evitar que las calles se pueblen de menesterosos pedigüeños, que haya gente durmiendo en los parques y sin un bocado con que alimentarse, niños sin escuela, ancianos sin medicamentos y poco más.
Para la derecha “intervencionista” este panorama es, de base, inaceptable. El valor humano debe estar siempre por encima del económico porque el fin último de la sociedad no es —no debería ser— la producción de riquezas por medio de la iniciativa individual sino el logro de la justicia y la preservación hasta sus últimas consecuencias de la dignidad humana.
No es necesario que lo aclare, pero voy a decirlo: en mi primera juventud fui militante activo de la extrema izquierda y durante muchos años de mi vida, aunque ya superadas las efervescencias doctrinarias propias de la inmadurez, pensé y opiné como “persona de izquierdas”. Aceptaba la socialdemocracia como un bien menor, lo salvado de lo perdido; es decir: lo que quedaba y había podido rescatarse de la debacle del colectivismo aplicado en muchos países del Este de Europa. Para mí, la caída del muro de Berlín fue una mala noticia. Y hasta hace relativamente poco tiempo opinaba como Vladimir Putin: “La extinción de la Unión Soviética fue una catástrofe para Rusia y para la humanidad”. No se preocupen, que también esas nostalgias se me pasaron antes de doblar la esquina del siglo XXI.
Todo lo anterior declarado tiene un sentido: confirmar que en todos mis años de pertenencia, por así decirlo, a “la izquierda”, no leí ni escuché desautorizaciones más acerbas contra el liberalismo que las constatadas en los medios “de derechas”. Para la izquierda, el capitalismo y el liberalismo eran —son— el enemigo a batir; un adversario ideológico y geopolítico. Para la derecha “intervencionista” la controversia se presenta más honda: el liberalismo es el mal, una enfermedad moral de la civilización que es necesario desarraigar por todos los medios; una monstruosidad que nadie sano de espíritu y con mente despejada puede admitir y mucho menos soportar. No exagero: los más encendidos anticapitalistas que he encontrado en mi azarosa biografía y consiguientes periplos por los mundos de lo teórico estaban y siguen estando en “la derecha”.
Quizás ahí esté el nudo de la cuestión, en que todos estos posicionamientos, “derecha”, “izquierda”, “liberalismo”, “neoconservadurismo”, “nouveaudroitchisme”, “identitarismo”, suelen desenvolverse en los ámbitos teóricos. Por tanto, muestran una tendencia más bien urgente por sustituir la realidad, desde ya, por un compendio de fórmulas muy estudiadas en el plano reflexivo y muy pulidas en su dimensión moral… pero que no dejan de ser ideas que están en las cabezas de algunas personas, y nada más por el momento. Y empeñarse en corregir la realidad real por versiones depuradas en la realidad ideal no deja de ser un imposible y a menudo un absurdo. Incluso, a veces, el sueño de la razón produce monstruos.
Por ejemplo —hoy estoy por hacer confidencias y por poner ejemplos— con frecuencia me perturban las sinceras y sulfurosas execraciones que se vierten en casi todos los medios contra “la economía de mercado”, algo que para casi todo el mundo parece ser algo horrible. Y me perturban porque no conozco, por más vueltas que le dé, ninguna economía que no sea de mercado, sea un mercado libérrimo, regulado, intervenido… El mercado es la economía; lo demás son ensueños regresivos a tiempos del trueque, una época no muy boyante en la que sólo existía un medio de ganar por mano a la competencia: el garrotazo.
Concluyendo, que es hora. Desde mi modestísimo y seguramente poco fundado criterio, el sistema económico ideal es el que funciona, el que genera empleo digno, riqueza y estabilidad social; el que favorece el progreso individual de quienes más se esfuerzan y, al mismo tiempo, protege a quienes no llegan y fracasan, o simplemente quedan atrás, sea merecido o no el farolillo rojo; pues la función del Estado no es juzgar y sancionar los méritos de nadie sino procurar que nadie sea arbitrariamente sancionado. Dirá alguno (y alguna). “Eso es mucho decir, y además es no decir nada”. No ha de faltarle razón. La justicia, la igualdad y la libertad, tal como yo entiendo el dilema, sólo cuentan con un sustrato esencializador que las hará posibles: la política como debate permanente entre las situaciones efectivas, lo realmente existente, y las situaciones ideales que pueden ser muy encomiables pero no son realmente existentes. Sí, tenía razón Gramsci, tan amado y citado por Fusaro: la infraestructura económica lo determina todo, pero las superestructuras ideológicas tiene un grado relativo de autonomía y, por tanto, pueden ser operativas para transformar la sociedad y trascenderla en modelos más justos, más humanos y libres. O como afirmaba un antiguo profesor de historia, en los tiempos remotísimos en que un servidor intentaba aprobar sin estudiar en la facultad de letras de Granada: “La economía lo determina todo, pero quien lo decide todo es la política”.
Así debería ser, al menos.