El sábado pasado murió mi vecino Juan. No es que la muerte de alguien, por causas naturales y dados los tiempos que corren, sea asunto de relevancia extraordinaria. Ni mucho menos. “También se ha muerto Antonio Gento”, me diría algún madridista acérrimo como yo; pero se da la circunstancia de que el bueno de Gento, exjugador del R.Madrid y hermano de un superlativo héroe de infancia, ha trascendido lejos de mi morada, en tanto que la de Juan me tocó muy de cerca. Tan próxima como una llamada de auxilio de madrugada, subir a toda prisa las escaleras y encontrar al vecino en el suelo, yacente como desplomado, cortados sus hilos del destino y de la vida, y saber así, a primera vista y sin título de primeros auxilios, que la oscuridad se lo llevaba.
Mi mujer, qué sí es práctica en atención de estas y parecidas emergencias, lo mantuvo con pulso –debilísimo—, hasta que llegaron las ambulancias: dos a falta de una. El salón de mis vecinos fue ocupado en segundos por una tropa sanitaria pertrechada como si fuesen a primera de línea de fuego en alguna guerra de esas del telediario. El médico impartió rotundas y exactas instrucciones: muebles a un lado, espacio, desfibrilador preparado, masaje cardíaco, mascarillas puestas, incluidos los familiares. Pitidos de la máquina salvavidas, chasquidos eléctricos, descargas una y otra vez, más maniobras de reanimación, más descargas… Durante un hora lucharon los sanitarios por la vida de Juan. Al final, desmoralizados, fueron apartándose poco a poco. El médico aplicó el fonendo y acercó el oído a los labios del ya difunto. Pidió silencio absoluto. Se mantuvo en aquella posición al menos cinco minutos. Todos esperábamos la misma sentencia: hora de la muerte, 05’25. Noche en vela con la parca.
Mientras los sanitarios recogían y guardaban el material, y mientras la reciente viuda y sus dos hijos contemplaban el cadáver con incredulidad onírica y, como suele decirse, sin palabras, el médico descendió las escaleras de la vivienda, muy lentamente cruzó el estrecho paseo marítimo, se adentró unos pasos en la playa, se sentó sobre una roca de volcán, se quitó la mascarilla y encendió un cigarrillo.
Quedó mirando al horizonte, donde ya insinuaba de la rosáceos dedos.
Habría dado yo tres o cuatro goles de Gento, el que no se ha muerto, por los pensamientos del médico, pero bastante tenía con los míos. Desde el porchecillo de mi casa, a pie de calle, contemplaba el paseo vacío, escuchaba el rumor de las olas y recordaba a los amigos que perdí este año del virus, ninguno de ellos por causa del virus, gracias a Dios. Amigos de siempre, de los de toda la vida, y amigos recientes, de los que uno encuentra en el camino y se convierten por simpatía en naturales compañeros de viaje. Todos dolieron como duelen los días cuando nos dejan solos, con el hoy a cuestas, y se instalan en desaire olvidadizo del ayer. Como decía Delibes: “lo malo de la muerte es que siempre le toca a gente que te importa, y cuando te toca a ti no te enteras de nada”. No quiero parecer morboso, pero ya lo advertía Marco Aurelio: somos los únicos que no estaremos en nuestro entierro.
Ya lo sé… resulta improcedente acabar el año hablando de la muerte en vez de llenar esta página con pensamientos positivos, de esos que circulan frenéticos por las redes sociales e inundan de memes la mensajería de WhastApp. Pero ustedes me disculpen, lo de Juan mi vecino ha golpeado fuerte, y además no voy a ser menos que nuestro gobierno, que nos ha regalado una estupenda ley del bien morir para estas navidades y para cerrar un año donde obituar súbito ha estado tan de moda entre los consumidores. El sentido de la oportunidad ante todo.
El médico regresó de la playa al cuarto de hora, más o menos. Llevaba inquietud como tristeza en la mirada. Me despedí de él:
—¿Todo bien, doctor?
—No. La verdad es que no… —me dijo.
—Ha sido terrible. Traumático.
—No sé qué decirle —insistió—. Usted sabrá, que era amigo del fallecido. A mí lo que me jode es que he perdido la tarjeta de identificación profesional. Como no la encuentre entre los materiales de primeros auxilios que se han llevado los celadores voy a tener que renovarla. Un coñazo.
—Ea, pues buenas noches.
Y se marchó. Y a su barco le llamó Libertad.
Volví a casa de Juan. Mi mujer conversaba con su hija, intentando consolarla. La flamante viuda hablaba por teléfono con la funeraria. A Juan lo había subido a un sofá y lo habían arropado con una manta de cuadros.
—Parece que duerme —dije por decir algo, por ser original.
La viuda del difunto acabó la conversación en ese momento. Colgó el teléfono.
—Como si esperase que despertemos de esta pesadilla —me corrigió.
Ya despertaremos, querido amigo —me dio por pensar a lo Schopenhuer—. Del sueño de la vida, tarde o temprano, siempre se despierta. (Desde luego, los filósofos siempre vienen de molde en estas situaciones).