Ser varón heterosexual en 2021 se asemeja a ser judío cualquiera hace cien años: te atribuyen ser el dueño del mundo mientras las pasas canutas para sobrevivir en tu barrio. ¿Quién no sabe que para el hombre todo es jauja? Entre nuestros privilegios otorgados por el Patriarcado están vivir algunos años menos que las mujeres, monopolizar los accidentes laborales mortales, fracasar más en la escuela, tener cuatro papeletas más para que te toque el sorteo de ser asesinado, disponer de muchas más posibilidades de acabar en la calle como sintecho, de ir a la cárcel, de morir por suicidio y de que a nadie le importe. ¡Vaya momio eso de tener pilila!
El próximo 25 de Enero harán dos años de una de las mayores tragedias medioambientales de Sudamérica, el desastre de Brumadinho, a pocos kilómetros de donde aún vivo. La presa de residuos de una compañía de minería se rompió y un inmenso torrente de lodo tóxico sepultó toda la comarca contaminando para siempre la cuenca del rio Paraopeba. En el acto murieron más de 250 personas y dos años después aún están limpiando y rescatando cadáveres. Cuando sucedió, yo me acerqué a la zona para echar una mano como voluntario. Pero no les voy a engañar: el panorama era tan tétrico y extremo que mi voluntarismo duró menos de veinticuatro horas. La tarea consistía en retirar fétido fango venenoso con palas, para sacar cuerpos sin vida destrozados, y algunas veces, decapitados por la riada de residuos. Sin más protección que unas katiuskas y unos guantes de goma, el trabajo resultaba demasiado peligroso y complicado como para que un voluntario inexperimentado como yo hiciera algo más que molestar a los profesionales. ¿Saben cuántas mujeres vi aquel día en Brumadinho? Cero. ¿Y saben cuántas mujeres participaron en los trabajos de limpieza y rescate de cuerpos que aún hoy se están extrayendo? Pues no lo sé, pero me consta que poquitas. El mismo número de mujeres que veo subidas en camiones de la basura, desatascando fosas sépticas o fumigando plagas de ratas. ¿Por qué no hay cotas de género para trabajos asquerosos? Desde entonces, cuando alguien me habla de techo de cristal, yo pienso en el suelo de lodo de Brumadinho.
La peor calumnia que el feminazismo ha reservado para los neojudíos es la de poner bajo sospecha a la mitad de la población como potenciales violadores. No importa que absolutamente todos los hombres que conozco bien, mis amigos, todos ellos sin excepción abominen ese acto como el crimen más hediondo posible. Tampoco importa demasiado que con los datos estadísticos de Europa, Estados Unidos o Colombia en la mano, cualquiera se avergonzaría de decir que los rumanos son ladrones en potencia, los negros homicidas potenciales, y los paisas de Medellín son todos futuros narcotraficantes. No importa: el caso del feminismo resulta diferente para con los hombres. Está justificado que se criminalice la sexualidad masculina como peligro público. Y que el hombre pida disculpas por su falo. Y que tenga que deconstruirse (sic., sea lo que sea que signifique eso). Y que no se suba a los vagones de metro exclusivos para mujeres. Y que baje la cabeza cuando por la noche se cruce con una chica. Y que esquive su mirada. Y que no diga nada si no le preguntan.
Alguna lectora podrá decir que mis palabras destilan misoginia. ¡Ojalá fuera misógino! Mi mayor defecto continúa siendo que me chiflan las mujeres. La mitad de mi vida he sido lo que hoy algunos chavales llamarían un mangina: me gustan tanto las mujeres, que en ocasiones he cometido indignidades personales para estar con ellas. Ser guapo y pobre te deja en una situación muy delicada con el sexo femenino: por un lado ellas te respetan lo suficiente como para no rechazar tu oferta, pero no demasiado como para colmar su demanda. Uno va aprendiendo algunas cosillas aunque continúe siendo bastante ingenuo. Por ejemplo, me sorprendí cuando un artista algo famoso, amigo mío, me contó que grababa en video todas sus relaciones sexuales, no por perversión voyeur, sino por protección jurídica personal. Inicialmente me pareció excesivo. El artista argumentaba que si se la habían liado parda a Neymar, Morgan Freeman, Cristiano Ronaldo, Plácido Domingo… ¿qué no podrían hacer con mindundis como nosotros? No le faltaba razón.
Pensé en estas palabras, semanas después, cuando me ocurrió esta anécdota. En uno de los últimos festivales de jazz en los que actué antes del apocalipsis covidiano, conocí a una chica. Después del concierto de la banda, conversamos un poco en el backstage. A pesar de que en la charla ya mostró una embriaguez algo indecorosa y cierto comportamiento errático y caprichoso, yo acepté su ofrecimiento de acompañarme después del festival, sometido a su juventud y belleza. De camino al hotel nos besamos en cada farola, como diría el cursi de Sabina. Pero algo raro había. Llegamos a la habitación y ella entró en el baño para darse una ducha. Cinco minutos después sale del baño, completamente desnuda, espectacular, en reverenda pelota picada, y me dice ríspida: “No quiero sexo. ¿Te importa si nos vamos a dormir?” Atónito y callado durante unos largos segundos, pienso en la advertencia de mi amigo, y reacciono respondiendo con otra pregunta: “¿Te importa si grabo que nos vayamos a dormir?”
Y se ofendió. Mi desconfianza le importó más a ella que a mí quedarme a dos velas aquella noche. Con el ambiente erótico enrarecido, el contexto romántico roto, era momento de abortar el ritual de apareamiento. Ella se vistió y se puso los zapatos. “¿Me pides un taxi?», me dice con intención implícita de que se lo pague. “Abajo en recepción te llaman a uno.”, respondo con intención explícita de que se vaya. Más ofendida aún, se despide: “¡Eres un machista!”. Y el portazo sonó como un signo de interrogación.