Una reclamación esencial del espíritu democrático ha sido siempre que nadie sino el pueblo decida sobre lo que al pueblo concierne, ¿verdad? Esto lo conocemos en Europa desde tiempos de los griegos, por lo menos. Que nadie sino todos y cada uno de nosotros pueda decidir qué leyes obedecemos, a qué príncipe pagamos tributos, a qué Dios rezamos, qué lengua hablamos, por qué bandera van a sangrar nuestros soldados… En buena medida, la historia entera de nuestras naciones puede escribirse a partir de esta línea narrativa, de este relato del pueblo soberano. La soberanía consiste precisamente en eso. Es la decisión política suprema: lo que uno quiere ser. Y cuando ocurre que esa decisión no la toma uno, sino una reducida oligarquía o, aún peor, una voluntad extranjera, entonces no hay soberanía alguna. Y se supone que es en ese momento cuando el pueblo, indignado, se levanta y escribe páginas de épica sin igual. Luego llega Delacroix y lo pinta en un cuadro.
El pasado 9 de abril las Cortes españolas aprobaban una ley que es la negación misma de cualquier soberanía nacional. Se la ha llamado “ley del cambio climático y transición energética” y en la práctica equivale a imponer en nuestro país decisiones tomadas por una oligarquía extranjera. Decisiones que afectan radicalmente al conjunto de los españoles y a las condiciones mismas de supervivencia de la nación. ¿Acaso porque “protege el clima”? No, evidentemente: aquí el clima es lo de menos. Son otras cosas las que están en juego.
Esta ley hay que verla en el contexto del proyecto de transformación que nuestro Gobierno –al mismo paso, por cierto, que otros en Europa- viene alentando. En particular, hay que pensar en ese “plan de recuperación” reiteradas veces anunciado (pero nunca detallado) a partir de los denominados “fondos europeos”. Por poner un solo ejemplo suficientemente ilustrativo: el dinero destinado a promocionar la industria del coche eléctrico cuadruplica al dedicado a ayudar al turismo. Otro ejemplo: la concesión de créditos blandos se condiciona a la promoción de tecnologías de la información. Y uno puede estar muy de acuerdo con la electrificación y la digitalización, sí, pero, hablando de leyes, aquí y ahora, en este país y en este momento, la pregunta es más bien esta otra: ¿De verdad es eso lo que España y los españoles necesitan? Esa es la pregunta que nuestros representantes de la soberanía popular no se han hecho (con la excepción de VOX). Tampoco nos extrañe: en Francia la Asamblea ha votado exactamente lo mismo. Lo cual también da mucho que pensar.
¿Quién manda aquí?
Desde hace algún tiempo, la oligarquía financiera transnacional, motor y beneficiaria del proceso de globalización, emancipada ya de cualquier control político de viejo estilo, viene imponiendo por todas partes medidas muy claramente orientadas a favorecer acumulaciones de capital que le permitan transformar el modelo económico (naturalmente, en su propio provecho). Las instituciones supranacionales le han servido de trampolín y la pandemia de la Covid-19 le ha permitido acelerar el proceso, como sin rubor alguno ha reconocido el Fondo Monetario Internacional. La emergencia sanitaria, con parlamentos cerrados y libertades restringidas, ha hecho posible sacar adelante decisiones que de otro modo habrían requerido un mínimo debate social. ¿Dónde está el nuevo horizonte para el dinero? Inevitablemente, en un cambio de paradigma semejante al que vivió el capitalismo cuando abrió la era del petróleo. Ahora toca la era de los voltios. Antaño, el gran proceso lo dirigieron los estados, que eran, al fin y al cabo, los propietarios físicos de las materias primas. Hoy, no: los voltios y los bits no son de nadie (“sino del viento”, como diría el otro). Son propiedad de los industriales que controlan esas tecnologías y que no necesitan a los estados para nada.
¿Para nada? Bueno, en realidad sí: los necesitan para que sean ellos, esto es, sus respectivos pueblos, los que paguen (paguemos) la fiesta de la transición. Si lo llamáramos “transición industrial” o “nueva revolución industrial”, alguno podría levantar una ceja. Pero si lo llamamos “transición ecológica”, ¿quién va a protestar? Tal vez todo esto le pille a alguno de nuevas. Si fuera el caso, léase la biblia de la gran operación: “El Green new deal global” de Jeremy Rifkin (ed. Planeta). Ahí todo queda clarísimo. ¿Hace falta, además, vestirlo con los ropajes de la redención? Bien, pues ahí entra la Agenda 2030 tan detalladamente glosada por Mateo Requesens. La cuestión es hasta qué punto podemos considerar legítimo que sean los Estados, es decir, los instrumentos políticos de las naciones, los que paguen la operación. Máxime en una situación de emergencia ya no climática, sino estrictamente existencial como la presente.
La política es, por definición, el gobierno de la polis. Es decir que la política –y perdón por la obviedad- requiere que haya una polis, una ciudad, una comunidad, un grupo humano concreto, material, de carne y hueso. Esa comunidad tiene que decidir continuamente sobre un cierto número de cuestiones existenciales, desde las más dramáticas (hacer frente a un enemigo, por ejemplo), hasta las más domésticas (véase cómo organizar la economía), pero en todos los casos se trata de decisiones cuyo sujeto no puede ser otro que la propia comunidad, cuyas necesidades se miden con magnitudes igualmente concretas. “Se puede poetizar sobre las nubes, pero las manzanas hay que morderlas”, decía Mefistófeles en el Fausto de Goethe. Hoy, aquí y ahora, en España o en Francia, esas manzanas tienen muy mal color. En nuestro caso: el sector turístico representa el 14,6% del PIB, la industria del automóvil es el 11% del PIB, la hostelería es el 6,2% del PIB, en nuestro país hay casi tres millones de pequeñas y medianas empresas (pymes)… La pandemia del Covid-19 ha significado el cierre de más de 200.000 pymes, una contracción de más del 80% en el sector turístico, unas pérdidas del 75% en el sector de la hostelería, una caída de más del 30% en el sector del automóvil y, en términos más generales, un desmantelamiento acelerado de nuestra estructura social. ¿Y en este contexto vienen nuestros padres de la patria a decirnos que lo urgente es el coche eléctrico y la digitalización de las pymes? ¿En serio?
Nuestros diputados han votado lo que les han dictado desde fuera. El dictador –en sentido literal- no ha sido otro país, sino la misma oligarquía financiera transnacional que viene imponiendo su programa en todas partes. Insisto, véase la “ley del clima y la resiliencia” presentada en la Asamblea francesa el 17 de abril: es prácticamente el mismo texto y son los mismos principios. Y nuestros diputados, sumisos, obedientes, bajan la cabeza y dicen “sí, señor”.
Hay un viejo lema feminista que dice: “Ni putas, ni sumisas”. Pasándolo a nuestro contexto, es evidente que España, con esta entrega expresa de soberanía, es una nación sumisa. “Es que es necesario para que nos den el dinero”, dice alguno. Con lo cual se verifica el segundo concepto del eslogan. O sea, que también puta.