La Democracia Cristiana o el fracaso del obrerismo católico en España (II): La cuestión social contra la cuestión obrera.
La política de León XIII de aceptar los poderes constituidos fruto de las revoluciones liberales, como ya vimos, abocó a muchos católicos tradicionalistas a un “trágala” difícil de digerir. León XIII, ante el peligro constatado de que los católicos que habían aceptado el “ralliement” con estos regímenes acabaran intoxicándose de principios liberales, reaccionó.
Sentido de la condena de la “Democracia Cristiana”
En 1901, veía la luz la Encíclica Graves de Communi. En ella León XIII iba a advertir seriamente de la inconveniencia de usar el término “Democracia Cristiana” aplicado a la acción o participación política. Por el contrario, la expresión debía quedar usarse exclusivamente para referirse a la acción social o de beneficencia para con los más desfavorecidos. Si bien los socialistas solían utilizar el término “Democracia Social”, para distinguirse algunos católicos empezaron a usar el término de “Democracia Cristiana”. Ello provocó disgusto e inquietud entre muchos católicos que -con razón- veían en el término “democracia” un peligro semántico fácilmente confundible con las ideas revolucionarias. Y así lo constata León XIII en su encíclica: “De estas dos últimas denominaciones, si no la primera sociales cristianos, ciertamente la segunda democracia cristiana para muchos es ofensiva por suponer que encierra algo ambiguo y peligroso: temiendo, al efecto, que por este nombre bajo encubierto interés se fomente el régimen popular o se prefiera la democracia a las demás formas políticas, que se restrinja la religión cristiana reduciendo sus miras a la utilidad de la plebe, sin atender en nada el bien de las demás clases, y por último, que bajo ese especioso nombre, se encubra el propósito de sustraerse a todo gobierno legítimo ya civil, ya sagrado”. Por eso, el Papa manda que: “No sea empero lícito referir a la política el nombre de democracia cristiana; pues aunque democracia, según su significación y uso de los filósofos, denota régimen popular, sin embargo en la presente materia debe entenderse de modo que, dejado de todo concepto político, únicamente signifique la misma acción benéfica cristiana en favor del pueblo”.
El mismo problema se encontraría San Pío X, cuando intentó encauzar la acción social para que no se confundiera con la acción política. De ahí que, como ya dijimos, en 1905 pusiera las bases para fundar la Acción Católica que quedaría bajo la autoridad de la jerarquía episcopal. Cuando Severino Aznar iniciaba las Semanas Sociales, en 1909, el jesuita P. Ayala fundaba la Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas. Las directrices de San Pío X parecían encauzarse, pero en 1910, el Papa tuvo que afrontar las desviaciones de la acción social católica en proyectos políticos que defendían la forma democrática por encima de cualquier otro régimen político. Peor aún, muchos empezaban a defender que sólo en un régimen democrático podía florecer el cristianismo. Este el es motivo de que en ese año se publicara la Encíclica Notre Charge Apostolique en la que se condenaba el movimiento francés de Le Sillon. Un movimiento que empezó como un ejemplar actor social, pero que derivó en peligrosas tesis democrático-revolucionarias.
En la Encíclica se recuerda y reafirma la doctrina de León XIII sobre el sentido de la expresión “Democracia Cristiana” y acusa a Le Sillon con palabras contundentes: “Ahora bien, ¿qué han hecho los jefes de «Le Sillon»? No solo han adoptado un programa y una enseñanza diferentes de las de León XIII (y ya seria singular audacia de parte de unos legos erigirse en directores de la actividad social de la Iglesia en competencia con el Soberano Pontífice), sino que abiertamente han rechazado el programa trazado por León XIII, adoptando otro diametralmente opuesto. Además de esto, desechando la doctrina recordada por León XIII acerca de los principios esenciales de la sociedad, colocan la autoridad en el pueblo o casi la suprimen, y tienen por ideal realizable la nivelación de clases. Van, pues, al revés de la doctrina católica, hacia un ideal condenado”.
Y sigue el Papa denunciando: “Le Sillon, que enseña estas doctrinas y las practica en su vida interior, siembra, por tanto, entre vuestra juventud católica nociones erróneas y funestas sobre la autoridad, la libertad y la obediencia. […] Le Sillon se esfuerza, así lo dice, por realizar una era de igualdad, que sería, por esto mismo, una era de justicia mejor. ¡Por esto, para él, toda desigualdad de condición es una injusticia o, al menos, una justicia menor! Principio totalmente contrario a la naturaleza de las cosas, productor de envidias y de injusticias y subversivo de todo orden social. ¡De esta manera la democracia es la única que inaugurara el reino de la perfecta justicia! ¿No es esto una injuria hecha a las restantes formas de gobierno, que quedan rebajadas de esta suerte al rango de gobiernos impotentes y peores?”. La cuestión quedaba muy clara, aunque no todos los católicos iban hacer caso al Pontífice.
De la cuestión social a la participación política (y la pérdida de la identidad)
Igualmente, el Papa hubo de intervenir en la supresión de la Obra de los Congresos. Era un movimiento que apareció para organizar a los católicos tras la unificación de Italia. El nuevo Estado era claramente anticlerical y mantenía en la alegalidad a León XIII. Los católicos se sometieron al Non Expedit (No conviene) del Papa que prohibía a los católicos organizar partidos políticos para intervenir en el parlamento de Italia. Pero en 1900, el nuevo presidente, Giovanni Battista Paganuzzi, se inclinó a favor de la acción política, que causó la aparición, un año después, de la mencionada Graves de Communi. La Obra de los Congreso que había aglutinado durante décadas la acción social de los católicos, se dividió entre los partidarios de la acción política y los que querían seguir las directrices papales. Por ello, Pío X decidió disolver la Obra de los Congresos en 1904. Sólo en 1909, el Papa sancionó, con un motu proprio, la entrada de los católicos en la política través de la Unión Electoral Católica Italiana.
A este partido le sustituiría el Partido Popular Italiano. En su fundación fue imprescindible la figura del P. Luigi Sturzo, que había sido secretario de la Acción Católica, la organización más poderosa de la Iglesia italiana en esos momentos. El nuevo partido veía la luz en 1919, con el beneplácito de Benedicto XV. Pero, ya desde el principio, Sturzo dejó claro que el naciente partido: «ha sido impulsado por aquellos que vivieron la Acción Católica, pero ha nacido como partido no católico aconfesional, como un partido con un fuerte contenido democrático, y que se inspira en la idealidad cristiana, pero que no toma la religión como elemento de diferenciación política». Más abajo veremos que en España la Acción Popular y la CEDA tendría un origen y espíritu análogos. También es conveniente tener en cuenta que junto a Sturzo, otro de los inspiradores del Partido Popular Italiano, fue el sacerdote modernista Rómulo Morri, quien estaba fuertemente influenciado por el profesor marxista Antonio Labriola. Morri actuó conscientemente en contra de las enseñanzas de León XIII y San Pío X, influyendo en Sturzo (aunque luego se distanciaron) en la conveniencia de usar el nombre “Democracia Cristiana” para designar la acción política de su partido.
El Partido Popular Italiano (PPI), que debía representar a todos los católicos del País, se dio a conocer con el “Manifiesto a los hombres libres y fuertes de Italia”. En este documento Sturzo evita hacer cualquier referencia a las enseñanzas de la Iglesia, pero en cambio habla de la defensa de la justicia y de la libertad. Aunque algunos historiadores quieren hacer creer que Sturzo contaba con el beneplácito de Benedicto XV, en realidad la cosa fue muy diferente. El PPI fue denunciado en una carta pastoral del cardenal Tommaso Pio Boggiani, arzobispo de Génova, el 25 de julio de 1920. La carta pastoral, que contó con el apoyo de Benedicto XV, denunciaba la infiltración del liberalismo entre los católicos lo cual se manifestaba en el programa del Partido. Igualmente, de forma profética, avisaba que el partido abriría las puertas a la legalización del divorcio.
Con la llegada del fascismo, el PPI entró en declive y Sturzo marcharía de Italia. Sólo tras el final de la Segunda Guerra Mundial volvería para inspirar la fundación del partido de la Democracia Cristiana. En 1926, estando en Francia, se posicionó junto a Mounier y Maritain, para condenar el Alzamiento Nacional en España. Se declaraba a menudo más preocupado por el anticomunismo que no por el propio comunismo. Uno de sus colaboradores, De Gasperi, el que sería líder indiscutible de la Democracia Cristiana tras la Guerra Mundial, en sus escritos afirmó que la Democracia Cristiana considera que la Revolución francesa fue obra de la Providencia divina. Incluso habla de un “acontecimiento profético” que permitió unir la idea republicana con la Iglesia. En su discurso del 1 de agosto de 1949 ante el Consejo Nacional de la Democracia Cristiana, De Gasperi afirmó: “En la Revolución francesa podemos descubrir el fermento evangélico de justicia y de verdad: libertad personal, auto-gobierno de la nación, elecciones libres, división e independencia de los poderes, paz operativa y ausencia de guerras”. De Gasperi, de paso, llegó a calificar la Constitución estalinista de 1936 como democrática. O en 1944, en un discurso en el teatro Brancaccio de Roma comparaba a Cristo con Marx. En 1950, De Gasperi definió a la Democracia Cristiana como un partido centrista que se estaba desplazando hacia la izquierda. Las peores pesadillas que le podrían haber tenido San Pío X sobre las futuras consecuencias del modernismo y de los católico liberales, se hacían realidad décadas después.
La cuestión social y obrera en España
En el primer tercio del siglo XX y hasta la llegada de la II República se intentó establecer un obrerismo católico fruto de iniciativas dispersas, a veces contradictorias. Ello produjo un limitado arraigo del sindicalismo en algunas partes de España y con tesis y estrategias muchas veces contrapuestas. Se pueden establecer dos grandes categorías de sindicalismo u obrerismo en esa época.
Por un lado, estarían los sindicatos confesionalmente católicos. Dependían directa o indirectamente de la jerarquía eclesiástica. A nivel agrario el jesuita P. Nevares, en 1912, fundó los sindicatos agrícolas que arraigaron en el norte de Castilla. En 1920 fundaba la Confederación Nacional Católico Agraria. Los miembros de la Asociación de Propagandistas tuvieron un papel fundamental en la articulación de estas asociaciones. Por su parte, otro jesuita, el P. Gabriel Palau, creaba en 1908 la Acción Social Popular (ASP). De ella surgieron las Uniones Profesionales. Entre los sectores católicos obreristas más intransigentes recibieron críticas pues su labor sindicalista quedaba muy limitada. El problema de la Acción Social Popular es que estaba financiada y controlada por el segundo Marqués de Comillas, Claudio López Bru. Este dominaba también el Consejo Nacional de Corporaciones Obreras Católicas. Los dirigentes católicos de estas asociaciones, encabezados por Claudio López, desarrollaron una labor de ayuda espiritual y material sobre los obreros, pero evitaron que su labor desembocaran en formas de sindicalismo. Por ello fueron acusados, y con razón, de “amarillistas”. La inevitable crisis de la ASP, llevó a que el P. Luis Gomis fundara la Federación Obrera Católica que rápidamente fue tachada por los sindicalistas católicos como una “ficción sindical”. La razón era que quería seguir manteniendo el obrerismo bajo el paternalismo ejemplificado en el Marqués de Comillas.
Por otro lado, tenemos los sindicatos profesionales o libres, también llamados transversales, compuestos por católicos pero que se definían aconfesionales. Una de las iniciativas de este sindicalismo militante, que no paternalista, la desarrolló el P. Arboleya en los sectores de la minería de Asturias. Como defendía el sindicalismo “puro” alejado del “amarillismo”, acabó entrando en conflicto con el Marqués de Comillas. El proyecto del P. Arboleya tuvo sus altibajos y cambios de estrategia. Finalmente, como se vería décadas después, las cuencas mineras habían caído en manos del sindicalismo revolucionario al fallar el sindicalismo católico. En las Vascongadas, destacó la obra del dominico P. Gafo. En 1914 ya había fundado el sindicato Ferroviarios Libres de Madrid. Sorprendió a todos porque quiso que el sindicato fuera aconfesional para no tener que depender de la jerarquía eclesiástica que en estos temas siempre entorpecía la labor sindical. En 1919 participó en el Grupo de la Democracia Cristiana de Severino Aznar, a la que ya nos hemos referido. Pero su verdadera entrega fue en su labor sindical entre Vascongadas y Navarra donde fundó sindicatos “libres”. En verano de 1923 viajó a Barcelona para verse con Ramón Sales, dirigente de los famosos Sindicatos Libres. Se logró una unión de los Sindicatos Católico-Libres del norte de España con los Libres de Barcelona (de origen tradicionalista), que cuajaría a finales de año con la constitución en Pamplona de la Confederación de Sindicatos Libres de España, que tanta labor harían y tanto darían de qué hablar. Los Sindicatos Libres tuvieron que vivir un obrerismo de calle en medio de la época del pistolerismo. Entre 1919 y 1922, los Libres contaron con 53 dirigentes asesinados. En la Guerra Civil morirían asesinados también el P. Gafo (actualmente beatificado) y Ramón Sales.
Pero en 1923, ante lo insostenible de las agitaciones callejeras, las perpetuas crisis gubernamentales y de la Guerra de África, se produciría el Golpe de Estado de Primo de Rivera. Ello llevaría a una situación insólita en las cuestiones sindicales, pues los Sindicatos Libres quedaron relegados en favor de la UGT que se convirtió en el único interlocutor válido con el nuevo régimen. Incomprensiblemente, Primo de Rivera excluyó a aquellos que por lógica tenía que haber respaldado.