(La caridad bien entendida… El pasado martes presenté en un restaurante cubano de Madrid mi último y muy reciente libro: Habáname, publicado por Harkonnen. Lo hice acompañado por Antonio Dyez, el editor, y por José Luis Garci. El acto quedó muy chulo. Lo regaban mojitos y daiquiris. El libro es una resurrección, una aventura, una travesura, un divertimento, un paréntesis no autobiográfico y una bifurcación en mi cartografía literaria… Tiene, además, una particularidad, o dos, pero sólo mencionaré una de ellas: su prologuista es la actriz Hedy Lamarr. Doy por hecho que los lectores saben de quién hablo. Es ‒fue‒ uno de los mayores mitos de la historia del cine, del sex apple y del nacimiento del mundo virtual. Incluyo a continuación el texto que escribí para explicar el porqué de ese prólogo y de esa prologuista. Es una primicia. Aquí la tienen)
Hedy Lamarr murió en el año 2000, si la memoria no me engaña. Una cifra redonda. Podría resultar extraño, a primera vista, que sea ella quien pone prólogo a un libro cuya primera edición es de 2021, pero quizá no lo sea tanto si se repara en que el texto por ella prologado fue escrito hace veinticinco años. Otra cifra redonda. La mayor parte de él, por añadidura, se escribió en una habitación del Hotel Nacional de La Habana, y es probable, aunque no me consta, que aquella mujer felino, acaso la más hermosa, junto a Marilyn y Ava, que el cine ha puesto al alcance de nuestras pupilas, se hubiera alojado más de una vez allí. Por ese hotel, que es leyenda y sigue hoy erguido donde siempre estuvo, pasó, antes de que los barbudos entraran en la ciudad, lo más granado, florido y golfo de la alta sociedad y suciedad estadounidense. Actores, actrices, cineastas, gentes de pluma o de Smith Corona, millonarios, putas de piel de seda y lencería de matajaris, chulos, contrabandistas, detectives de serie negra, mafiosos de gatillo pronto… ¡Si hasta el mismísimo Al Capone fue cliente habitual!
Y yo, claro, también, aunque habitual no fuera, pues sólo he visitado La Habana en dos ocasiones que dieron de sí lo suficiente, faltaría más, para habanearme en ella. Obras son amores. A la vista está.
Enseguida explicaré cómo nació este libro, pero permita el lector que antes dé cuenta de la razón o, mejor dicho, de la emoción por la que sugerí al editor, hombre audaz y generoso, que encargase a Hedy Lamarr el prólogo de mi habaneo. ¡A saber lo que el capricho le habrá costado! A mí, en cambio, me ha salido gratis, pues no en balde mi relación con ella se remonta a setenta años atrás.
Catorce tenía yo cuando fui en compañía de mi madre al cine Infantas, en la calle madrileña del mismo nombre, para ver la película Mi espía favorita, un thriller cómico sin mucho fuste y de escasa gracia ambientado en Tánger e interpretado por Bob Hope y por la mujer que en Éxtasis dio vida visual, y no sé si también vaginal, al primer orgasmo de la historia del cine… ¡Qué ojos, qué temblor de la piel, qué crispación, qué turbación!
Recuerdo muy bien aquella tarde no tanto por motivos dudosamente cinematográficos cuanto sexuales. Era un miércoles. Mi madre vino a buscarme al cole a eso de las seis, tomamos unas tortitas en la Cafetería Molinero, cerca de la iglesia de San José, en plena calle de Alcalá, aunque sin nardos ni la falda bien planchá, y nos metimos en el cine. Llevaba yo a cuestas toda la ebullición hormonal propia de la adolescencia. Eso explica el impacto, similar al del hierro de una ganadería en la piel de un becerro bravo, que produjo en mí la escena o, mejor dicho, las escenas en las que cada vez que Bob Hope besaba en la boca a la protagonista el ósculo provocaba una carrera en sus medias. La cámara la recogía mientras yo, atónito, alterado, atribulado, congestionado y con un visible movimiento orogénico en el sótano de mi bragueta…
Mejor lo dejo. Imagínenlo. ¡Con mi madre al lado! No sé si ella se percataba y disimulaba, pero yo, quizá con escaso éxito, sí que hacía lo segundo.
Los dos hermanos gemelos cuyas vidas paralelas se narran en Habáname‒no tardará el lector en comprobarlo‒ comparten, aunque no simultánea, sino sucesivamente, los favores de Kenia, una atractiva, traviesa y disoluta muchacha de Miami aquejada del mismo síndrome que padecía la prologuista de este libro en Mi espía favorita: el de las medias. Cuando uno de los dos hermanos la besaba… Bueno. Ya saben. La pobre chica no ganaba para lencería de altos vuelos (pantis y leotardos excluidos; ligas y ligueros, no). Con razón asegura la geometría no euclidiana del amor carnal y el estro del pintor Courbet que las piernas de una mujer bonita convergen en el origen del mundo. Y en el infinito, que según los sabios de Grecia viene a ser lo mismo.
Permítanme ahora una digresión pícara y una apostilla semántica… ¡Qué coño (huy)! Estudié Filología. «Se llama estroo época de celo al período durante el cual las hembras de los mamíferos están receptivas sexualmente. También se usa para aludir a un momento de inspiración». Las dos acepciones sirven para definir el estado de ánimo y de testosterona en el que debía de encontrarse Courbet cuando pintó su celebérrimo cuadro. Similar, supongo, al de Manet cuando empuñó el pincel para retratar, en negra sobre blanca, a Olympia, al de Goya con su maja y al de Tiziano con su Danae. Yo nunca pinté nada, pero ése era también ‒puro estro de mamífero con ode orgasmo‒ el talante con el que asistí, tan deslumbrado como Saulo en la puerta de Damasco, a la primera aparición en mi vida de Hedy Lamarr. ¡Dios, qué diosa! Luego hubo otras. Siempre con medias.
De modo que aquí tienen ustedes la razón de que semejante señora de alta cuna y baja cama se haya prestado a ser la prologuista de Habáname. Se habrá sentido halagada por aquel episodio de mi adolescencia. No hay mujer a la que no le guste inducir ese tipo de erecciones, digo, reacciones. El escritor o, en este caso, su alevín es un rastrillo, un camión escoba, que va recogiendo y almacenando en las sentinas de la memoria, consciente o no que la misma sea, todo lo que algún día, por lejano que aún esté, inseminará su obra.
A finales de 1995 el productor de cine y televisión Juan Aleixander, con el que algunos años después hice para Canal Nou el programa El Faro de Alejandría, me propuso desarrollar en forma de guión cinematográfico una idea, todavía muy esquemática, pero susceptible de dar pie a una buena película, que había sido concebida por un íntimo amigo suyo: Gonzalo Muñoz.
Yo, tras escuchar lo que el propio Gonzalo, días después, me explicó, convine en que la idea era tan fecunda como a su valedor se lo parecía, acepté el compromiso de desarrollarla, puse como condición la de recorrer en busca, por así decir, de exteriores, pero también y sobre todo de pálpito emocional y de pulso narrativo, los dos escenarios ‒las dos Cubas, ¡vaya!… La insular y la de Miami‒ en los que transcurriría el relato, llegué a un acuerdo económico con la productora de Aleixander y me puse en marcha.
Todo parecía encajar: dos hermanos gemelos, dos orillas de un mismo brazo de mar, dos sociedades no sólo diferentes, sino opuestas, pero tan sentimentalmente unidas por la voz de la sangre y desgarradas por la separación geográfica como lo estaban la Cuba fidelista y la capitalista, y una familia rota por la incierta y audaz singladura de los balseros. Una sola patria, en definitiva, quebrada en dos por el exilio, como lo había estado la mía en los años comprendidos entre la victoria de Franco en la guerra civil y su muerte un cuarto de siglo después.
Yo, a la sazón, no conocía Cuba; Miami, sí. En las dos décadas anteriores no había ahorrado en mi trajín de escritor y menos aún en la de periodista acerbas críticas al régimen político de índole totalitaria imperante en la colonia española que había dejado de serlo cien años antes. Tal era el motivo de que Cuba no dispusiera aún, en 1996, de un epígrafe propio en mi historial viajero. Ya iba siendo hora de que lo tuviese.
Abrevio… El caso es que en marzo de ese año visité la isla, la recorrí de punta a punta, pisé con la suela de los zapatos la totalidad de su geografía, viví toda suerte de experiencias que relaté en una serie de crónicas publicadas por la revista Época y agavilladas luego en mi libro La Dragontea. Diario de un guerrero (Planeta), metí las narices en todas partes ‒otra cosa no… No sean mal pensados. Soy el único españolito gilipollas que en aquellos años de jineteras a gogó no anduvo con ninguna‒, me encerré a machamartillo, presa de un impulso literario febril y fabril, en una habitación del ya citado Hotel Nacional y durante un par de semanas aporreé el teclado de mi sufrida máquina de escribir metálica y manual durante doce horas al día hasta que de su carro salieron casi doscientos folios en vez de los cincuenta, más o menos, que tenía apalabrados.
Tuvo, sin duda, cierto peso en ese frenesí creador el consumo de melatonina, hormona de la glándula pineal que hoy conoce todo el mundo, pero que en aquella época sólo en Estados Unidos se tomaba tan alegremente como si fuese gominola. Me la proporcionó, por cierto, Gonzalo Muñoz, que viajaba con frecuencia a ese país. Fue mano de santo. Hoy la sigo consumiendo por prescripción médica de una clínica de antienvejecimiento (Neolife. Vayan a ella). La melatonina, poderoso antioxidante y regulador de los ciclos circadianos del cerebro, es completamente atóxica, no adictiva, sirve para rotos y descosidos de la salud, la previene, la mantiene, es de venta libre y debería ser preceptiva a partir de los cuarenta o cuarenta cinco años, que es cuando la glándula pineal, sita en el entrecejo, deja, poco a poco, de producirla. ¡Si hasta hay estudios muy recientes que subrayan sus efectos beneficiosos en lo relativo a la patología del coronavirus!
Esto es otra digresión, pero no pícara, sino terapéutica. Agradézcanla. De nada.
Cuando escribí la última página de aquel guión sui géneris, que entonces se llamaba Retrato de familia, como la canción de Silvio Rodríguez que iba a servirle de banda sonora, y puse la capucha a la máquina de escribir, que era una Olimpia y se llamaba Mónica, cobré conciencia de que había escrito no, stricto sensu, lo pactado, sino toda una novela, y de que el monte de mi caudaloso estro, lejos de parir un ratón, había dado a luz un diplodocus.
Regresé a Madrid con el manuscrito bajo el brazo previo paso por Kioto, en cuya universidad era yo docente en aquellos años, y se lo leí a Aleixander, a Gonzalo Muñoz y a todo el Sanedrín de la empresa al término de una comilona celebrada en el reservado de un restaurante al que daría cualquier cosa por volver, lo que es casi imposible, ya que no recuerdo el nombre y sospecho que tampoco Juan lo recordará. Gonzalo, menos, pues murió hace unos meses a causa del coronavirus. ¡Vaya por Dios! Quizá había dejado de tomar melatonina. Lamento muy de veras que no pueda asistir a la encarnación literaria de su feliz idea.
El guión (o la novela) gustó mucho. Aleixander apostó por él (o por ella) y quiso hacer una película de altos vuelos (y no menos alto presupuesto) rodada en Cuba y en Miami, coproducida con la empresa que había rodado Smoke,estrenada un año antes, e interpretada en sus papeles estelares por Andy García y Jorge Perugorría, con el que cené en La Habana gracias a los buenos oficios del diplomático Alejandro Alvargonzález, que luego fue cónsul en Shanghai y embajador en Sarajevo, y ocupó un puesto importantísimo en la OTAN. El proyecto alejandrino (por Aleixander), muy ambicioso, pecaba por exceso, no por defecto, y eso nos cortó las alas. ¡Si hubiésemos sido más humildes!
Pero no lo éramos, lo que nos honra. Queríamos romper moldes y sentar jurisprudencia de cine de altura. Queríamos, incluso, limar aristas entre las dos riberas de Cuba y lanzar un mensaje de conciliación. El rodaje, tal como Juan lo planteó, requería una inversión muy elevada. Se habló, si mal no recuerdo, de seiscientos millones de pesetas, cantidad que para la época y para el debe y haber del cine español era un pastizal. Y no sólo eso. Hubo otros problemas. Andy García no habría aceptado figurar en una película que no fuese abiertamente anticastrista, y mi guión no lo era, aunque castrista tampoco fuese. El proyecto, poco a poco, encalló, como suele suceder en los negocios del cine, perdió fuelle y se fue quedando en nada.
¡Hombre! ¡Tanto como en nada! Pasó de ser película a ser sólo una novela. Aquí la tienes, lector. Resta sólo agradecer a Juan Aleixander, que tenía el copy right, el permiso para saltar del séptimo arte a la literatura, y manifestar asimismo mi gratitud a Antonio Dyaz, el editor, por haber sabido repescar este texto en el baúl de los manuscritos perdidos y a Hedy Lamarr por otorgar, con su prólogo, un premio platónico de consolación a mis sueños de adolescente en el cine Infantas. Sigues siendo, amada Hedy, mi espía favorita. Todas mis novias, gracias a ti, se ponen medias. Y yo, al verlas… Bueno. Ya sabes. Espérame en el cielo con la piernas cruzadas.