Atrás quedó el tiempo en que Estados Unidos era la única superpotencia tras derrocar al gigante con pies de barro soviético en la Guerra Fría del siglo XX. Desde hace más de una década puede hablarse de tres superpotencias, que por supuesto son desiguales. Pero ya no estamos ante el abrumador dominio mundial de los Estados Unidos de América (y sus aliados). Este dominio fue lo que los ideólogos anglosajones en general llamaron «globalization», cuando se creía que el avance de la democracia se homologaría poco a poco en los demás países del planeta, pues el «fin de la historia» suponía la implantación de la democracia urbi et orbi. Aunque esto es pura ideología y propaganda al por mayor y no geopolítica real, pues ¿acaso impuso Estados Unidos la democracia en Vietnam, en el cono sur tras la Operación Cóndor o más recientemente en Oriente Medio con las guerras de Afganistán, Irak, Siria y Libia? En cambió sí sembró la democracia en Europa y en Japón, pero a base de bombas incendiarias e incluso atómicas contra la población civil.
Los más fanáticos o más impostores incluso hablaban de «Gobierno Mundial» o «Estado Mundial» (una modulación del Imperio universal tan metafísica como ésta). A estas alturas del siglo XXI, tras una crisis financiera y una pandemia, las cosas van tirando por otros derroteros que, como pasa siempre, son inesperados; porque la política (o la geopolítica en este caso) tiene más de aventura que de ciencia. Ahora es turno de una nueva guerra fría de la que nos es imposible prever su resolución: el futuro está vacío.
La clave de esta pérdida de Estados Unidos como superpotencia unipolar está en el auge económico y tecnológico de China y en la remilitarización de Rusia (que como superpotencia sólo lo es militarmente hablando y no en su Producto Interior Bruto, que es semejante al de Italia o al de España). Visto en retrospectiva, la ideología globalista no ha resultado ser muy prudente para los intereses imperiales de Estados Unidos, cosa que han aprovechado sus enemigos: China para procurar ser el gigante que despierta (que tanto temía Napoleón) y Rusia para remontar al menos en lo militar y geoestratégico hacia la potencia que antaño fue (y no sólo como Unión Soviética).
Cuando China exige un mundo multipolar, dominado por varios centros de poder, quiere dar a entender que no haya un planeta dominado por un país que impone su agenda global (como quiso hacerlo Estados Unidos entre 1991 y 2008); es decir, la multipolaridad que se reivindica va contra la unipolaridad que gozaron los estadounidenses (o más bien sus élites financieras) desde que cayó la Unión Soviética (el otro centro de poder que se desplomó tras 45 años de Guerra Fría, no sin la participación de la China comunista todavía en tiempos de Mao al poco de morir Stalin).
A su vez China exige la pluralidad. ¿Qué se quiere decir con esto? Que los chinos quieren dar a entender que se deben aceptar como legítimas diferentes formas de gobierno y no sólo la democracia liberal, que con Francis Fukuyama se interpretó como el «fin de la historia» al ir extendiéndose ésta, o eso se decía, por el globo considerándose la forma superior de gobierno: a esto llamamos fundamentalismo democrático, una posición ingenua en la mayoría de los casos (aunque también puede haber mala fe, hipocresía y miserabilismo).
Si China aceptase la democracia liberal no tardaría mucho tiempo en derrumbarse, pues este modelo, pese a la propaganda globalista (y también no globalista e incluso antiglobalista) no es exportable universalmente (como tampoco lo fue el catolicismo; como muy bien se vio en la misma Europa, seno de La Cristiandad, con el derrumbe de la ideología de la Monarquía Universal en el siglo XVI al estallar las rebeliones protestantes y quedar dividida para siempre la cristiandad, como esa biocenosis llamada Europa; y como tampoco lo son los mal llamados universales Derechos Humanos).
Como decía Xi Jinping en el XIX Congreso Nacional del PCChen 2017, «Solo el socialismo puede salvar a China y solo la reforma y la apertura pueden desarrollar China, el socialismo y el marxismo. Hemos de mantener y perfeccionar el sistema del socialismo con peculiaridades chinas; promover sin cesar la modernización de los sistemas y de la capacidad para gobernar el país; erradicar decididamente todas las ideas y conceptos anacrónicos, así como todas las lacras de los regímenes y los mecanismos; derribar las barreras erigidas por la solidificación de los intereses; asimilar los logros provechosos de la civilización humana; y configurar un sistema institucional sistémicamente completo, científicamente reglamentado y funcionalmente eficaz, aprovechando al máximo la superioridad del sistema socialista de nuestro país». Y también dejaba muy claro: «Sin el Partido Comunista, no habrá una nueva China». Aunque Xi piensa: «La democracia socialista de nuestro país es la democracia más amplia, auténtica y eficaz para la salvaguardia de los intereses fundamentales del pueblo. El desarrollo de la política democrática socialista tiene como objetivo encarnar la voluntad del pueblo, garantizarle sus derechos e intereses, activar su vigor creativo y garantizarle su condición de dueño del país mediante el sistema institucional» (http://spanish.xinhuanet.com/2017-11/03/c_136726335.htm). Pero no se trata, y lejos está de ello, de una democracia homologada a la estadounidense. Tal vez aquí la confusión está en la equivocidad del término «democracia».
En rigor, más que el poder mundial (que como Estado Mundial es simplemente un disparate y sólo hay que hablar de hegemonía de una gran potencia frente a las demás) a lo que aspira China es a mantener su estatuto supremo en Asia. Su poder pretende ser regional, aunque esto sin duda tiene repercusiones globales y por tanto su enfrentamiento contra Estados Unidos está asegurado (ya de manera directa por la guerra militar o de manera velada a nivel comercial y diplomático, con todas las tensiones que ello conlleva). La globalización positiva hace que el apogeo o el declive de una superpotencia inevitablemente lleven a consecuencias que repercuten en todo el orbe. (Hemos diferenciado a esta globalización positiva de la globalización aureolaren las páginas de Posmodernia: https://posmodernia.com/globalizacion-positiva-y-globalizacion-aureolar/).
De hecho ya en su discurso de 2014 el presidente Xi Jinping recurrió a la fórmula «Asia para los asiáticos», es decir, bajo el control hegemónico de China, porque -como decía en la reunión de 2010 de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) el por entonces ministro de Exteriores chino, Yang Jiechi- «China es un país grande y otros países son pequeños. Es simplemente un hecho» (https://www.dw.com/en/what-is-chinas-world-order-for-the-21st-century/a-54368354). Lo mismo podrían decir los rusos con respecto a los países de la Europa del Este, del Cáucaso y del norte de Oriente Medio (aunque mejor lo podrían haber dicho cuando existía la Unión Soviética).
China no tiene prisa por alcanzar la hegemonía mundial, que sí contempla como un proyecto a largo plazo, al menos para 2049 (cuando se cumpla el centenario de la revolución comunista), aunque haya puesto en marcha un plan para transformar el Ejército Popular de Liberación en un ejército moderno para ganar guerras en 2035. Para dicho centenario Xi Jinping pronostica que «se haya culminado la construcción de una sociedad modestamente acomodada que exhiba un mayor grado de desarrollo económico, de perfeccionamiento de la democracia, de progreso científico y educativo, de florecimiento cultural y de armonía social, y en la que la vida del pueblo sea más desahogada; y que, tras otros 30 años de brega, cuando se cumpla el centenario de la proclamación de la Nueva China, se haya materializado en lo básico la modernización y se haya hecho de nuestro país un país socialista moderno» (http://spanish.xinhuanet.com/2017-11/03/c_136726335.htm).
Estados Unidos ha ido comprando mucho más a China de lo que ésta compra al país americano, de ahí el superávit comercial que ha ido adquiriendo la nación asiática. Trump le exigió reciprocidad a China, que -como se dice- se ha comportado como un Estado capitalista en política exterior pero comunista en interior, al imponer barreras dentro de sus fronteras a aquellas potencias que han querido penetrar en su mercado. No obstante el sistema chino desborda tanto comunismo como capitalismo y su esencia es difícil de precisar.
La confrontación económica, tecnológica y espacial entre China/Rusia (si se mantienen como aliados) y Estados Unidos recuerda al teorema de la trampa de Tucídides: «Cuando una gran potencia amenaza para desplazar a otras, la guerra es casi siempre el resultado». ¿De verdad somos tan ingenuos como para creernos el cuento, chino o estadounidense, o tal vez ruso, de que el ascenso de China va a ser tranquilo y pacífico? Lo que nos queda por ver tras la pandemia puede ser de proporciones bíblicas.
Según relevantes entendidos en geopolítica como Kevin Rudd, Alastair Crooke y el incombustible animal geopolítico Henry Kissinger, la tensión entre China y Estados Unidos está al borde de que desencadene un «Momento Sarajevo» (se usa esta expresión en alusión al atentado contra el Archiduque de Austria-Hungría que desencadenó la Primera Guerra Mundial). En el Club Económico de Nueva York Kissinger peroró que «Estados Unidos y China deben colocar límites para evitar una conflagración», ya que «sin reglas, la situación puede ser similar a la Primera Guerra Mundial». Por tanto, propone que ambas superpotencias «deben encontrar una manera de conducir una política sobre un extenso período» y «si esto fuera imposible nos deslizaríamos a una situación similar a la de la Primera Guerra Mundial» (https://www.bloomberg.com/news/articles/2020-10-07/kissinger-warns-u-s-and-china-must-set-limits-to-avoid-a-blowup).
La subida de la Administración Biden al poder no cambia en absoluto la situación, e incluso incrementa el peligro, y ya hemos comprobado que también la tensión. ¿Se estará planeando en Estados Unidos un «Momento Sarajevo» para declarar la guerra a China, lo que implicaría irremediablemente también la guerra contra Rusia, si es que Moscú y Pekín van de la mano y no llegan a insolidarizarse a causa de Estados Unidos o por las razones que sean?
Ahora en el Council on Foreign Relations (el Consejo de Relaciones Exteriores, el mayor think tank globalista de Estados Unidos) hablan de construir un «orden multipolar pluralista» que evite los esfuerzos de Pekín de «construir un sistema internacional sinocéntrico» (https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2021-08-04/right-way-split-china-and-russia). Pero de lo que se trata es de mantener o más bien recuperar un sistema internacional anglocéntrico.
La crisis del COVID-19 agudiza la pérdida de Estados Unidos como superpotencia unipolar y corrobora que vivimos en un orden tripolar (con tres superpotencias) en el que China, no como otros, puede decir alto y claro: «Salimos más fuertes». Al menos más fuerte con respecto a su principal competidor: Estados Unidos. Aunque también más fuerte con respecto a los demás países y desde luego con respecto a su receloso y hipernuclearizado aliado: Rusia. La pandemia se desató en Estados Unidos y en China fue rápidamente yugulada (aunque es posible que el virus causase mucho más daño de lo que están dispuestas a admitir las autoridades chinas).
Rusia es, pues, una potencia supersónica militar, China una superpotencia geoeconómica y Estados Unidos una superpotencia geoeconómica, geofinanciera y desde luego nuclear, pero en decadencia desde 2008 o desde antes (y, salvo el paréntesis de Trump, con una agenda ideológica progresista que da bochorno, de ahí que podamos criticar las miserias terciogenéricas del globalismo).
La excesiva militarización entre las tres superpotencias puede desencadenar un nuevo conflicto mundial que a buen seguro, o inevitablemente, de ser un combate directo y no en la periferia mediante cuartos países, sería nuclear. Es una opción que debemos asumir como perfectamente posible y no como algo imposible o utópico (o más bien distópico). Las bombas, que pueden destruir al menos la superficie del planeta, son realmente existentes. Podría ser improbable, pero insistimos en que no es imposible. Pasar de la «guerra comercial» a la «guerra total» no es pensar ni mucho menos en algo disparatado y descabellado, aunque tampoco hay que pensarlo como una necesidad inexorable. Todo ello estaría por ver, y de ser así sería el verdadero fin de la historia, aunque no quede nadie para contar la historia del fin.