Hubo un tiempo en que el cielo era azul, los tomates se cosechaban en verano y el hombre llamaba a las cosas por su nombre.
Hubo un tiempo en el que las cosas eran como eran, y no había discusión acerca de una verdad incontestable.
Épocas pretéritas que se me antojan lejanas cada vez que paso por la Plaza de Colón de Madrid o por la Estación de Atocha. Grandes cabezas de poliester o bronce de cuellos cercenados surgen de nada sin aportar al paisaje madrileño más que un estorbo entre los magníficos edificios que se alzan en una de las arterias principales de la capital. Veo como los madrileños se han acostumbrado a vivir entre piezas decorativas y las adoptan como parte de su cotidianeidad sin pararse a pensar en quien hay detrás de ellas, cuál ha sido su proceso constructivo, por qué están donde están o quién las ha financiado. Y conste que no me parece mal la evolución del paisaje urbano o que la sociedad asimile nuevos iconos que den carácter a la ciudad, pero si me gustaría que todo ello viniera acompañado de un criterio estético y ético; porque si bien la estética es el reflejo material de la ética, y la ética es el reflejo espiritual de la estética, ambas son la proyección del individuo en relación con el mundo que le rodea. Y esto también puede aplicarse a las obras de arte, por supuesto. Y aquí quería yo llegar. Me gustaría contaros mi tendencia a poner en duda todo lo que hoy llamamos escultura y si fuera posible, conocer la opinión del lector al respecto. Este texto no pretende ser más que una llamada de atención sobre como las nuevas tecnologías se han sumergido en el mundo del arte hasta el punto de preponderar sobre las formas creativas tradicionales. Allá va:
Se veía venir desde que Rodin presentó en 1877 su escultura titulada “La edad del bronce”. La precisión anatómica era tal que no faltó quien sugiriera que la figura se había realizado sacando moldes directamente a un modelo humano, para posteriormente fundir y ensamblar las piezas en bronce. Nunca sabremos si esta teoría estaba cercana a la verdad, personalmente me parece descabellada viendo el resultado final, pero sí nos pone sobre la pista de que siempre ha existido alguien a quien se le ocurriera ir a lo fácil, tomar atajos para llegar a un fin sin importar el camino recorrido. Entiendo que para una sociedad que mide el éxito con base a los resultados, la experiencia vivida durante el proceso de creación artística no sea relevante, pero debo advertir que corremos el riesgo de dejar a nuestros hijos y nietos un hueco vacío en la Historia del arte. Porque, ¿qué es el arte sino la expresión profunda del alma del hombre transmitido a través de la materia?. ¿Cómo podemos llamar arte a un objeto si eliminamos el proceso que se inicia con una idea y finaliza con algo tangible?. Si el arte lo crea un artista, ¿cómo encajamos la inserción de maquinaria e inteligencia artificial en el proceso creativo?. Todas estas preguntas me surgen cuando veo, por ejemplo, a “Julia” de Jaume Plensa. Para quienes no la conozcan, Julia es una cabeza de cinco metros de alto, ligeramente estirada verticalmente, realizada en poliester y de color blanco de una mujer con los ojos cerrados. Tiene una iluminación muy cuidada y está ubicada en un lugar preferente, de forma que cuando pasas por el Paseo de la Castellana, ya desde lejos te llama la atención. Pues bien, no discuto su categoría artística, pero sí quiero exponer los medios empleados para realizar la obra. Digamos que todo empieza en la cabeza del artista, pero no quiere, no puede o no sabe como materializar la idea, así que en lugar de modelar o tallar como cualquier escultor (en este contexto, la palabra escultor debería ponerla con mayúsculas), encarga a una empresa que escanee la cabeza de una mujer de rasgos equilibrados. Una vez escaneada, ensamblan los archivos y obtienen una digitalización que manipulan con programas informáticos; en este caso, han estirado ligeramente la cabeza supongo que con el criterio estético de que una cabeza sin referencias corporales como por ejemplo los hombros, perdería la ligereza y lo etéreo que buscaba el artista. Posteriormente, una máquina se encarga de tallar la figura con las coordenadas espaciales que le dicta el ordenador y ¡et voilá!; ya tenemos una nueva obra que irrumpe en el paisaje urbano gracias a que generosos mecenas que habitualmente no salen a la luz, promueven a artistas encumbrados por críticos, galeristas, expertos y toda clase de vividores del arte.
Y hablando de toda la gente que se mueve alrededor de este circo, no quisiera olvidarme de una de las grandes paradojas del arte que en estos tiempos líquidos se disuelve en la memoria de la tradición y fluye sin control en las conciencias de los creadores. Me refiero a los talleres, a los talleres de los artistas. Tenemos la idea de que el artista, en la Antigüedad, era un alma solitaria. Y es cierto. Participaba en el proceso creativo desde el surgimiento de la idea hasta su consecución material. Cierto es que en ocasiones le acompañaban oficios auxiliares como la fundición en bronce, pero fue a partir del Renacimiento cuando el arte se impregnó en el ADN humano; cuando los talleres de los artistas se convirtieron en auténticas escuelas donde no sólo se aprendían las técnicas del maestro, sino que se desarrollaban oficios que iban desde el sacado de puntos (técnica que reproduce un modelo previo en otro material como piedra o madera, en la misma o diferente escala), al vaciado (técnica de elaboración de moldes), pasando por el armador de las estructuras en madera que sujetaban la arcilla con la que modelará el maestro o el ayudante que amasaba la arcilla después de desmontar la escultura para reutizar ese barro en la siguiente obra. Es decir, había toda una serie de oficios, que hacían que un taller vibrara con la actividad y que ofrecía una formación cualificada a quienes allí trabajaban. El maestro creaba, daba instrucciones, materializaba, supervisaba, desechaba, hacía, deshacía y además supervisaba todos y cada uno de los procesos auxiliares. Toda esa vida que se derramaba a borbotones en el taller del escultor, se ha vuelto aséptica, minimalista, impersonal. Ahora nos encontramos con empresas que desarrollan la idea del artista, con personas ajenas al proceso creativo que materializan la obra que el genio apenas alcanza a esbozar en su mente. La estructura actual es tan simple como idea/artista-obra/empresa. Eso si, pasando por departamentos de publicidad con grandes medios materiales para que el producto sea terriblemente atractivo para la opinión pública. Ya no es la obra la que habla del artista, sino elaboradas campañas de marketing las que justifican los desorbitados precios de mercado.
Sigo fantaseando con que algún día vuelvan los tiempos del arte honesto, los tiempos en los que las cosas eran lo que eran, las esculturas eran formas tangibles creadas por un escultor y las pinturas eran imágenes trasladadas a un lienzo por un pintor. Los tiempos en que no tenía necesidad de sospechar si había intervención artística en la obra o si sólo era cuestión de un equipo de gente que resuelve la materialidad de la idea de un creativo artístico. Otro día podemos hablar de cómo el hiperrealismo se ha desarrollado también a partir de las nuevas tecnologías y ha facilitado la proliferación de artistillas cuyo único mérito es saber copiar una foto. Mientras tanto, me esfuerzo en recordar a mis amigos escultores, los pocos que quedan con respeto por la noble profesión de la escultura, que sigan manchándose de barro y que se fotografíen en pleno proceso creativo. Que abran las puertas de sus talleres a los curiosos para que nadie dude de que sus obras han salido de sus manos y que son una proyección exclusiva de su alma. Mi reconocimiento a todos ellos