Pocas cosas hay más tristes que un barco ingobernable, en banda al oleaje y lejano ya a su propia voluntad. Es un condenado que vaga, confuso e impotente, mientras espera ser arrojado sobre los rompientes, implacables ejecutores de su sentencia irrevocable. Entonces se convertirá en pecio. Un testimonio mudo de eternidad que, tras la devastación, empieza lentamente a señalar que el tiempo útil es sólo una efímera aceleración entre vacíos.
En nuestra peculiar goleta de motín y borrachera, no ha habido desde hace mucho ya ni siquiera sueños. ¡Por delirantes e ingenuos que fueran! El tenebrismo y el odio, el impostado y el atávico, han dominado el escenario disfrazados de fiesta perpetua y de infancia interminable. Pero rabiosa.
Perdidas las enfilaciones, estropeado el sextante, sin compás, olvidadas las estrellas, sin reloj, destruida la Familia y aniquilada la Autoridad, lo habíamos confiado todo al GPS de los espacios siderales. Una navegación a ciegas dominada por tecnologías mágicas que ni entendemos ni controlamos. Hasta que un satélite pierde alineación o una tormenta solar cambia todo el flujo de las radiaciones. ¿Dónde están nuestras cartas, nuestras agujas de marear? ¿Dónde hemos escondido nuestro Arte? Lo hemos lanzado por la borda, alegres y necios. Quedamos inertes. Ahora nos invade el lamento ante el desolador espectáculo de las ubres resecadas. O seguir a los violines despistados del suicidio. O perorar como orates.
Cuando un Barco perece, todo un Mundo se termina. Hubo y habrá otros, singladuras novedosas o no, o simplemente persistirán navíos igual de antiguos y algo más marineros. Pero el tuyo se acabó. Al poco también desaparecerán los recuerdos, todo lo más un pasto fósil de arqueólogos.
Aquí en el Sur del Mediterráneo y puede que en más sitios, nuestro barco ya deriva entre insulsos cánticos de ronda: democracia, derechos y humo. No aprendimos nunca que navegar es incompatible con todo eso. Salvo vocación ciega hasta el desastre. Que es ya nuestro sino inexorable.