A vueltas con el amor

A vueltas con el amor. Aitor Vaz

No puedo decir que sea orteguiano. Especialmente, por cierta aversión al estilo de Ortega y Gasset y su sobrevenida animadversión por Maeztu. Animadversión que, entendida por la información disponible, se parece mucho al rechazo que le causa al profesor ver que el alumno rechaza ser discípulo y quiere tomar su propio camino. Con un factor agravante. Y es que entender a Ortega como profesor de Maeztu se antoja más como sesgo de arrogancia del propio Ortega. Y puede que, además de por un estilo más claro y clarividencia sobre los avatares nacionales, me cause más simpatía Maeztu por ser ejemplo de aquel ser rechazado y denostado por aquellos que le tenían fe por haber tomado su propio camino. Puede que sea un rasgo muy español, nos gusta lo fácil pero escogemos lo trágico y tortuoso. La picaresca y los atajos son para el diario, para la vida es el sacrificio y el tormento. Zánganos a la chica, mártires a lo grande.

Pero quisiera volver sobre Ortega y sus ideas sobre el amor, por las que si que comparto cierta simpatía.

Hay diferentes puntos sobre la concepción orteguiana del amor que se deben tratar para comprender su punto de vista. Todos ellos constan en el conjunto de artículos titulado como «Estudios sobre el amor». Libro que merece estar en cualquier biblioteca. Quizás, incluso más, que libros consagrados del mismo autor como son «España invertebrada» y «La Rebelión de las Masas».

Partamos de un primer punto básico. Y es que Ortega entiende el amor como algo completamente antagónico al deseo. Algo que se puede antojar harto complicado de entender si hemos sucumbido a la mentalidad mercantilista. El amor no es sentir deseo por un sujeto o un objeto. De hecho, la propia concepción orteguiana del amor impedirá tratar a lo amado como a un objeto. El objeto es aquello que anhela el deseo. Y una vez conseguido, el deseo desparece y el objeto deja de tener importancia. El deseo no es más que el propio ego queriendo adueñarse de algo externo a él y después olvidarse. El amor no es eso. El amor es un flujo hacia otro. En palabras más cercanas a Ortega, en el deseo, pretendemos que el objeto orbite sobre nosotros. En el amor, nosotros somos quienes orbitamos sobre lo amado. Y, más aún, el amor -al contrario que el deseo- jamás se llega a satisfacer. De ahí la famosa frase de «el amor es un permanente insatisfecho». Y por ello mismo sostengo que lo amado, en la visión de Ortega, jamás puede ser objeto sino siempre sujeto. La entidad de lo amado jamás se puede reducir al papel pasivo y preparado para ser tomado de lo que es simplemente objeto de deseo. Es siempre sujeto por sí mismo.

Otro punto a tener en cuenta es que el amor en Ortega se entiende como «el anhelo de engendrar en la belleza». Quizás, una comprensión demasiado literal nos llevaría a reducir el amor al instinto de procreación. Y, en realidad, ello tiene cierta validez. Una validez muy parcial de un concepto mucho más amplio y alto de sentido.

No podemos reducir lo de «engendrar en la belleza» como la procreación humana porque reduciría el amor a un simple imperativo biológico que poco o nada tiene que ver con el sentido orteguiano. Y el amor, aunque muy ceñido a la relación entre hombre y mujer en los ensayos de Ortega, es algo mucho más amplio y que puede unir cosas, en apariencia tan dispares, como el amor a la mujer, a los hijos, a la patria o la música.

Me remito un momento a la famosa frase de Dostoyevski:

– «La belleza salvará el mundo.»

Si entendemos que el amor se entrelaza como en una cadena con la belleza, podemos comenzar a ver el sentido a esa frase del ruso. Aquello que amamos es bello. Por definición. Nadie ama el horror y la fealdad. La belleza está en los ojos del amante. Y el amante ve en lo amado el summum de alguna cualidad. Algunos dirían que vemos perfección. Y podría comprenderse de tal forma, pero no vemos perfección. En lo amado vemos los rasgos sobresalientes que lo elevan sobre los demás. No es perfección, pero es lo más cercano que tenemos entre los mortales.

El amor de una madre a su hijo no es perfecto. No lo es la madre ni lo es hijo. Pero ese amor maternal, no es difícil verlo como algo más cercano a la perfección y a la belleza que cualquier otra cosa. Especialmente para ellos.

Cuando amamos a nuestros amigos, sabemos de forma más o menos elaborada, que no son perfectos. Pero los amamos porque de entre todos los seres humanos que nos rodean y han rodeado, son los que representan mejor que nadie las cualidades de la lealtad, la honestidad o el sacrificio. O el valor que sea que podamos ver en nuestros amigos.

O, incluso, vayamos a algo en apariencia más bajo que la amistad o el amor maternal. Hablemos del amor a nuestros perros, a nuestras mascotas. No es raro que hayan personas realmente obsesionadas con sus mascotas. En unos tiempos en que hemos destrozado – o deconstruido, si se quiere sonar más kitsch-  el amor entre seres humanos, las mascotas se muestran como un reducto de ese amor que trato de explicar a través de Ortega. Vemos en nuestros perros el punto máximo de lealtad y devoción. Vemos la más alta representación de todo lo bueno y noble. Aquello que, por motivos equis, nos resistimos a ver en otros seres humanos. Y por ello mismo, no se puede tratar de otra forma a tal relación como de amor.

Ese aprecio a dichas altas cualidades que sobresalen en nuestros seres queridos, son lo que los hacen bellos y valiosos para nosotros. Y esa es la belleza que amamos.

Por ello anhelamos engendrar en la belleza, para hacerlo permanecer. Para protegerlo. Y para ello se cumplen otras dos cualidades del amor orteguiano. Y es que el amor nos hace salir de nosotros mismos y dirigirnos hacia lo amado. Podríamos decir perfectamente que el amor es un estadio superior de conciencia que nos hace abandonar nuestro ensimismamiento y volcarnos en algo que nos trasciende. Nos dirigimos hacia el amado en ese anhelo de engendrar en la belleza.

Y ahí otro rasgo del amor en Ortega. Amar es empeñarse en que lo que amamos exista. Pese a la finitud humana, el amor nos hace realmente proclives a buscar la permanencia de lo amado. Así construimos todo alrededor del ser amado, de tal forma que podamos mantenerlo como una pequeña llama eterna. Imposible. Por eso también decimos que salimos de nosotros mismos, porque abandonamos la conciencia de nuestra finitud y nos volcamos en un ideal. Puede sonar iluso y, tal vez, lo sea. Pero la voluntad y fuerza que el amor nos otorga para hacer frente a la inevitabilidad de la muerte y del fin, es también algo difícil de concebir. Pero no por ello deja ser muy real. Y esa fuerza y voluntad que nos da el amor, es la que salvará y ha salvado el mundo que conocemos.

Quizás Dostoyevski quería defender que la belleza es la verdad. Y es la verdad la que salva el mundo. Es muy posible. Pero no es menos cierto que el amor y la belleza que vemos en aquello que amamos, es lo más cerca que estamos de la verdad y de la trascendencia.

Algo que también nos provoca sufrimiento. Es la contraparte de lo bueno que tiene el amor orteguiano. Puesto que también es dicho amor, el origen del martirio y del dolor. En general, por los propios avatares dentro de la relación con lo amado. Pero, siempre más contundente y definitivo, el dolor y ansiedad de la pérdida de lo amado. No hay amor que no termine doliendo. Y no poco. Quizás por eso, en unos tiempos tan mercantilistas y hedonistas, el amor orteguiano sea tan incómodo.

Pero no quisiera terminar con un sabor tan agridulce. Y es que, si damos veracidad al amor orteguiano y a Fyodor, a pesar del dolor, el amor es la principal fuerza que nos permite salvar lo amado. Todo termina, es cierto, pero es mejor morir amando que dejar pudrir lo amado en la sombra de la nada y del miedo.

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