Últimamente viajo mucho por motivos de trabajo y, allí donde voy, intento estar un rato en la catedral del lugar o, en su defecto, alguna iglesia. No sólo para visitar, también para rezar. Lo que me encuentro son templos donde se cobra la entrada y, otros, donde un portero te impide pasar si hay culto en ese momento. No lo entiendo.
No voy a echarle la culpa de esto a este Papa aunque esté en desacuerdo con él en muchas otras cosas. Quizá como católico no debería, pero sólo soy un simple mortal, ya me juzgará Dios. Es el vicario de Cristo, sí, pero yo no sé cuáles son los planes de Dios, ni tampoco las pruebas que nos tiene preparadas. Repito, soy un simple mortal, ya llegará el día del juicio.
Así que no, no es cuestión esta vez atribuible al Papa Francisco; esto viene de atrás, de mucho antes de que él llegara.
El templo debería ser parte de nuestra vida cotidiana, ese sitio donde acudir no sólo en las celebraciones familiares, sino a cualquier hora de cualquier día para tener unos minutos de recogimiento, para volver a la fe si es el caso, o para reforzarla si ya estuviera presente. Un lugar para reposar el alma.
No podemos quejarnos de que se estén vaciando las iglesias y luego hacerlas inaccesibles. La gente, para ser parte de algo, necesita sentirse de verdad parte de ese algo, participar de ese algo y la manera de gestionar los templos ha expulsado a los ciudadanos del día a día con Dios, de su contacto directo y divino.
Hace uno días veía en redes un vídeo del obispo de Oviedo justificando y alabando los buenos resultados que había tenido en la labor organizativa de la catedral de Vetusta el hecho de comenzar a cobrar entrada. En la organización no sé, pero al común de los mortales la medida les espanta y convierte el lugar sagrado en un museo de visitantes al que sólo vas previa reserva o pagando entrada. Luego no vuelves nunca más. Ninguna voluntad de perseverar en la fe, sólo la de hacer visita guiada con traductor, también de pago, para observar las estatuas y su historia.
Me ha pasado más de una vez, y me ha tocado discutir siempre. Cuando voy a mi lugar de recogimiento favorito: la Basílica de Santa Teresa, en Ávila, lo hago sin hora, voy cuando quiero y puedo, pero, si hay misa, entonces ponen un portero en la entrada como si de una discoteca se tratara, y no me deja entrar. La excusa es que los grupos de turistas molestan durante la celebración sagrada. Da igual que le expliques que tú no eres un turista, que sólo vas a rezar a la capilla de la Santa y que, para acceder a ella, se camina por la nave lateral izquierda hasta el final, el párroco y los fieles no van ni a notar mi presencia. Da igual porque te dice que son órdenes y que él no puede hacer nada.
Pero lo mejor de todo es que, durante la misa, no se puede entrar, pero si espero a que acabe y me voy a rezar a la capilla, y mira que es pequeña, dejan que esta sea asaltada por grupos enteros de visitantes liderados por un guía con paraguas. Ninguno respeta mi rezo, nadie guarda silencio. Ahí sí, ahí no hay reglas ni importan las molestias. Como si cuando se fuera el cura, también se fuera Dios.
¿No sería más sencillo sentarse con las agencias de viajes y explicarles que durante el culto no se puede entrar, y que si se rompe esta regla se prohibirá la entrada a la agencia que sea, para visitas futuras?
¿No sería incluso razonable decirles que la iglesia es un lugar santo siempre, no sólo cuando está el párroco? así que las explicaciones con altavoz hay que darlas fuera, y luego invitarles a entrar por su cuenta para comprobar todo lo explicado en el exterior, manteniéndose en silencio y respetando el rezo?
Sí, es verdad, en muchas catedrales, si les digo que voy a rezar, me mandan esperar hasta que viene un voluntario a por mí para llevarme a la capilla designada a tal efecto. Para todo lo demás, tengo que pagar. Pero es que yo quiero rezar viendo todo el esplendor de la catedral, entrando en comunión con el ambiente que Dios genera y el Jesús en la cruz. Quiero rezar donde me dé la gana. El templo no es de nadie, o es de todos. Es de Dios. No es una discoteca para tener portero y cobrar entrada.
Abrid los templos de par en par, permitid a la gente que entre primero a curiosear, luego a hacerse preguntas y, al final, que se queden para siempre. Haced que vuelva a ser parte de la comunidad para encontrar cada vez más voluntarios que puedan hacer labores de mantenimiento, vigilancia o lo que se tercie.
Una iglesia, ya no te digo nada una catedral, debe abrir sus puertas todo el día; ¿qué digo abrir?, debe tenerlas abiertas de par en par, para que la luz de dentro irradie fuera y atraiga a muchos en el camino de la fe. La inmensa mayoría de la gente ya ni siquiera se atreve a acercarse a preguntar por no quedar mal si les dicen que hay que pagar y deciden no hacerlo.
Es más, apagad las luces eléctricas y encended antorchas. Humo, cánticos espirituales de fondo, el Jesús crucificado, la atmósfera que te envuelve. La superioridad estética del catolicismo de la que ya hablaba Federico García Lorca. Aprovechemos eso como red de pescadores, que entren primero por lo estético, y decidan ya no volver a salir por lo ético.
Sea como fuere, hagamos algo ya porque las iglesias se apagan lentamente, y a nadie parece importarle. Las civilizaciones fuertes son aquellas que mantienen el apego a sus símbolos, ritos y culto; y suelen acabar con las civilizaciones débiles que han decidido vaciarse por dentro y entregarse al nihilismo. El seguimiento de la liturgia nos llevaría a la implicación con el templo. Abrid las malditas puertas de par en par, dejad de cobrar entrada, haced que todos se sientan parte y participen.
Necesitamos, como agua de mayo, volver a llenar las iglesias, sobre todo de gente joven. Necesitamos recuperar la brújula moral que siempre fue el cristianismo. No olvidemos que a nuestra civilización: Occidente, anteriormente se la llamó Cristiandad. Y cristianos somos todos, nos guste o no; distinto es que seamos creyentes, pero para pedir que la gente crea, mostremos primero a todo el mundo que hay algo en lo que creer.